por Oscar Cuervo
Sokurov viene haciendo sus películas y videos desde mediados de los 80, en los últimos años del régimen soviético, que durante un cierto tiempo lo confinó a filmar sin poder difundir sus primeras obras. Cuando Sokurov filmaba sus videos y películas semi-clandestinamente, en el mundo occidental ya reinaba el paradigma Lucas-Spielberg; Stallone estaba entonces en su apogeo, ofendiendo sensibilidades e inteligencias con su peculiar defensa del entonces “heroico pueblo afgano”. En Buenos Aires un incipiente movimiento de videastas discutía sobre la especificidad del video-arte y su necesidad de borrar toda huella de parentezco con el cine, evitando cualquier esbozo narrativo. Sokurov, silenciosamente, volvía abstracta esta discusión, ya que estaba desarrollando una obra excepcional, que pasaba fluidamente del cine al video y de las duraciones breves a las muy extensas, sin los complejos que a nosotros, videastas porteños infinitamente más ineptos, nos sumían en discusiones estélires. Las noticias sobre su obra tardarían todavía varios años en llegar a Buenos Aires.
Recién en 1999 se exhibe acá Madre e hijo, en un ciclo organizado por la Fipresci en la Sala Lugones. Y en los primeros minutos de proyección me vi arrojado hacia una experiencia de una intensidad difícil hasta hoy de olvidar. Tensando los límites de lo que se entiende por una narración, la película nos pone ante la última hora compartida por una madre moribunda y su hijo, con la seriedad y la concisión que exige presenciar la fuerza de un vínculo indisoluble. Ajeno totalmente a un espíritu de época que parecería que solo permite tocar ciertas fibras con sorna y guiños al espectador, indiferente a un siglo de divulgación pseudo-freudiana, la sacralidad de la relación madre-hijo, el tono de tristeza inatenuada que se impone desde los primeros minutos, la despedida, todo se plantea con un envidiable desprejuicio acerca de lo que se supone que el público actual puede asimilar, con la libertad que da una ambición artística radicalmente anacrónica. Quizá esa sea la felicidad que produce una película por otra parte tan triste: la de haber logrado burlar las inhibiciones emocionales de la época.
No se trata de originalidad en Sokurov, porque son evidentes sus lazos con la pintura y la música y la literatura del romanticismo –para no hablar del cine de Dovzhenko, el Bergman de Gritos y susurros o Tarkovski. El gesto osado de Sokurov consiste en desencadenar cierta pulsión artística que creíamos “superada”. Hacerlo hoy que el cine –la vida- contemporáneos parecen tan ajenos a este espíritu, hacerlo por los motivos que Sokurov lo hace, es como hacerlo por primera vez. Como espectador, la idea que inmediatamente pensé al ver Madre e hijo fue: “entonces ¿en el cine me podía pasar esto?”
¿Cuáles son los recursos con los que Sokurov solicita nuestra mirada? En primer lugar la abolición de la tridimensionalidad de la imagen, para dejar ver la pantalla como una planicie. Sobre esa llanura despliega sus texturas, difumina los contornos, distorsiona las formas, inclina las líneas horizontales, salpica pinceladas de azul puro sobre un ambiente ocre. Estira la duración de los planos hasta hundir la ansiedad de los ojos adictos al zapping televisivo en un ensueño intangible. La lentitud de los movimientos roza a veces el puro estatismo o una danza insólitamente ralentada. Así, de pronto el espectador empieza a percibir sensaciones que el cine habitual desconoce: los más tenues cambios de luz pueden alcanzar una significación drástica. El ritmo nos invita a demorarnos, como dice Paul Schrader, en la exploración de la pantalla y no a resbalar por ella (como hace el cine “normal”). No se trata de preciosismo pictórico: lo que Sokurov hace es moverse en el límite de una política de la mirada. Nos sumerge en una atmósfera extraña. Algunos trataron de describir esa sensación de extrañeza comparándola con la visión de una película en 3D sin los anteojos especiales, o con la visión que ofrecería el mundo reflejado en la superficie de una lágrima. El sonido está tallado con la misma delicadeza –y más aún: las películas de Sokurov merecerían escucharse al menos una vez más con los ojos cerrados: la sirena de un tren, la resonancia seca de unos pasos sobre el piso de madera, el zumbido de un insecto, la respiración densa de la muerte, las masas orquestales entrelazadas con un sonido ambiente multidimensional. Todo eso pude percibir ya en la primera visión de Madre e hijo, que fue para mí un anuncio de que el arte cinematográfico, a fines del siglo xx, aún no había terminado de brindarme motivos de asombro.
¿Cual me recomendás para empezar con Sokurov?
ResponderEliminarSólo vi "El Arca Rusa"
Qué diálogo maravilloso entre la foto de Entre Ríos y el fotograma de este gran film de Sokurov. Me molesta cuando algunos espectadores hablan de morosidad respecto de algunas películas cuando en realidad, como en ésta, de lo que se trata es de otra ontología de la imagen.
ResponderEliminarSaludos
edf
¡Qué bueno tu comentario!
ResponderEliminarSi tuviera alas volaría para Villa Crespo. He visto otras de Sokurov como El Arca rusa, Alexandra, El Sol, pero justamente ésta no.
Sokurov no sólo es el artífice de proezas técnicas, es un maestro pintor sensible al extremo. Y DIFERENTE. QUE LO DISFRUTEN.
mirtha lucía
OTM: te recomiendo esta, Madre e hijo.
ResponderEliminarema: morossidad y rapidez son posibilidades. Los que objetan morosidad, deberían preguntarse por qué algo debería ser rápido? ¿estarán muy apurados?
mirta lucía: gracias, el proyectarla en un ámbito como el de Crespo (no Villa Crespo) le dará un encanto especial.
saludos
Muy buen post.
ResponderEliminarMadre e hijo fue para mí una revelación: me dí cuenta de que todavía podía encontrar poesía en el cine.