por Esther Díaz
Lo que es hostil está más próximo que lo demás. Si una mujer se viste de color púrpura es duramente castigada por la ley. Otro tanto ocurre si su ropa es de seda o si luce joyas. Sólo debe usar telas de lana sin teñir. Que sea rica no es excusa para vestidos lujosos. Hay varios argumentos que avalan estos mandatos. Uno es que la manera de mostrar u ocultar el cuerpo delatan el grado de honestidad de cada mujer. Además, la seda se importa, en cambio la lana se hila y teje en casa y -siendo la mujer quien hace esa faena- hay un motivo más para que no se aparte del hogar.
Hasta aquí se trata de manipulaciones domésticas y de construcción de subjetividades femeninas dóciles. Pero también hay vinculaciones directas con intereses de Estado. Al limitar los gastos de la mujer se produce una planificación biopolítica del ahorro. Hogares con abundante efectivo otorgan solidez a un gobierno asediado por conflictos bélicos. A ello se le agrega el aumento de poder simbólico masculino, que sale fortalecido con el sometimiento.
En este sentido, las mujeres no pueden usurpar el color púrpura, ya que representa el poder masculino relacionado directamente con lo político. Por otra parte, la mujer rica debe ser un ejemplo para las pobres. Porque si las de clase privilegiada les reclamaran a sus maridos vestimentas ostentosas, las humildes las imitarían. Se podrían desatar tormentas conyugales, familiares y hasta sociales. Menuda carga depositan los legisladores -varones en su totalidad- en las espaldas de quienes no pueden entrar al recinto legislativo. La Ley Opia, que reglamenta cómo deben vestirse las mujeres, se promulgó en Roma en el año 215 antes de Cristo.
Y, si bien algunos de sus términos suenan anacrónicos, el espíritu que la animó sigue vigente. La mujer es utilizada como instrumento de gobernabilidad. Una somera deconstrucción permite vislumbrar lo milenario (y puntilloso) del aparato de control. Devela así mismo las estrategias gubernamentales para normalizar a la mujer y, como valor agregado, a los demás discriminados.
Si damos un salto retrospectivo desde la represión policial por amamantar en público o tomar sol sin corpiño, en Buenos Aires 2017, hasta la promulgación de leyes para determinar cómo vestirse, en Roma doscientos años antes de Cristo, aparece la naturalización de los prejuicios en contra del cuerpo de la mujer. Así como la solidez de estructuras coercitivas que sobreviven siglos.
El contexto político en el que se aprobó la Ley Opia correspondía a la segunda guerra púnica. Había que poner orden en la población y acumular fondos para la guerra. La variable de ajuste se concentraba en las mujeres. Hubo otras normativas, como la prohibición de heredar y el reforzamiento de que el único rol aceptable para una mujer es el cuidado de futuros ciudadanos.
Gestos, palabras, miradas, alimentación, procreación, en fin, todos y cada uno de los movimientos de las mujeres estaban administrados por el poder. Esa represión fue internalizada por las romanas, de modo que pocas mujeres se sentían atraídas por lo placeres del sexo. Las alegrías cotidianas, el arreglo personal o los divertimentos no las seducían, pues temían caer bajo la condena pública. Preferían el silencio y la moderación para pasar desapercibidas. Se resignaban, ya que los “medios hegemónicos” de entonces (dramatizaciones, poesías, discursos) llenaban de agravios a las mujeres que no cumplían el mandato.
No es casual que el episodio de Lucrecia, ocurrido en el siglo VI anterior a nuestra era, haya sido exaltado por la cultura romana como ejemplo que debería de ser seguido. Lucrecia, según el poco confiable testimonio de Tito Livio, era una joven romana famosa por su belleza y honestidad. Una noche, aprovechando que su marido no estaba, Sexto Tarquino, el hijo del rey, entró en su casa y la violó. Al otro día ella hizo llamar a su padre y a su esposo, les relató lo ocurrido e, inmediatamente, se suicidó clavándose un puñal en el pecho, no sin antes dejar su mensaje: “Con el ejemplo de Lucrecia, ninguna mujer quedará autorizada a sobrevivir a su deshonor”.
No hay manera de testimoniar si realmente fue violada, si se suicidó o la mataron, menos aún si dijo esas palabras. Es histórico en cambio que, a partir de graves incidentes entre los Tarquino y la familia de Lucrecia, se produjo el fin de la monarquía y el comienzo de la república. No existen testimonios confiables acerca de la muerte de Lucrecia, pero el episodio transcendió como eslogan para marcarle el terreno a las mujeres.
Se deben sentir culpables si un hombre abusa de ellas y, en caso de ser violadas, deben asumir la carga y la culpa. Esto sigue vigente. El 11 de noviembre de 2016, en Catamarca, Luz Villafañez, una niña de trece años, fue abusada. La madre intentó hacer la denuncia, pero los policías no la quisieron atender porque, según dijeron, se trataba de un caso irrelevante. Al agresor ni lo citaron. Luz estaba descompuesta, no podía caminar. En el hospital desestimaron su malestar y ni siquiera le practicaron una revisación ginecológica. Es decir que, además de la agresión del violador, la menor recibió maltrato médico y policial. Esa noche se suicidó. La autopsia reveló que había sido brutalmente violada.
Regresemos a la cultura latina. Catón, defensor acérrimo de la Ley Opia, fatigó los estrados políticos y judiciales arengando en contra de las mujeres, de su impostura, de su lujuria, de su peligrosidad y de la necesidad de mantenerlas con las riendas cortitas. Esa era la faceta adusta de la ofensiva contra la mujer; la burlesca la asumió Plauto, cuya obra es una sátira antifemenina. Retoma la sorna machista griega y la condimenta con exabruptos romanos.
Megadoro, uno de sus adinerados personajes, expone su decisión de casarse con una mujer pobre. Es muy alabado por ello pues, si los demás ciudadanos siguieran su ejemplo, los ricos serían mejor valorados por el populacho gracias a su acto de “liberalidad” y, por añadidura, las esposas (por ser de extracción humilde) serían más sumisas. Temerían a sus maridos más que las ricas. Y ellos tendrían menos gasto, ya que una pobre se contenta con cualquier cosa.
Ahora bien, si todos siguieran el camino de Megadoro, ¿con quién se casarían las mujeres ricas?, le pregunta un interlocutor. La respuesta es que se casen con quién quieran, con tal de que no aporten dote. Eso traería no solo ventajas económicas para su familia paterna sino también mayor sometimiento al esposo. Pues, al no tener dote para hacerse valer, las mujeres se preocuparían por mejorar sus costumbres y ser virtuosas para congraciarse con sus maridos.
Derecho a utilizar púrpura, seda, oro, poseer criadas, mulas, muleros, lacayos, recaderos y carruajes; nada de esto puede reclamar una mujer que no aportó dote. Pero como siempre quedaban algunas mujeres con poder adquisitivo que se les escurrían por los entramados del poder (huérfanas, viudas o divorciadas), se estableció un impuesto a la riqueza de las mujeres. Aunque no solo se controlaba a las mujeres en general y a las que poseían bienes en particular, también se perseguía a las lindas. Si es bella, no es buena.
¿Por qué tanta saña con las mujeres destacadas que, en términos poblacionales, eran una minoría? Justamente, porque después de las guerras púnicas, los hombres quedaron diezmados y las nobles adquirieron potestades desconocidas hasta entonces. Había que destruir a machetazos el huevo de la serpiente.
Las nimiedades sobre el boato de la mujer sorprenden por provenir de adustos varones que parecerían llamados a legislar sobre temas más trascendentes que someter a la mujer desde su vestidos, adornos y afeites. Pero ese control en realidad se sostenía en previsiones geopolíticas. Así pues, la promulgación de la ley contra el boato estaba grávida de significación doméstica (para administrar la cotidianidad) y de política exterior (acumulación de capitales para posibles guerras).
Otra función de la normativa comentada era dejar en claro la dicotomía heredada: madre o prostituta. La Ley Opia proporcionaba privilegios simbólicos a la matrona obediente y destinaba todo el oprobio para la que, por no cumplir el mandato, era consideraba meretriz. El reticulado de control era tan exhaustivo que las prostitutas no podían vestir ropas que se consideraban exclusiva de las patricias, así como estas no podían vestirse con colores reservados para el boato masculino.
No se legislaba únicamente sobre costumbres y fortuna, otra virtud de la mujer debía ser el silencio. Pero hubo mujeres que gritaron y lograron finamente que se derogara la Ley Opia. Aunque no fue únicamente por su persevante movilización, sino también por los encendidos discursos de algunos patricios celosos de sus intereses privados. Las restricciones a sus mujeres afectaban, en algunos casos, los intereses de los señores.
Durante los días en los que los legisladores discutían la abrogación de la ley, las mujeres se volcaron masivamente a las calles y presionaron con su obstinada resistencia y su inaudita presencia en el foro. La Ley, después de veinte años de vigencia, quedó sin efecto. No así su espíritu, que se extiende con variantes hasta nuestra época. Desde la inequidad salarial hasta el femicidio, pasando por la desigualdad de tareas en el hogar, la violencia de género y el acoso sexual.
La mujer es una tecnología de poder. No te olvides. Lo importante es que no te olvides cuál es tu función en el dispositivo social. Tampoco el machismo -que atraviesa todos los géneros- debe olvidarlo. Hoy las normativas se expresan con diferentes expresiones, pero el mensaje persiste. He aquí el epitafio aleccionador del sepulcro de una matrona romana que vivió y murió antes de Cristo:
Extranjero, tengo poco que decir. Detente y lee. Este es el sepulcro no bello de una mujer que fue bella porque amó a su marido de todo corazón. Puso en el mundo dos hijos. Amable en el hablar, honesta en el comportamiento, custodió la casa, hiló la lana. He terminado, puedes seguir tu camino.