domingo, 18 de mayo de 2008

Abbey Road

Por Candelaria Naveyra

Los auriculares enormes están ahí, colocados sobre su cabeza, otra vez. Ella nunca ha visto otros como esos antes. Él le dijo que al ser más grandes producen mejor calidad de sonido. El equipo de música también es distinto, plateado, más grande, con muchos botones, varias palancas y un visor donde una agujita de plástico baila con las canciones. Los parlantes separados y ubicados en lugares estratégicos del living. El tocadiscos, brillante y negro, con tapa transparente y la púa protegida en una cajita especial.

Desde que él le contó acerca de esos discos, el rojo y el azul, y ella los miró, y los fue apoyando uno a uno sobre la bandeja, y empezaron a girar, ella no dejó de sentir su atracción y deseó escucharlos una y otra vez. Giran giran giran giran giran.

Ella se aprende el final de los versos, reconoce pocas palabras, ya que no sabe el idioma. Por eso reproduce las vocales y encuentra las rimas. Él le traduce algunas partes – se cansa un poco de sus preguntas –, las que considera más importantes. Las otras no porque no tienen sentido. ¡Decilo igual! Ella se queda con lo que le suena a propio. “Sitting on a cornflake”, “Semolina pilchard” y luego “Gu gu gu yub, gu gu gu yub” o algo así.

Se queda horas tirada sobre una alfombra que el tiempo ha cambiado de color y los auriculares le cantan. Se va al interior de esa foto donde mucha gente se agolpa detrás de una reja algo oxidada. Hay de todo: señoras mayores con anteojos, hombres maduros, pero sobre todo, jóvenes. Chicas con suéteres ajustados y minifaldas y cabellos largos y sueltos. Adolescentes sonrientes y niños, varios niños. También están ellos. El primero, más cerca de la reja, se agarra a ella como queriendo elevarse para ver más arriba y más lejos. Mira hacia el otro lado, por detrás de la cámara, a un costado. El segundo enfrenta al fotógrafo y le sostiene la mirada. El tercero, un poco más adelante pero disimulado entre la gente, de traje claro. Y el último, de bigote, agachado junto a un niño, casi no se ve. Uno lo advierte solamente porque lo busca. Porque uno sabe que son cuatro. No sabe por qué, pero desea lo imposible: haber estado allí. Tiene la rara sensación de que seguramente ese día fue lindo.

¿Qué tienen de especiales? Según lo que se ve ahí, “1968, St. Pancras Churchyard” dice al pie (tiene casi veinte años la foto, ella hace la cuenta), nada. Según lo que escucha desde hace pocos días, mucho. No puede parar de hacer volver la pata del tocadiscos para que empiece todo otra vez.

Las letras de las canciones están en los envoltorios individuales de los discos, rojos en el rojo, azules en el azul. Ella las sigue de a ratos, descubriendo algo que le interesa pero se pierde y finalmente no importa. Compara las tapas. En una se ve a los integrantes del grupo en un balcón de un edificio que posee infinitos balcones iguales hacia arriba. En color sepia, todos vestidos igual, muy sonrientes, miran hacia abajo. En la otra, la misma foto pero diferente. En colores, los cuatro están bastante cambiados: usan otros trajes, las sonrisas no son tan felices, juegan a reproducir la fotografía más vieja. Han pasado casi diez años entre una y otra.

El disco rojo le gusta, le resulta alegre y sus pies zapatean involuntariamente siguiendo el ritmo cuando lo escucha. El azul la fascina. No sabe qué tiene, solo cierra los ojos allí tirada y canturrea tímidamente las partes que ha logrado memorizar. En general nadie la molesta.


Mamá viene a buscarla para cenar. Hace calor y ellos tienen ganas de ir a acostarse y estar solos. Es tarde. A regañadientes deja los auriculares, apaga el equipo y se promete volver en cuanto pueda.

Han pasado - ¿cuánto? – cuatro horas como mínimo desde la cena. No se escucha ningún ruido, por lo tanto deben haberse dormido ya. Mamá y él están en la habitación. Tienen la puerta cerrada. Seguro que ya ha pasado la medianoche. No debe hacer ni un sonido que los alerte. No pueden darse cuenta. Es mejor cuando uno sabe que está totalmente solo.

Que él le haya dado permiso para usar el equipo (que es difícil de manejar para los chicos, que es muy caro, que hay que cuidarlo mucho, que hay que cubrir la púa cuando no se usa, que los discos no deben rayarse, que hay que envolverlos bien, que se guardan parados uno al lado del otro, no acostados, que están ordenados de una manera especial, que…) casi le perdona estar siempre ahí, en el medio, tener que vivir en su casa porque en verano el departamento se alquila para que mamá pueda ahorrar, aguantar a sus hijos varones que la cargan y le rompen las muñecas, estar en esa casa que a ella no le gusta porque está lejos de la casa de su amiga, de la playa, de su prima, de su abuela, de su calle y su vereda en la que sí se puede patinar.

Según dice él, gran parte de las canciones de esos cuatro fueron escritas por dos, pero más que nada, por uno de ellos, el de lentes. Más que el equipo de música son los rostros y las canciones los que borraron todo eso que la puso de mal humor y callada al principio del verano. Son cosas que no puede decir porque no sabe cómo. Pero de repente siente que el mundo es suyo otra vez.
Pasada la medianoche, entonces, no importa que ellos estén juntos y ella sola. ¡Mejor! Baja de la cama; descalza y en puntas de pie llega hasta la puerta. ¡Por fin! Ya no aguantaba más la espera a oscuras en la húmeda habitación sin terminar. Debe ser cuidadosa porque Daisy puede ladrar si escucha algo extraño. Lo más difícil es abrir la puerta. Chilla siempre; pero esta vez la ha estudiado y sabe cómo hacer. Baja el picaporte con suavidad. Ahora hay que levantar un poco la puerta para que no arrastre y empujar despacio hacia delante. Con unos centímetros alcanza para pasar. Ahí está. Solo unos metros más por el pasillo y ya está en el living.

Daisy no escuchó nada. Todo está en silencio.

¿Cuál era la palanquita de ON-OFF? La de la izquierda. La otra es la que sirve para elegir si escuchás radio o discos. Pero tuvo la prudencia de dejarla donde la necesita. Ahora debe levantar la tapa del tocadiscos. Eso sí que es peligroso, no se ve nada y los pequeños ruidos se agrandan en la quietud de la casa. Le parece que es igual que en el cine: cuando uno quiere desenvolver un caramelo sin molestar es cuando más bochinche mete. Bien. El disco. Las pequeñas luces del equipo iluminan mal el estante. Saca algunos, los da vuelta para ver mejor y al fin lo encuentra. El azul. ¿El primero o el segundo? Los escuchará en orden. ¿De qué lado está? No está segura pero cree que ahí dice lado uno. No va a cerrar la tapa para no tener que abrirla de nuevo. Antes de apoyar la púa sobre el disco, palpa la cara del equipo buscando: hay que conectar primero los auriculares. Si no, estará perdida.

Ya está. Ahora, la púa. Qué bien. Cornetas, trompetas y fanfarrias comienzan… la primera canción no es como las que ha escuchado en la radio o como las de los casetes que le compró su mamá. Sabe que habla de frutillas. Hace mucho, en la casa del pueblo, su abuela tenía plantas de frutillas y peras y mandarinas y limones. ¡Cómo le gustaba ese patio! Tenía una hamaca y un gato y en verano una pileta de plástico.

Acostada boca arriba, los brazos bajo la nuca, las piernas dobladas, de a ratos una sobre la otra. Hay que acordarse de no cantar en voz alta. Por más que venga la canción más linda. Solo hay que seguirla mentalmente. ¿Cuál es la que más le gusta? Van pasando y no puede decidirse.
Terminó el primer lado y tiene que darlo vuelta. Con cautela lo hace y vuelve a acomodarse. Se ha cansado de mirar el techo oscuro, de intentar descubrir los objetos parcialmente conocidos a su alrededor. Por eso cierra los ojos. Mañana van a ir a la playa porque es domingo y mamá no trabaja. Lástima que también vayan él y sus hijos. Los párpados le pesan y pierde la concentración.

Mamá la levanta con dificultad. Ha apagado el equipo y le ha sacado los auriculares.

- Hija, vamos, es hora de levantarse. ¿Qué hacías acá tirada? Andá a lavarte la cara y los dientes, que desayunamos y nos vamos a pasar el día a la playa. ¡Vamos, vamos!

Él está ahí nomás. Prepara el nesquik frío y busca algo en la heladera. Cuando ella pasa, él le sonríe. Es bastante simpático.

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