sábado, 31 de julio de 2010

La educación sentimental

por José Miccio


Para Gastón Franchini

Para los (mis) pibes de la Escuela Cooperativa Amuyén

Para todos acá


Cuando Barboza visitó el sur sabía que, a su regreso, nadie describía los paisajes de montaña sin someterse a un expediente tácito y efectivísimo. Esas experiencias pretendidamente intransferibles resultaban notablemente iguales; la retórica mustia era un tributo que los turistas pagaban a su educación urbana en medio de un lugar que, decían, refutaba punto por punto una vida que se confirmaba mentirosa y a la que ahora, un par de días después de asumir su miseria como si de una revelación se tratase, se reintegraban sin problemas, con un lamento nuevo al que recurrir cuando fuera necesario. Los relatos del turista son un género en sí mismo, y también Barboza – él lo sabía – cumpliría el ritual, tanto en su ceremoniosa identidad como en las ligeras diferencias que, aún poniéndolo en duda, aseguran su permanencia. En Traful, decía, el agua fría era más azul que fría y en la orilla, su imponencia más legítima que en el mirador inabarcable. Desde el banco alto, con la pera en el balaustre y el viento en punta, el lago se reiteraba y se imponía por tamaño, desafiando cámaras y perspectivas; ahí, era reposado, tenía atributos mejores que la cantidad y permitía seguir, con suerte, el nado de una trucha, leer tranquilo, hacer lo propio del turista sin ceder a sus serviles arrebatos. Bordear el lago un mediodía nublado era lo que Barboza quería proteger en su memoria antes que todo, porque el color era entonces liviano y le recordaba a su ciudad. El sur era hermoso y la calma cierta, pero la naturaleza estaba sobredimensionada; admirarla era un protocolo y las palabras nacían sin esfuerzo; todo era sublime, arrobador, extático: frenesí de tarjeta postal. Mar del Plata no era así pero su estupidez era sincera. Y también ahí, aún más, también en su PH, había revelaciones de este estilo. Cómo de verde podía ser el cielo cuando cesaba la lluvia y el reflejo en las baldosas del patio hacía volver la cara al sol que se abría por entre el durlock de nubes. O cómo de memorable resultaban el tanque de agua y la antena vieja que veía por la ventana del pasillo, con la rama de un árbol secreto que crecía tras la medianera y daba a la profundidad énfasis y disciplina. Barboza amaba la ciudad – su idea - pero despreciaba a Mar del Plata y su carácter mediano, que alternaba un pasado oligárquico y uno popular sin decidirse nunca a tramar historias que no incluyeran concesiones permanentes. Tal vez por eso los socialistas habían ganado tantas elecciones municipales, repetía.

La tarde que viajó a Junín, al pie de Los Andes, se entretuvo tomando fotos de nubes. En Bariloche llovía y en la ruta, a medida que avanzaba, el cielo se descubría de a poco y dejaba que las formas se desplegaran sobre el paño celeste que permitía, por fin, escandirlas. Hizo lo que creía mejor: sacó la cámara por la ventanilla del micro y disparó sin resguardos. Se liberaba así del cálculo y de la atención. Era una forma idiota del dadaísmo, que de por sí era idiota, y le recordó, por su desidia, viejas conversaciones, como aquella, en el parquecito de Juárez, sobre la inexistencia de las islas. En Junín, se alojó en Casa de Aldo y Marita. A la noche hay asado, le dijo Aldo. Y de entrada ciervo y trucha ahumada. Cuando Barboza apareció había ya quince personas; una comitiva de gringos canadienses festejaba su jornada de pesca y preparaba la siguiente. Lo que se saca se devuelve, le explicaban, y Barboza asentía. Entre “claro”, “ajá” y “qué bárbaro”, toda la cena consistió en su adhesión a un entusiasmo ajeno. Ya en la habitación, se rió un poco de sí mismo. Y de los otros, ¿por qué no? Tal vez la pesca deportiva es así, pensaba; un colmo de racionalidad e hipocresía: el pescador fija su logro en fotografías que renuevan su entusiasmo y lo confirman como pescador, y el guía obtiene el beneficio que lo convence de renovar su pase como guía; las truchas salen un rato y retornan al agua; los hombres se aseguran lucro y goce sin afectar, piensan, el material que los permite, y como una trucha puede vivir hasta cinco años es posible que el gringo pesque hoy el mismo pez que pescará el año que viene. (Alguno le hará una marca; siempre volvemos al encanto de lo mismo). Lo más curioso eran los sobrenombres estacionales. Uno, que se llamaba Freddy, era Steelhead, porque, como la trucha de ese nombre, sólo volvía a su pueblo para tener hijos. Y así todos, como alumnos de escuela secundaria en pleno viaje de egresados. Bariloche está cerca, pensó Barboza; está bien así; en dos semanas volverán a perder el tiempo: a la familia y al trabajo.

En el Bolsón Barboza se había reído de los hippies nuevos y más aún de los viejos; ahora se veía pensando igual que ellos, pero con la baratija moral del cínico. Cuando tenía catorce o quince años descubrió un cassette. Era un compilado sin ninguna información escrita, grabado en una cinta de noventa minutos con criterio amplísimo (aunque eso lo descubriría luego). El lado A no le gustaba, pero recién lo escuchó después de repetir el B durante una tarde entera. ¿De dónde venía eso? Con la incoherencia propia del compilado las canciones pasaban una tras otra, y con los días, Barboza aprendió a llamar a todas rock. Un tiempo después, para su cumpleaños, le regalaron una selección de veinte canciones de Sui Generis; difícil saber por qué. De ahí en adelante todo fue rock y lo que el rock mentaba. Así de sencillo. Cualquier vuelto iba al ahorro destinado a los cassettes. El primero que compró por sí mismo fue también un compilado, de Piero. Pero años después, cuando decidió hacer el relato, modificó este origen demasiado espurio, sin la gracia siquiera de lo bizarro, y puso en su big-bang personal su segunda compra: Parte de la Religión, de Charly García. Usado, agregaba. Y esto era cierto en todo sentido. Aunque también la otra versión lo era, a pesar de que el orden cronológico lo negara y Barboza no fuera consciente de que el título del disco sobresignificaba la elección (si lo hubiera sabido, lógicamente, habría corregido el tiempo de otro modo).

En segundo año, a los catorce, ya era un oyente de tiempo completo. La música de sus compañeros – excepto la de García - no era su música; no había abandonado a Piero (y hasta escribió su nombre en el banco, en medio de una de esas conversaciones de pupitre que tiene los alumnos de turnos distintos), y en su carpeta no brillaban las fotos de Soda Stereo y Los Fabulosos Cadillacs sino pedazos de hojas cuadriculadas en los que había pintado con fibrón celeste los nombres de sus bandas más queridas, además del título de alguna de sus canciones emblemáticas. Estaban Manal y Jugo de tomate, Almendra y Ana no duerme o Muchacha, Sui Generis y Canción para mi muerte. Todavía era inocente. Luego, entendió que había un pequeño arte ahí, que no era suficiente su anacronismo y que más adelante sería necesario elegir los temas que nadie elegiría; Tango en segunda, Vete de mí, cuervo negro, Informe de un día. Y así cada vez más, distinto, hasta decidir que el de Montes era el gran disco de los 70, y que al menos treinta bandas superiores a los Beatles habían sido sus contemporáneas sin que nadie se diera cuenta. De eso se trataba, de acusar la falta de los otros, de exponer que sus gustos nacían de un enorme corpus y que no necesitaba de la mediación radial ni de la historia básica para decidirlos. Cuando llegó el tiempo del CD – recordaba - el nuevo lenguaje lo enardecía. Tema 3. Track 12. Con veinte años tenía ya algo que extrañar; lo hizo con espíritu apostólico, y cuando se sumó al cambio de formato, intentó, al comienzo, domesticarlo, hacerlo hablar como antes, sin numeración. Su método era sencillo y se aplicaba solo a discos en idioma extranjero. Primero escuchaba en orden cuatro o cinco veces, y se guardaba en la memoria el título de las canciones, su progresión y rimas interiores; luego se autoexaminaba: presionaba shuffle y debía nombrar lo que sonaba sin ayuda de la caja, así hasta que los temas estuvieran incorporados como era debido. Un disco era un día o dos, porque ahora, otra novedad, duraban demasiado, y también extrañó pronto los cuarenta minutos básicos que el cassette respetaba del vinilo, ese disco grande que no tuvo pero que extrañaba igual.



Ahora, en Junín, solo, luego del asado y los gringos, recordaba con vergüenza y cariño esa capa geológica de su vida definitivamente sepultada; los Beatles eran mejores que todas esas bandas y el de Montes, aún siendo excelente, no era mejor que los tres discos de Invisible, ni que Artaud ni que el doble falso de Color humano; su madurez - ¿su madurez? - también era esa aceptación, o esa resignación, si se quiere (¿esa tibieza?): un punto final a los berrinches y al ánimo del coleccionista. Sin embargo, era como si todavía quedaran, a veces, huellas de ese aprendizaje adolescente, de esa educación sentimental cursada en el rock, solo y con algunos pocos amigos. Su apatía por el escalafón laboral, su interés por las artes, su sensibilidad entera, ¿no mostraban, con poco esfuerzo, aquellas costuras? Hoy que podía distanciarse de las consignas y advertir, como señorito, que era al menos curioso que las canciones hablaran de libertad con apóstrofes y directivos, ¿no olvidaba, sin embargo, que ahí, en esos consejos adolescentes de Manal que todavía sobrevivían en canciones nuevas, había, justamente, aprendido algo; a decir que volver al trabajo y la familia era perder el tiempo, por ejemplo? Hoy ya no tenía en las canciones esa fe, y celebraba el sabio desprendimiento que Andrés Calamaro, sin llanto y sin cinismo, practicaba cada dos por tres de esas ideas que se le antojaban añejas y arrobadoras. Pero cuando tenía quince, dieciocho, veinte y quizás un poco más, el rock era, como en la canción Beatle, la promesa y la realización del Lugar. The place. Era así: There's a Place. Encerrado en su pieza - ¿dónde si no? -, se preparaba sin saberlo aún. El cuadro general era el de siempre: estaban los que posaban y los que no mentían. Pero esa demarcación lo comprometía sólo en algunas ocasiones públicas. En la habitación, todo resultaba igual de artificioso, igual de verdadero. Barboza pensaba: somos muñecos de torta, polvo en la borrasca, cachos de carne, humo de arenque, sombra de sombras; el rock traducía: somos jinetes en la tormenta. La pasión que crecía combinaba entonces una angustia básica y una heroicidad íntima.; en ese caldo se formaban los sentimientos: ahí Barboza aprendió la necesidad del amor y lo poco que le importaban los méritos sociales. Y había que ser muy miserable como para reír de los que tenían quince o dieciocho ahora, mientras Barboza, con el doble o más del doble, fumaba un cigarrillo en la habitación de Aldo y Marita, en Junín, de viaje porque sí, porque había que tomar aire, ahora que la ruta no tenía para él nada de beatnik

El de la rebeldía – la de Los Beatniks, justamente, allá en el alba – resultó el más terco de los relatos del rock. Barboza repasaba su origen en una pelvis desatada e interdicta y su desarrollo arborescente y mutante en toda experiencia que pudiera ser asociada al desarreglo de los sentidos: drogas o meditación o poesía; no importa el qué. Lo que sí estaba claro era su imagen prístina: alguien joven se va de casa. En Argentina ese alguien es Laura, y Laura sigue, con nuevo impulso, en García y en Páez, en Babasónicos y en Daniel Melero. Si aún hoy – se decía - estos relatos no abandonan el rock, es porque constituyen su sentido común, su hábito; se han vuelto, en cierto modo, rutinarios, pero antes también lo eran, aunque su juventud los juzgara frescos y sin mácula y un mundo diferente los dotara de una dramaticidad especial. De ser así, ¿había noche, verdaderamente? ¿Y de quién era si la había? Era curioso. El aguante (García - ¿y quién si no? - lo habría intuido) podía no ser una declinación. Quien toma el tren y cuelga sus banderas en el estadio donde toca su banda preferida, ¿no vive la canción como quien treinta o cuarenta años atrás hacía con sus dedos una V y regalaba su cuerpo al aire? Tal vez - concluía ya Barboza (en plural, por algún motivo) - entendemos mal este fenómeno porque nuestro buen gusto o nuestra doctrina son leyes que no se acatan ya, y porque nuestra vieja ética permanece ahora en dominios de los que abjuramos. Es en verdad difícil desprenderse de lo que aprendimos. Y es desagradable hacerlo como si no nos importara. Cualquiera que haya vivido ardorosamente las canciones sabe que su influencia es dulce y persistente; hay muchas que no conocemos, aunque las hayamos escuchado alguna vez, hasta con atención. Pero el viejo Javier Martínez convertido en su propio abuelo resultaba un destino triste y egoísta. ¡Javier Martínez, justamente! Ese que le cantaba a Barboza hace años ya (y todavía ahora, por lo visto) una vida que existía sólo en él, en su voluntad y su imaginación, ahí, donde vive la verdad – el tilín - del corazón.

6 comentarios:

  1. Interesante texto, José. Me resultó bastante difícil de seguir, algo confuso, pero hacia el final detecté algunas visiones resonantes.

    abrazo

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  2. Fred.

    Gracias por leer. El texto está escrito para un grupo de pibes (alumnos míos) que escuchan rock. Como a ellos les pasa algo semejante a lo que me pasó a mí cuando tenía su edad (pero no necesariamente con los mismos grupos y solistas), yo quise devolverles algo: este pequeño viaje introspectivo.

    Abrazo

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  3. Yo me bajé el disco de Montes, de cuya existencia no tenía la menor idea. José despertó mi curiosidad con este relato, porque yo no tenía idea de qué significaba el misterioso Montes ni qué chances podía tener de disputar el cetro a los tres discos de Invisible o a Artaud. José me señaló algunas frases de las canciones, como "Tus pechos en el sol son como el arco iris al salir" o "Las flores no se mueren - le dije yo a la mariposa de miel".... e inmediatamente pensé en un personaje de Capusoto.
    El disco de Montes es bueno y, como da a enteder José, no tiene ninguna chance de arrimársele a la calidad artistica de Spinetta, Charly, Javier Martínez o Aquelarre. Uno a veces tiene esa tentación por la rareza, es una manera de volverse distinguido decir, por ejemplo, que los Beatles son una banda sobrevalorada y que hay otra mucho menos conocida que es muy superior.
    Eso no es todo lo que dice el texto de José, también habla del tiempo que pasa y de las cosas que pasan con el tiempo y de las cosas que quedan aunque el tiempo pase.

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  4. Oscar. Un punto para Montes: notable guitarrista. Y si de mentar bandas olvidadas se trata: ¿qué hay de Bubu? Su único disco, "Anabelas" es muy bueno. ¿Alguien lo escuchó?

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  5. Yo vi a Bubu en vivo, el disco no lo escuché. ¡Eran buenos!
    Sí, la banda de Montes suena bien. Hay algo en su estética que está irremediablemente vencido, probablemente las letras, que no ahorran ninguno de los tópicos de la época, de manera involuntariamente paródica. ¿Qué habrá sido de Montes? El que puede tener el disco de Bubu es Néstor Pichin, columnista de Patologías Culturales los sábados en La tribu. El tiene casi todo el rock setentista argentino.

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