viernes, 3 de junio de 2016

Morir de amor

#Niunamenos


por Esther Díaz *

Nació en España dieciochesca como baile. Luego -en pleno romanticismo- Ravel lo convirtió en música clásica, compuso su Bolero para una bailarina rusa que lo interpretó en París. Esa es la historia europea, al mismo tiempo que en Latinoamérica se gestaba otra orientación desde la música popular. El bolero surgió en tierras cubanas y, como el tango, se gestó desde la hibridez y la melancolía. Nostalgia de hombres solos, desarraigados, desterrados, lejanos.

Charles Aznavour y Caetano Veloso dejaron entre paréntesis sus lenguas maternas para cantar boleros. Morir de amor interpretado por el francés y Cucurrucucú paloma por el brasileño patentizan el amor y la muerte. Temas privilegiados por el romanticismo que atraviesan el género musical preferido por los enamorados y, de manera visceral, por los abandonados. El bolero se canta en castellano.

Entre los grandes creadores de boleros se destacan los mexicanos, quienes cultivan un machismo acervado del que no parecen avergonzarse. Sin embargo, le cantan como nadie a la mujer como objeto de veneración. De manera similar al fenómeno del amor cortés, se idealiza a la mujer para un echar un manto negador sobre la coacción a la que se la somete. En la vida real, el cuerpo femenino puede ser torturado, quemado, tirado a la basura, pero en los cantos de los bardos medievales y de los baladistas actuales ese cuerpo es empalagosamente alabado, besado, ensalzado, extrañado, venerado.

En unos y en otros se piensa a la mujer como propiedad privada o coto de guerra. Sabor a mí puede tomarse como paradigma del macho que, después que se apaga la relación, sigue siendo dueño de la mujer que alguna vez poseyó. Como si haber estado en pareja otorgara título de propiedad perenne. Incluso después de muerta seguirá sometida al sabor de él, aunque paradójicamente antes le había dicho que no pretendía ser su dueño.

La posesión del amor y el deseo de que los demás sepan de esa propiedad son temas recurrentes: para que todos sepan a quien tú perteneces, con sangre de mis venas te marcaré la frente. También están los boleros en los que, con tal de sufrir, se urden separaciones incomprensibles. Deben separarse y el que abandona pide no preguntar el motivo. Pero asegura quererla con el alma y en nombre de ese amor y por su bien le dice adiós.

También existen boleros que le cantan a los amores correspondidos, pero se las arreglan para encontrarle la vuelta al sufrimiento. Una manera melancólica de negar la vida. Existen también algunos boleros felices y, como casi todos, un tanto ingenuos. Para hablarnos, para darnos el más dulce de los besos, recordar de qué color son los cerezos, sin hacer más comentarios, somos novios.

El bolero es una tecnología de poder sobre los sentimientos y el cuerpo de la mujer, y resulta contradictorio en zonas latinoamericanas en que la mayoría de los varones mantienen dos (o más) mujeres y hogares paralelos. Pero, a pesar de ello, cantan que su cariño es limpio y puro. Además, este género musical circula por una delgada línea que separa la sensibilidad de lo sensiblero, desde el que pide que lo bese mucho como si fuera esa noche la última vez, hasta el que ruega que lo espere en el cielo si su pareja se va primero, pasando por el que le robó los aretes a la luna para obsequiárselos a su amada o el que va a apagar la luz para pensar en ti.

Desde mediados del siglo XX también se comenzaron a escuchar “boleros resistencia”, cantados -y en algunos casos compuestos- por mujeres. En Cuba surgió La Lupe que ironiza diciéndole al varón que perdone que no le crea pero lo de él es puro teatro, o Celia Cruz: él no te quiere na, no te quiere na, es un abusador; y también algunos boleros de la mexicana Toña La Negra que retoma el tema del acting amoroso, reprochando que igual que en un escenario el otro finge un amor barato.

Pero existe otra mujer que dio un giro en el género creando el “bolero venganza”: Paquita la del barrio. Se burla de los hombres, de su fragilidad, de su impotencia, y les grita en la cara que también ella los traicionó. Pero no se trata de feminismo, salvo excepciones. Se trata más bien de un “machismo al revés”. Pues los humilla, los descalifica, los engaña o se va de la casa. Pero en lugar de imponer valores nuevos, solidarios o igualitarios, utiliza las mismas armas que el patriarcado, invertidas.

No es la Nora de Casa de muñecas, de Ibsen, que se revela contra el entorno social que la oprime. Por el contrario, más bien refuerza el machismo cuando le dice a su suegra que le deja a su querido hijito y ella se va con sus propios hijos. Es decir, le allana el camino al marido para que pueda formar pareja nuevamente sin carga alguna, mientras ella -ahora en soledad- se hará cargo de la prole.

Paquita inserta de vez en cuando algún bolero militante invitando a las mujeres a no soportar más los malos tratos y a levantar la voz dejando de ser víctima callada de “esos pelagatos”. O se pone guerrera cuando dice que odia a los hombres porque son causa de tanto llanto. Y luego de recorrer una retahíla de insultos, proclama: hombres malvados ya les cantamos, o se componen o los capamos.

Por momentos ironiza con su propia infidelidad y se burla de su hombre, remarcándole que si a él le han crecido los cuernos es únicamente por “exceso de calcio”. En Rata de dos patas no ahorra improperios contra el varón, lo llama alimaña, culebra, deshecho, y culmina confesándole su odio y su desprecio.

En uno de sus hits -al que bien se lo podría rotular “anti-bolero”- pareciera concentrar todo el desprecio por el hombre: Toda la noche me pasé esperando. Soñando a solas mientras tú roncando. Pobre pistolita, no disparas nada, ni de vez en cuando.

En fin, amoroso o agresivo el bolero es kitsch: rosas rojas, terciopelo, lluvia a través de los cristales, suspiros, corazones apuñalados, manos entrelazadas, cupidos revoloteando, venganza, pasión.

Dice Platón que el enamoramiento es una enfermedad, una manía. Y, dejando momentáneamente de lado el sometimiento de género que se esconde detrás del amor romántico, cabe preguntarse: cuando somos “flechados”, ¿no nos ponemos un poco enfermos?, ¿nuestra sensibilidad no se exaspera?, ¿no escuchamos algún bolero? Finalmente, cuando estamos enamorados, ¿no somos todos un poco kitsch?


* Este texto de Esther Díaz sale a modo de adhesión del blog La otra a esta jornada de lucha para poner freno a la violencia machista: Ni una menos.

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