lunes, 13 de octubre de 2008

El cine de José Luis Guerin: En Construcción

Esta semana en nuestro ciclo de cine (Lambaré 873, sábado a las 19:00) proyectaremos el último largometraje de José Luis Guerin, En la ciudad de Sylvia, de quien anteriormente se conocieron en Buenos Aires sus películas Innisfree, Tren de sombras y En construcción. Sobre En construcción Nicolás Saad escribió para revista La otra n° 11 el siguiente texto:



Por Nicolás Saad

Primero, un breve prólogo: un barrio a principios del siglo pasado en clásicas imágenes de archivo, que parecen ir perdiendo objetividad documental –o la compostura– cuando la cámara deja las vistas descriptivas de la vida social para seguir los pasos de un marinero que se aleja tambaleándose, como un héroe del cine que hubiera recibido un disparo, o simplemente como un borracho. Entonces irrumpe el color, junto al violento taconeo de alguien que cruza el cuadro de derecha a izquierda en menos de un segundo. Bastan los primeros planos de la película para advertir que estamos ante un cineasta mayor. La cámara está puesta frente a un muro descascarado; en el ángulo superior derecho, una expresiva serie de nueve ojos pintados (tres filas de tres: parecen metáfora de algo, como si hubiesen sido concebidos para la película); abajo, en el suelo, palomas picoteando pan; y en la franja central de la pared, vacía, espacio para el título, y la inscripción: «Cosas vistas y oídas durante la construcción de un nuevo inmueble en ‘El Chino’, un barrio popular de Barcelona que nace y muere con el siglo». De pronto las palomas vuelan. El sonido gutural que producían, bajo y asordinado, es abruptamente sucedido por un potente aleteo múltiple. La imagen frontal del muro se monta con planos más cerrados, igualmente frontales, de un panel en el que se dibuja una perspectiva del proyecto arquitectónico que modificará el barrio. Los planos, de tamaños diversos, son atravesados diagonalmente por palomas y más palomas, en un montaje notable. La imagen frontal cruzada por movimientos diagonales será una constante en buena parte de la película.

Pero poco se dice de En construcción si se habla sólo de su concepción visual y sonora. José Luis Guerín, junto a un grupo de estudiantes de cine, se pasó tres años filmando una obra, con paciencia y sabiduría, y fue capaz de encontrar unos personajes asombrosos. Entre los vecinos destaca un ex marino que tiene algo de viejo cascarrabias y algo de profesor chiflado, viajó por medio mundo, anda siempre con un gorro de turista y va por ahí tratando de vender objetos curiosos que recolecta. Entre los obreros, un marroquí parlanchín fervientemente marxista que tiene la melancolía de un poeta. Si fueran personajes de ficción, a ambos les sobrarían atributos. Es concebible un poeta marxista, un poeta marroquí, un marroquí marxista; las tres cosas juntas sólo se obtienen de la realidad. Y lo mismo con el viejo. En esta película los hallazgos formales se combinan con los hallazgos de personas memorables, como si eso fuera lo más fácil del mundo.

Entre los obreros y los vecinos se produce en un caso un cruce vibrante. Un joven encofrador y una chica que sale a colgar la ropa al balcón de enfrente se miran, se sonríen, conversan, se enamoran. El romance está tan logrado, las sonrisas, los pequeños celos, todo eso es tan perfecto, que uno no sabe ya qué pensar. Aquí, como en otras zonas de la película, es evidente la puesta en escena. Sin embargo la sensación de verdad que se transmite es indiscutible. Para terciar en el debate que se originó acerca del género, Guerín dijo que hizo una película “de naturaleza documental”. No hay un solo diálogo escrito; y los diálogos, plagados de humor, sensibilidad y sabiduría popular de distinto calibre, están entre lo mejor que se haya oído últimamente. Por ejemplo los comentarios de los vecinos perplejos ante la aparición de unas tumbas romanas. O esa noche en la que el vasco y el marroquí levantan una pared (¿tienen que trabajar de noche –no lo parece– o se trata de una decisión más de la puesta en escena?), y mantienen una de esas charlas que sólo pueden darse en un tiempo robado, en soledad, cuando la gente duerme, y que quedan flotando en la memoria.

En la narración de este largo proceso, arte del tiempo a pequeña y gran escala, más que identificación con los personajes lo que se da es un encariñamiento, una cercanía: como en un campamento, como en una temporada en otra parte, fuera del tiempo de la normalidad, que inevitablemente extrañaremos cuando se acabe. Quizá por eso, al final, cuando el edificio está casi terminado y una agente inmobiliaria lo muestra a distintas parejas burguesas, suena como una verdadera afrenta un comentario al pasar acerca de la ropa tendida en los balcones o el aspecto de los vecinos. Poco después, una nenita que va con sus padres a visitar un departamento saluda a un hombre que está en un balcón del edificio de enfrente, un tipo silencioso y de rostro indescifrable que se ha dejado ver aquí y allá durante la película, y ahora mira a otro lado, sin responder al saludo. La madre, para que la nena no se inquiete, le dice que el hombre no la vio. ¿Realmente no la vio, o evita saludarla? Ahí, en esos segundos de incertidumbre, está el clímax de la película. Y en la resolución, quizás, la clave de su naturaleza indiscernible.

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