por Lucho Rombolá *
Un gancho me contó que volvió a abrir sus puertas un boliche en Palermo. Le pregunté a dónde, en qué parte, quería saber. Y me respondió que en la avenida Santa Fe, a metros de la Plaza Italia. Me quedé inmóvil, alcé las cejas, estupefacto y abrí bien los ojos. Vuelve la cumbia al barrio, pensé. Pero le había errado fiero. Me había equivocado feo.
Ahora es otra la historieta. Se trata de un espacio de rock, al que sus dueños titularon Groove. Tocan bandas locales e internacionales, grupos de reggae, ska, punk y otras de esas movidas. Todo en el espacio en el que alguna vez funcionó New Metrópolis, el bailable más moderno de la movida tropical.
Recuerdo la primera vez que pise las baldosas grises del lugar. Los pibes no se animaban a ir, creían que los vagos iban todos enfierrados y que el clima era muy pesado. O por lo menos, eso dijo El Negro Dani, a modo de confesión. Pero yo quería ir como sea. Y fue El Chiky, nuestro líder terrenal, quien nos llevó a Guido y a mí a debutar en la bailanta.
Unas letras gigantes de colores fluorescentes anunciaban el show en la entrada. Esa noche tocaba Leo Mattioli y un grupo desconocido llamado Ganas de Amar. Había muchísima gente y estaba repleto de minas, fanáticas del León Santafesino, de esas que sienten sus canciones como propias y que lloran mientras lo ven cantar. De esas que les tiran sus bombachas y le gritan que les haga un hijo.
“Tin, tin, tin, tin, tin, tin, tin”, sonaba un ruido metálico entre la muchedumbre. Era el vendedor ambulante de vinos y cervezas, quien portaba entre sus manos un canasto repleto de bebidas, el cual colgaba de sus hombros. Al andar golpeaba las botellas con su destapador, para que los pibes sepan, de inmediato, que el problema de la sed podía ser curado, sin la necesidad de trasladarse hasta algún lugar de expendio.
Nosotros nos habíamos ubicado en el medio de la pista, por debajo de la bola de boliche y cerca de la barra lateral. Por ese lugar pasaba la gente que se daba una vueltita a ver qué onda. Pero yo estaba todavía fascinado y preferí plantarme a esperar cualquier cosa que pudiera suceder. Lo que pasó es que a un costado bailaba una piba de vincha y chomba Adidas color celeste. Tenía unas calzas negras que le apretaban el culo de sobremanera. No era de esas colas bien formadas, duras y trabajadas, sino de aquellas grandes, flácidas, que retumban al caminar. Podría decirse que era un buen culo de barrio. Y que me hizo calentar.
El instinto me movió hacia ella y me obligó a decirle “hola”. Fue ahí que me di cuenta que no sabía qué decir y que tenía menos chamuyo que Bernardo, el ayudante de El Zorro. Pero igual me la transé y se convirtió en mi primera victoria en el templo tropical del barrio de Palermo. También fue una lección de vida: aprendí que en la bailanta no hace falta hablar demasiado. Que una palabra de más puede arruinar a tu espíritu alzado. Y que a veces la mirada puede más que mil palabras. Igualmente, el beso duró poco. Creo que le apreté mucho el culo y que no le gustó.
Aquella noche fue el puntapié inicial para una serie de partidas interminables. Noches enteras de vino con Fanta y cumbia villera, el ritmo tropical que estaba de moda por ese entonces. Jornadas en las que uno se acercaba al entrepiso en el que actuaban las bailarinas y les arrojaba el buzo o la remera, para que ellas, diosas inalcanzables, hicieran lo que quieran. Algunas se vestían con la prenda y se movían hacia un lado y hacia el otro, para adelante y para atrás. Otras, más atrevidas, la frotaban entre sus piernas, como a una toalla, para luego devolverla a su conmovido dueño, quien olía su perfume y aspiraba el sudor.
Una vez tocaba Pibes Chorros en La Metro. La banda estaba en su momento de esplendor. Una marea de personas hacía pogo al ritmo de El Pibe Moco, un tema tribunero. “Porque tenemos aguante, si pintan los guantes, mejor que corrás. No reclamés tu bandera, por que esa se queda, la vamo´ a quemar”, rezaba la canción. Fue ahí que El Punga, como se apodaba el animador del grupo, lanzó una remera sobre el público, en la que estaba impresa su imagen. El efecto fue inmediato. Cientos de fanáticos se lanzaron sobre la presa, dispuestos a matar o morir para cazarla. Alzarse con la vestimenta, implicaba la gloria para muchos. Una especie de trofeo barrial, que guardaba respeto y admiración. Algunos de los pibes también participaban de la guerra. Como Uri, quien se veía colorado, transpirado, pero muy concentrado en no perder de vista su objetivo. De golpe, se desprendió a puños de la masa y corrió hacia nosotros, con un pedazo de tela en sus manos. Había conseguido un trozo de la remera, la parte del hombro, y nos lo quería mostrar. Sonreía. Y en su mirada, había cierto grado de satisfacción.
Miguelito recuerda la noche en que vio a un mamado vomitar desde el entrepiso. Era jueves, día en que la gente del palo asistía al baile, igual que en los domingos. El Fisura estaba dado vuelta, con la pera apoyada en la baranda amarilla y los brazos colgando. Tenía los ojos cerrados, pero la boca no. Una arcada fatal lo obligó a despedir una masa líquida y rojiza, mezcla de vino barato y fideos con tuco. La expulsión de su vientre se lanzó directo sobre la pista de baile, que se encontraba debajo. Hubo quienes lograron evitar la catarata hedionda. Pero otros sucumbieron ante lo inexorable. En seguida, el público se abrió y formó una ronda. Una especie de círculo creado para adorar al dios vómito. Los fieles se miraron, perplejos. Hasta que el espíritu de la cumbia los invadió. Y la religiosa música los impulsó a danzar, pero esta vez, alrededor de la deidad náusea.
Este llaverito era unas especie de premio consuelo que daban a la salida, en las noches en las que se habia anunciado el show de una banda y esa banda nunca llegaba. La gente se iba molesta y a la salida le regalaban ese famoso llaverito.
En esa época la entrada costaba 5 pesos, antes de las dos de la mañana. Después de ese horario, su valor aumentaba a ocho. Pero al adquirir cualquiera de las dos entradas, uno se hacía acreedor de un ticket gratis para el fin de semana siguiente. El problema era que algunos no podían ir dentro de siete días, por lo que se veían obligados a merodear en las cercanías e intentar venderlo a tres pesos. Con eso se aseguraban unas cervezas frías en cualquier kiosco de la zona.
Había veces en las que no teníamos plata para entrar y nos quedábamos enfrente, sentados en la peluquería de la calle Darregueyra, tomando un vino blanco Arizú frío. Desde allí podíamos ver todos los combates que se producían sobre la avenida. Como aquel entre dos pibas que se habían peleado por un novio, o algo así. Una de ellas era rubia, de ojos claros, y tenía el pelo rapado en los costados, además de un rodete. Vestía una campera de la selección argentina de fútbol y unas llantas Nike, naranja flúor. La otra, morocha, de piel trigueña, le decía que era una gata y que la iba a matar. La Rubia enseguida le dio una trompada en la boca y la tumbó al suelo. Desde arriba la empezó a patear y luego, se arrodilló para romperle la cara. Las amigas la arengaban y la invitaban a más. Justo al lado del boliche había un edificio, con una especie de vacío que rodeaba la entrada y que formaba parte del estacionamiento. Algo así como una acequia, ideal para arrojar a su rival. En eso estaba La Rubia, que arrastraba a la morocha, cuando irrumpió la policía y arruinó su plan. Hubo varios palazos. La Rubia se fue detenida.
El lugar está muy diferente ahora. No llega a 1700 la capacidad, cuando antes entraban cuatro lucas de personas. Sobre la pista en que los vagos compartían una jarra, los invitados comen sushi y beben champán. Hay promotoras de cerveza y un sector donde, unos periodistas, entrevistan a Bandana. Miro sobre el escenario y no veo a Damas Gratis ni a Metaguacha. Observo cómo un gordo barbudo de calzas corta la cinta inaugural. Grita. Dice que su banda va a salvar al rock mundial. Yo me pregunto quién me va a salvar a mí de tantos recuerdos.
* Lucho es conductor de Cumbia de la Pura, sábados a la medianoche por el aire de FM La Tribu, 88.7, www.cumbiadelapura.com.ar
Vos seguí escribiendo, dale. A lo mejor eso te "salva" de tantos recuerdos.
ResponderEliminarQ recuerdos... Yo tambien fui al menos una vez a la metro (Nueva Luna y Base Norteña) y fui solo, sin nadie... Yo solo, es que soy del interior... Volveria a ir pero ni siquiera sabia que rabrio y menos en forma de rock. Saludos
ResponderEliminarExcelente. Me encantó.
ResponderEliminarNace un Cucurto en la Otra.
No; nace un Lucho. Con un Cucurto basta y sobra. Y Lucho escribe mejor.
ResponderEliminarBuenísimo
ResponderEliminary ahora que lugar tenemos en Palermo para bailar música tropical??? alguien podría contestar. q mal . yo también fui a ese lugar una vez. estaba muy bueno!!! ahora ando x estos rumbos otra vez y quiero ir a bailar y me entero de esto!!! mal, muy mal heeeeeee
ResponderEliminarHola mary fue lo mejor de mi vida de jueves a domingos ahi q tristeza me da ojala vuelva la metro !!!! La mejor lejos
EliminarLa metro era grande cuando venía gary que recuerdos el conejo Miguel alendro unos monstruos esos días son inolvidables.
ResponderEliminarFaaaaa que recuerdos aquellos!!!! El boliche de mi adolescencia dónde mejor la pasaba ��
ResponderEliminarLa mejor bailanta
ResponderEliminarNadie se acuerda de los viernes cuando tocaba Grupo Aventura y cantaba el ahora super famoso Romeo Santos...todos los viernes...basta tengo ganas de llorar lcdll
ResponderEliminarHasta los lunes abria la Metro, muy pocos lo recuerdan, era rally de cumbia, y de la buena!! 🍻
ResponderEliminarDónde estaba metrópolis cerca de plaza Italia era no por la plaza era
ResponderEliminarQue lindo lugar era ese! Una vez fui y estaba tocando el grupo Almendrado?
ResponderEliminarSe acuerdan de ese grupo??