Pinceladas apresuradas sobre el cine de Raya Martin
por Eduardo Chinaski
A SHORT FILM ABOUT THE INDIO NACIONAL
Pocas veces somos realmente desplazados de nuestros cómodos lugares comunes: los que ejercemos la crítica, de algún modo u otro, los tenemos. Pero, ¿qué hacer cuando una obra artística se nos planta como un desafío a todas nuestras ideas preconcebidas? El cine de Raya Martin (26 años, nada más), se escapa de cualquier clasificación. Nunca había visto sus películas, no por prejuicio, sino por falta de oportunidades. Así que me apersoné este miércoles a la sala Lugones a adentrarme en el territorio incierto de este director filipino.
A short film about the indio nacional (soberbio poema cinematográfico, de sobria belleza interior), comienza con una larga escena, sin cortes, donde una mujer aborigen no puede dormir. Da vueltas y vueltas en la cama, angustiada. El marido se despierta y le cuenta un cuento, a medias real, a medias fantástico. Luego, el resto del film es un gran flashback sobre un mito fundacional sobre la Filipinas moderna: la revolución, que en el film de Raya Martin, está encarnada por Bernardo Carpio, un héroe asturiano al que los filipinos adoptaron. El flujo de imágenes mudas con intertítulos remite a los primeros tiempos del cine (esos tiempos a los que Noel Burch denomina -de forma bastante discutible- Modo de Representación Primitivo).
Así, las imágenes y sonidos (un piano que improvisa una melodía sombría) comienzan a llevarme a insólitas dimensiones en el espacio y el tiempo, y caigo en cuenta que ya no soy yo el que está mirando la película. Ingreso en un estado contemplativo, poético, abismado en un presente eterno, soy puro devenir (el relato podría durar horas o días -lo mismo da- y yo seguiría montado a horcajadas en la sucesión perfecta y armónica de sus planos). Ahora navego por el río del film: se suceden la Virgen María persiguiendo a un nativo (un Indio, como señala el título), el ensayo de una compañía de actores, un niño campanillero, un fraile arrojado al agua al grito de “¡Trescientos años!, la agonía de una niña, los planes de ataque de los kaputineros.
Fluyen a través de mí las fantasmales imágenes, y comprendo entonces que este film es un Aleph, una esfera sin bordes ni centro; y yo estoy ahí también, incluido. Vi entonces el inconcebible universo del cine pasando ante mis ojos: vi a Griffith, vi a Flaherty tratando de capturar al último esquimal, vi los fantasmas que se nos aparecen interpelándonos en los films de found footage, vi las voces espectrales que nos hablan desde el tiempo en The halfmooon files, vi al Murnau de Tabú (otro objeto inclasificable, con un pié en el documental, y otro en la ficción), vi El Reino de las Sombras que vaticinaba Máximo Gorki, vi la infancia y el porvenir del cine, simultáneamente. Vi también la unánime noche en que los espectros del cine nos devuelven a los terrores de la infancia. Y vi la música desangelada que acompaña la voz ausente de un pueblo sojuzgado. Y cuando el film concluye (allí donde debería empezar, permitiendo un fuera de campo inmenso), me despierto y advierto que soy las paralelas que se juntan. Soy el cero.
El rito arcaico ha terminado, salgo a la calle. Vuelvo a ser yo. Afuera, todo es mucho más gris.
AUTOHYSTORIA
El film comienza con un travelling sobre un hombre que camina por una barriada pobre de Filipinas. Diversas personas me habían advertido sobre el carácter difícil de esta película y sobre este plano en particular. Filmado con video analógico de baja resolución, este largo plano de más de media hora, me hace preguntarme sobre las capacidades perceptivas de quienes me previnieron acerca de este travelling. Realmente, yo lo disfruté mucho, sentí que caminaba con el personaje.
Luego, una plaza céntrica de Manila es circunvalada por el tráfico de la ciudad. La noche en Filipinas. Automóviles, ruido, sirenas, policía, gente, policía, más policía. La cámara aquí está quieta, y la imagen es de video de alta definición. Los minutos se suceden. En la sala, los resoplidos y expresiones de fastidio, aumentan. En el plano siguiente, dos hombres parecen ir presos y esposados (¿) en un patrullero policial. Sus rostros denotan miedo y desesperación. Yo comienzo a inquietarme, un vago terror comienza a apoderarse de mí. Presiento que esto no terminará bien. Algo terrible va a suceder de un momento a otro. Por lo que se puede percibir por ventanillas del auto, deduzco que el auto está dando vueltas en círculo, interminablemente. No hay palabras, sobran. Las imágenes hablan por sí solas.
El clima pesadillesco se profundiza con los planos siguientes. Los árboles. La luna, testigo de hechos horrendos. Un bosque abigarrado. Dos hombres cautivos. Una caminata eterna en la oscuridad. Contengo el aliento. Presiento lo peor, y Martin sabe eso. Llegan a lo que parece ser el claro de un bosque. Luego de lo que son unos minutos interminables, uno de los cautivos es ejecutado. El otro pretende escapar, pero su suerte está echada. Estos personajes parecen aludir a los hermanos Andrés y Procopio Bonifacio, ejecutados por las tropas de Emilio Aguinaldo, primer presidente de Filipinas. Lo inconexo de los diferentes planos realza el efecto de mal sueño. Es la pesadilla del colonialismo repetida ad infinitum, encarnada en este film de bucles sin fin, una cinta de Moebius que nos coloca en el laberinto sin centro del horror contemporáneo. La imagen final lo atestigua: la caballería americana, desfilando, presta entrar en combate. Y la agonía nunca parece terminar, de eso nos habla –entre otras cosas- Autohystoria. El plano final revela el germen de la enfermedad que se propagará a otras naciones, repitiendo el ciclo, con nuevas Guyanas, nuevas Filipinas, nuevos Irak. Y a nosotros nos queda contar desde el dolor, desde los cuerpos, con poesía oscura y luminosa a la vez, como Raya Martin.
Entre el Aleph y la unánime noche, Raya tiene giros borgeanos...
ResponderEliminarNo, el de los giros borgeanos es Eduardo. Raya es punk.
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