Ang isla sa dulo ng mundo
por oac
La oportunidad de ver en retrospectiva la obra de un cineasta que está en pleno desarrollo y que, a pesar de eso, ya tiene un corpus considerable (7 largos, 6 cortos y un episodio de un largo) es inmejorable para revisar las nociones con las que se encara el pensamiento del cine: qué es un autor, cómo se construye el concepto de una autoría, quién es específicamente el autor en cuestión, cómo se vincula un autor con el horizonte de expectativas de la época que lo recibe, cómo se inscribe en relación a la(s) tradición(es) cinematográfica(s), qué grado de innovación es capaz de asimilarse a partir de una teoría crítica previa, qué relaciones de tensión se establecen entre obra y teoría, cuál es el grado de prioridad que cada uno de estos elementos (obra y teoría crítica) se arroga y cuál de esos polos ha de prevalecer... Son cuestiones a la vez muy generales, la relaciones permanentes entre arte y pensamiento (desde que Platón diseñó una ciudad en la que los poetas no tenían cabida) y a la vez muy singulares (ya que toda la bibliografía acumulada a lo largo de siglos debería quedar en suspenso ante el reto que implica la existencia de una sola película). Lo que quiero decir es que en materia artística todo vuelve a empezar cada vez y el arte es traído al mundo siempre por primera vez, porque cada artista (venga Sören en mi ayuda, que la lengua se me añuda y se me turba la vista, pido al danés que me asista en una ocasión tan ruda) es a la vez él mismo y toda la especie.
Hago todas estas invocaciones en el párrafo inicial de una serie que pretende reseñar el comienzo de la RetroRaya, porque estas cosas me vuelven a la cabeza al ver por segunda vez La isla del fin del mundo de RM. En términos estrictos este es el primer largo de Martin, aunque no es su primera feature: porque se trata de un documental y porque está registrado en digital. Este engorro de formatos y soportes diversos que complican cualquier intento de fijar una obra es uno de los rasgos distintivos de la producción "cinematográfica" del siglo XXI. Y Raya Martin pertenece plena e inequívocamente a este siglo. Hay cineastas del nuevo siglo, como Lisandro Alonso, que sólo han filmado "películas" (largos de ficción en 35 mm); con Lucrecia Martel pasa algo parecido: tiene sus cortos, sus videos y sus programas de tv, pero el peso del reconocimiento autoral que logró en el plano internacional lo acaparan La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza. Alonso y Martel parecen cineastas en un sentido clásico, como pueden serlo Robert Bresson o Hou Hsiao Hisen. Raya, en cambio, empieza proliferando como un organismo anfibio -en la línea de Sokurov, el gran cineasta anfibio de las últimas décadas, como pueden haberlo sido antes, ya en los años 70, J. L. Godard o R. W. Fassbinder-. Porque Una película corta acerca del Indio Nacional (que se proyecta hoy en la Lugones) es su primera "feature", pero La isla del fin del mundo es su primer largo. Y todo indica que Raya está destinado a seguir siendo anfibio, que en su obra convivirán cortos, largos, videos, digitales, fílmicos, features, instalaciones, bonus, works in progress y obras con destino de anomalías como Possible lovers (por estas horas y por lo que dice su propio autor, una obra extraviada, destinada a vivir en la memoria de los pocos espectadores que la vimos, hasta que la "única copia" existente aparezca); y los historiadores del futuro tendrán que arreglárselas para ordenar tal proliferación.
Bueno, todo esto es un prólogo que hoy al menos se me ocurre necesario para decir que La isla del fin del mundo es el primer "algo" de Raya. Y que detrás de su apariencia tan frágil se trata de una obra con toda las de la ley. Martin la hizo cuando nadie esperaba nada de él, cuando su nombre no decía nada al mundo del cine. Es su irrupción en el bazar, y al hacerla sólo cuenta con su propia voluntad autoral. Es un film (convengamos en usar esta palabra de un modo amplio) muy libre, por estas mismas razones. Rodado en digital, con esa tosquedad de la imagen digital que cineastas "clásicos" (como Lisandro Alonso) deploran; otros cineastas no clásicos (Sokurov, Martin) encaran esta reputación dudosa de la imagen low fi como una materia que permitirá desarrollar una nueva elegancia, una belleza ciertamente distinta de la que reclaman los fundamentalistas del celuloide. La imagen digital se compensa de modo automático, según reacciones involuntarias que responden a las ciencias del caos: cuando la cámara reencuadra a un sujeto con fondo de cielo (esto pasa muchas veces en La isla del fin del mundo) la luminosidad y el contraste cambian de modo abrupto e inevitable. Eso nunca pasa en el noble celuloide. Esa fluctuación, que un fotógrafo formado en los rigores del cinematógrafo considera aberrante, es tratada con una graciosa ligereza por el camarógrafo-iluminador-entrevistador-director Raya (que a los 19 años, cuando hizo este primer largo, cumplía todas estas funciones). El documental que está realizando hace gala de una precariedad que ha sido contagiada por la precariedad de la vida en la isla de Itbayat.
La isla del fin del mundo (voy a seguir escribiendo sobre este film para el dossier que se publicará en La otra 24) es un fresco descriptivo de la vida en Itbayat, una isla perdida en el fin del mundo, un lugar al que el correo llega tres veces por mes. Sobre el objeto descripto se recorta la sombra del realizador y esa mirada personal aleja defintivamente a esta obra de cualquier intento de cine antropológico. Como prometedor anticipo de lo que vendrá, cada uno de los retratos que Raya realiza en la isla (en la biblioteca, el hospital, la ambulancia, la iglesia, en las barcas de los pescadores) se ve intersectado por pequeños momentos líricos que apenas levantan vuelo son abruptamente cortados. Son micro-licencias que anuncian el alma de un poeta de la imagen que se permite asomar por unos pocos segundos. Los que no estuvieron ayer en la Lugones ahora deberán esperar para ver esta pequeña maravilla.
Y esto es todo lo que voy a decir por ahora, cosas escritas de un tirón, aunque no estoy seguro de que más adelante lo pueda decir mejor. No ignoro que todo el mundo por estas horas está extasiado con el milagro de Diego Armando Maradona y su magia inagotable. Yo también estoy muy contento por Diego y por la nueva frustración de sus detractores, ojalá nos dure. Pero en realidad estoy más en esta RetroRaya que en otra cosa y quiero que me perdonen en este día los muertos de mi felicidad.
Si tienen alguna posibilidad de ir hoy por la Lugones a ver Una película corta acerca del Indio Nacional, no la dejen escapar, porque después no van a verla en Direct TV, ni en Cablevisión/Multicanal, ni en Telefé, ni en el Hoyts Abasto, hasta quién sabe cuándo.
Ecelente lo que decís Oscar: esta película la ví mientras se estaba jugando ayer el Mundial. Había muy pocas personas. La gran mayoría los jubilados que están habituamente a esa hora. No sé si siempre les siguen cobrando unas monedas por una gavela municipal. Una lástima pero no era posible evitarlo pues no se sabía que iba a estar este partido a esa hora. A mi me gustan estos documentales aun con ciertos defectos que algunos no toleran, porque yo atiendo a otra cosa y quería ver los primeros pasos de este realizador tan interesante. Supongo que estará asombrado de tener tantos admiradores acá, en el confín del mundo.
ResponderEliminarMuy buenas estas notas Gracias. Martha