sábado, 12 de febrero de 2011

Egipto, febrero 2011


por Daniel Cholakian

Hace una semana con Oscar dejamos correr unas preguntas para estructurar una conversación. Lo que pretendíamos entonces era analizar los hechos que aún insisto en caracterizar como una revuelta popular en proceso cuyo final, a esta hora, viernes 11 de febrero a las 19:30, es difícil de predecir.

Los dieciocho días de presencia masiva en las calles constituyen un hecho inusitado en la historia de Egipto y también un movimiento que adquiere una entidad propia. El pueblo movilizado, en su mayoría jóvenes, no volverá a sus casas solo con la renuncia de Mubarak, por más promesas de democratización a seis meses vista que haga el ejército, ahora en el gobierno. La democratización profunda de la sociedad requiere otros cambios en Egipto. La movilización popular no solo impugnó a Mubarak sino un ordenamiento social cuyos actores han estado, en mayor medida, regulados, contenidos, sostenidos o auspiciados por el régimen autocrático .

Lo que viene es una incógnita, pero también un proceso histórico que implicará cambios, más allá de la apertura política a todos los partidos en las elecciones de septiembre. El ejército, que como institución asume el control del gobierno, tiene un desafío muy grande ante sí: desarticular el proceso de movilización y reclamos, y cambiar algunas cosas sin modificar las condiciones esenciales del acuerdo con EEUU que lo sostiene en el poder. Todo ello sin reprimir violentamente a los nuevos activistas políticos. Si estos grupos se mantienen movilizados, desplazándose del centro del Cairo a los barrios y hacia las ciudades del interior, profundizando las discusiones y organizando asambleas y comités, la construcción política puede devenir en una de otro tenor, mucho más cercano a lo que solemos mencionar como revolución.

Una de las preguntas claves es: ¿cuál es la diferencia entre Mubarak y el ejército como garantes de una transición? El ex presidente es ahora, para todos, un dictador. No lo era hace apenas un mes. Todos adulaban a un hombre que podía conservar el “equilibrio” en relación con el conflicto palestino israelí, y que sostenía relaciones maduras con la potencia occidental. El ejército ha sido, como en toda la historia del Egipto moderno, un sostén fundamental del régimen. La mayor parte de la ayuda de cerca de 1300 millones de dólares que recibe el país desde EEUU, es manejada por las fuerzas armadas. ¿Serán estos, entonces, los que produzcan transformaciones políticas, económicas y sociales que, tal como todo parece indicar, demandan los grupos movilizados? En lo personal creo que si se profundizan las demandas, el ejército apelará a la represión. Lo que acelerará procesos internos impredecibles, y renovará (para mal) el discurso norteamericano sobre los ahora adorados “jóvenes de la plaza Tahrir”.

Se podría resumir el interés de EEUU en Egipto concentrándose en algunos puntos esenciales. Egipto tiene una ubicación clave, por constituir una salida del petróleo del golfo Pérsico hacia Occidente a través del canal de Suez (Nasser, líder histórico del nacionalismo árabe había nacionalizado la vía navegable construida y explotada por los británicos). Por ella articula entre el Magreb, los países árabes del norte de África y los países de Asia Occidental, conservando un rol de líder regional importante. El laicismo tradicional de sus órganos de gobierno supone un freno a los modelos religiosos, más mentados que reales, que EEUU teme que se impongan en la región. Pero, por sobre todo, es el principal sostén de la no intervención árabe frente al estado de Israel. Egipto fue el primer país árabe en reconocer a aquel y es su principal aliado en al región (ambos constituyen el uno-dos de los países que reciben mayor asistencia económica directa por parte de EEUU).

El ejército deberá garantizar al menos el mantenimiento del control de estas situaciones claves. Si las manifestaciones se focalizan en trabajo, asistencia social y menores dificultades de acceso a los alimentos, probablemente pueda capear el temporal. Si se sofistica el tipo de demanda, seguramente le será mucho más difícil mantener el orden interno. Y si bien el ejército puede aun ser respetado por su historia en las luchas por la independencia –relativamente recientes–, no es menos cierto que las fuerzas armadas son parte esencial del régimen impugnado.

Pero también son claramente impugnados otros actores políticos, puestos en el centro de la escena por la mayoría de los medios y los analistas. Especialmente los Hermanos musulmanes. Expuestos como amenaza, como el terror detrás de los hechos hasta hace apenas una semana, hoy mismo declaran, como si ellos hubieran sido actores centrales en las revueltas, que lo acontecido representa un triunfo para el pueblo, y que da lugar a una nueva etapa. Los jóvenes de la plaza desacreditan la participación de la Hermandad musulmana en el comienzo de los hechos, y los consideran parte de un sistema institucional cristalizado en Egipto en los últimos treinta años.

Finalmente, no puede menospreciarse lo que todavía está ocurriendo en Túnez y lo que pueda ocurrir en otros países (en lo personal, prestaría atención a Marruecos). Porque también de estos movimientos puede surgir un nuevo momento regional, asociado a cierta potencia de crecimiento económico autónomo (especialmente si el petróleo puede vendérsele a los chinos), los cambios en el régimen de dominación internacional (del cual América Latina es un ejemplo) y las condiciones políticas novedosas. De este contexto también podrá surgir un nuevo tiempo político en cada país, al tiempo que se constituyen alianzas regionales.

Claramente la renuncia de Mubarak no es el comienzo del fin de este estado de revuelta política en Egipto, sino un momento de la pugna entre un poder instituido, más regulado por la política internacional que por la interna, y una parte del pueblo que comprendió que pudo expulsar un régimen corrupto y autocrático y que, para muchos de sus participantes, puede ir por más. Tal vez, inclusive, por todo.

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