Hace pocos días hablábamos de tipos sensibles y heridos en un intercambio que tuvimos por acá con Lucás Carrasco, a propósito de su visita el otro domingo a La Tribu (acompañado por Esteban Schmidt). Ahora se da el caso de que hoy viene el escritor Pablo Ramos a Patologías Culturales (Sábado a las 17.00 hs., www.fmlatribu.com, FM 88.7). Así que me pareció interesante reproducir este texto que Pablo subió hace pocos días a su blog.
La realidad de mi ficción
por Pablo Ramos
Muchas veces pienso que escribir me rescató de la peor soledad, de esa soledad que yo tenía pero en la cual yo no me tenía. A ver… rescató mi compañía, me rescató a mí como compañía propia, como compañía de mí mismo.
Durante mucho tiempo viví en una soledad abrumadora, triste, patética, lastimera, esa de los primeros tiempos de divorciado que a mí me duró muchos años, porque las cosas se me complicaron un poco (la taba en esa época parecía cargada, y caía siempre del lado perdedor). Tenía dos ex-mujeres que habían convertido a mis hijos en ex-hijos, también. Vivía lleno de rencor. No podía ver a mis hijos porque la falta de trabajo me impedía pagar y de la misma manera que sin dinero no hay amor, sin dinero no hay hijos. La falta de trabajo, en el lugar que yo nací, acarrea la falta de dinero que acarrea la falta de un lugar decente donde dormir y comer un plato de algo caliente que acarrea las ganas de volarse la cabeza con una 45 o con veinte gramos de lo que sea o con el culo de una prostituta gorda que sólo pida caricia de amor y nos haga un lugar entre sus enormes tetas. El resultado de todo eso: yo
Y la solución que se me ocurrió fue peor que el problema mismo: resentirme, y entonces fui alimentando el sentimiento de fracaso, poniéndole rama tras rama a esa hoguera de lástima sobre mí mismo hasta el punto de perder aún más de lo que había perdido. Al punto de perder la fe en mí.
Eso, como dije, duró mucho. Quince años, para ser exactos. Soportados básicamente con alcohol, y a veces con otras cosas.
Hubo un día, como siempre hay un día en la vida de un hombre, en que me crucé con un ángel, en el pabellón de ingreso de esa cárcel de Caseros: el viejo Mario C. que hacía una semana me tenía medio obligado a asistir a las reuniones de A.A. que organizaba él, por su cuenta, sin ayuda externa de esa institución ni de nadie. El también me había dado, dos semanas atrás, las fotocopias de El que tiene sed (novela de Abelardo Castillo), y de Don Juan de la Casa Blanca (Novela corta de Liliana Heker) diciéndome que leyera para entender de qué se trataba el dolor que hay en las dos orillas de nuestro problema.
−¿De pasársela preso? –le pregunté.
−No, querido, de pasársela drogado, o borracho.
Yo le tenía respeto a Mario C., todo el mundo se lo tenía. Y luego de leer y de escucharlo una que otra vez me decidí y junté mi primera semana sin drogas ni alcohol, ahí adentro: en la cárcel. Por él, como para que sintiera, no sé, orgullo de mí. Hasta que una noche en que me sentía desesperado, claustrofóbico, me sentí también desamparado por él. Yo lo tenía loco, le ocupaba más de su tiempo que cualquiera. Pensaba que decir toda la perorata de mis sentimientos era lo que me iba a ayudar a estar mejor, o al menos, a pasar el tiempo más rápido. Y estaba meta hablarle desde mi celda al silencio oscuro del pasillo, donde a él lo dejaban estar para que escuchara las confesiones de los que estábamos más necesitados, cuando, harto de mis lamentos, me dijo las palabras mágicas:
–¿Y porqué no lo escribís?
Recuerdo que primero me enojé, porque tanto me había insistido para que le contara (a él y al grupo de ayuda que dirigía él) lo que me andaba pasando y ¿ahora me decía que lo escriba? ¿Llevaba recién una semana sobrio y ya se había hinchado las pelotas de mí? Algo así le dije, pero creo que con palabras más fuertes. Y el viejo largó una risita, dos toses secas de tabaco y me lo dijo otra vez, pero de otra manera:
−Escirbimeló, no seas boludo –me dijo−, que yo lo leo. Hablando sos insoportable, y yo no soy tu vieja para quedarme acá aguantando tu lloriqueos de auto-compasión.
Y no es que me puse a escribir enseguida. Pero la puñalada se fue infestando, y tiempo después, en circunstancias distintas pero parecidas, me compré la máquina de escribir.
Fue con el primer sueldo, dos meses después de haber salido de la cárcel. Llegué a la pensión de noche y recuerdo con cuánta ilusión la abrí. Recuerdo exactamente la manera en que puse la hoja, esa primera hoja, de un block que había venido de regalo junto con la máquina, amarillenta, gruesa, áspera. Preciosa. La máquina era nueva, de esas de plástico y hojalata que se siguen haciendo en china (se seguían, acaban de cerrar la última fábrica). Y no me iba a durar mucho tiempo. A esa primera máquina no le andaba el número seis, por eso hoy les saco a mis máquinas de escribir el número seis. También a los teclados de PC que uso a veces para escribir y siempre para corregir mis textos.
Creo que esa noche no escribí nada, de eso sí que no me acuerdo, pero podría decir que no escribí nada. Pero fue nomás poner la hoja en la máquina y saber que yo podía, en esa pieza de pensión y a partir de ese momento, hacer lo que quisiera en esa hoja, podía ser quien quisiera, podía odiar mucho más a los que odiaba, podía amar mucho más a los que amaba, podía triunfar en el odio y en el amor. Podía escribir sobre la realidad y modificarla en todos los lugares en que no me gusta, o en los lugares en que me sentía traicionado por ella. Podía usar la imaginación de esa manera que me parece a mí más refinada que la de inventar monstruos y magos o copiar y pegar de un blog o de otros libros: la imaginación que se afina para perforar la superficie de las cosas, esa imaginación. Que enfrenta el desafío mayor de, ahora sí, recortar y reinventar esos espacios de tiempo que separaban dos momentos de la vida que deberían haber estado juntos. Que inventa contexto y recién luego se convierte en texto. Coser, bordar, unir, el texto y mi vida. El texto: mi vida. Hacer de esa realidad una nueva realidad. Y crear un personaje que se separe de mí y viva en esa nueva realidad y que sea también mi compañía. Cuando pude animarme a hacerlo encendí la llama de otra hoguera.
Fue un principio, muy primario, muy imperfecto, y eso también lo superé. Tiempo después me di cuenta de que, más que el personaje, la historia era mi compañía. Y me dediqué a verlo de esa manera hasta que también lo superé, con el tiempo. Y más tiempo, y más tiempo. Y lo que me pasa ahora es que siento que el lenguaje escrito es mi compañía. Que escribir una palabra tras otra aventurándome en una nueva manera de concebir el lenguaje es lo que necesito para que crezca mi dignidad, para que, poco a poco, vaya naciendo un verdadero Pablo, más real, más noble, más valioso. Necesito escribir, cada vez, como si nunca hubiera escrito. Eso se puede ver en mis cinco libros publicados y se va a ver en un sexto y un séptimo, cuando edite las historias que acabo de terminar. Y espero se vea siempre. Creo que el día que no pueda encontrar una nueva manera de contar, un nuevo lenguaje que me haga compañía, que sea mi aventura y mi compañía al mismo tiempo, creo que ese día sin lugar a dudas voy a dejar de escribir para finalmente hacer eso que tanto me gusta y que me sale tan mal que es tocar la trompeta.
Con respecto a la juventud, a la estética, a la experimentación, al estilo creo que son, si no tienen el contexto de la necesidad espiritual de quien escribe, sólo palabras. Sólo masitas para la hora del té. En palabras de un perro viejo:
Alguna gente es joven
Y nada más
Alguna gente es vieja
Y nada más
En el medio están los otros
Buenísimo!!
ResponderEliminarestoy buscando La Otra donde salió un articulo sobre el. Siempre lo recuerdo..Cuando se cierran las puertas, hay que salir por las cerraduras, por donde sea!!
gracias!
Número 22.
ResponderEliminares una bestia. Qué bien escribe.
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