Django sin cadenas
El Tarantino político de sus últimas dos películas es un cineasta consumado, capaz de sostener sus rasgos de autor más personales, en un medio en el que casi todos los directores tienden a borrar sus huellas y a parecerse a cualquier otro. Y da otra vuelta de tuerca: ya no se limita a celebrar los productos obsolescentes de la cultura pop, gesto que él mismo puso de moda a principios de los 90 y que hoy se volvió un síntoma de alienación contemporánea. Ahora Tarantino pone en la mira las prácticas sociales que hacen posibles tal tipo de consumo cultural, tal clase de películas y tal especie de espectadores. Tarantino se mete con el espectador mainstream, con su morbo, su adicción a la violencia y su medianía despótica, su atención fluctuante y su afasia, su embotamiento sensorial, sus prejuicios raciales y su chauvinismo. El director no denigra a su espectador ni lo complace, sino que hace algo más interesante: le exige un poco más.
Las referencias de rigor a los géneros cinematográficos, las citas de películas y los homenajes a cineastas subvalorados están, pero son una trampa caza-bobos. Porque en el fondo Django sin cadenas tiene poco y nada que ver con el western, con el spaghetti y con el blaxploitation, que apenas funcionan como texturas de las que el autor se vale, como lienzos sobre los que dibuja sus propios trazos, inconfundibles con los de Leone, Corbucci, Fleischer, e incluso con sus contemporáneos Johnnie To o John Woo. Lo mismo pasa con el tópico de la venganza: es un ideologema con el que Tarantino lleva a cabo una operación más compleja, la de desencubrir la posición del espectador que goza con la representación de la violencia. La distancia que separa a Tarantino de los vengadores anónimos y de los Dirty Harry, incluso de la versión más estilizada de Clint Eastwood en Unforgiven, es tan grande que exige a los críticos aguzar sus conceptos. Subsumir sus películas en la clase genérica del cine de le venganza (prácticamente todo el cine de Hollywood) es perder de vista su singularidad.
El estúpido juego de guiños para el público "iniciado", cuya iniciación consiste en haber perdido demasiadas tardes frente al Cine de Superacción, en descargar un montón de películas y verlas de manera atolondrada, o apenas en hacer un curso acelerado de cultura pop a través de Wikipedia o de los blogs correctos, parece desplazar hacia el olvido la necesidad de pensar cada obra (y cada producto industrial, si uno tiene tiempo y ganas) en su inquietante singularidad, en lugar de despedazarla en una multiplicidad de referencias reconocidas.
En Bastardos sin gloria y en Django sin cadenas Tarantino introduce la historia en su dispositivo: no simplemente los mil y un relatos producidos por la industria cultural, sino la historia de su país y de su época; y la historia del cine también, pero siempre que se tome la precaución de ubicarla en un marco histórico extracinematográfico. De manera que ya no es suficiente constatar las referencias intertextuales, que todavía abundan, por supuesto, pero que son apenas el punto de partida del desciframiento que nos propone. Ahora también es preciso preguntarse por las relaciones no lineales entre ficción e historia. No sirve suponer que en Bastardos sin gloria Tarantino reescribe el final del nazismo en clave de una fantasía super-vengadora que va más allá de la derrota militar de los alemanes, o que en Django sin cadenas el fin de la esclavitud en los EEUU se consagra con una figura resarcitoria que pone al Otro (el nigger) en el lugar del héroe vengador, para devolverle al opresor cada agravio cometido contra el oprimido. Si Bastardos.. y Django... se valen de la historia es porque a la vez renuncian a representarla. No habrán existido esclavos como Django (Jamie Fox), que al ser liberados rápidamente aprendieran a leer, se volvieran expertos tiradores o usaran elegantes anteojos de sol (es sorprendente que un crítico prestigioso como Jonathan Rosenbaum sea capaz de un literalismo tan elemental). Esa lectura en clave realista en Tarantino es impertinente e imposible. Las citas cinéfilas y las referencias icónicas no están para ser reconocidas en el juego banal de la trivia de los eruditos de la cultura baja (ni alta, ni de ninguna otra especie de erudición), sino que tienen la propiedad de poner en suspenso toda pretensión realista y de hacer aparecer la función constitutiva de la mirada en la experiencia cinematográfica. No existe el cine sin la mirada. Y la mirada nunca es solo una esencia arquetípica intemporal, sino una mirada situada históricamente.
El último Tarantino, el de Bastardos sin gloria y Django sin cadenas, se volvió político no porque trate temas históricos, sino porque politiza el acto de mirar, justo aquel en el que descubre a su propio espectador. Y la venganza y la violencia aparecen ahora mediadas por una mirada a la que Tarantino filma: como la de la jerarquía nazi que, en el cine en el que va a arder, se regocija puerilmente en la representación de la violencia chauvinista en la pantalla. Como se regocijan tantos espectadores norteamericanos y de otros países, el público que Tarantino comparte con los mamotretos fascistas como Zero Dark Thirty (después de todo, él sólo hace una película cada dos o tres años y su público sigue todas las semanas moldeando su mirada por lo que le ofrece la industria de la distracción). Como el gran final de Bastardos... transcurre en una sala de cine, sería poco preciso reducirlo a la historia de la venganza de las víctimas judías contra los nazis: hace falta reparar en la locación en la que todo sucede.
En Django sin cadenas la relación entre spaghetti, blaxploitation e historia de la esclavitud en los Estados Unidos no se presta tampoco a lecturas lineales. La mera inversión del esquema "good guy / bad guy” (esclavo negro oprimido / villano blanco opresor) se ve impedida por la presencia de un tercero en discordia (1), el dentista King Schultz, un cazador de recompensas alemán con móviles humanistas, o sea: un elemento altamente improbable en el escenario de cualquier western, clásico o spaghetti. Más bien una incrustación propiamente tarantinesca en la superficie del género y una transpoción del Coronel Hans Landa que el mismo actor, Christoph Waltz, encarnaba en Bastardos sin gloria. El extraordinario Christoph Waltz pasa a ser así el elemento emblemático del giro político de Tarantino: portador de la palabra en todas sus inflexiones, como exhortación, como negociación, como pacto de lealtad, como maniobra distractiva y en los innumerables matices de la ironía. Pero en Django... el King Schultz de Waltz es todavía algo más: el que no puede mirar cómo se destroza a un hombre:
- Su amigo no soporta ver como los perros matan a un hombre, ¿usted sí?- le pregunta el aboninable terrateniente Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) a Django.
- Es que yo ya estoy acostumbrado a los norteamericanos y él no- responde Django.
Candie es un esclavista despiadado, de una codicia solo superada por el sadismo con que goza del espectáculo de dos negros luchando cuerpo a cuerpo hasta matarse. Hay una sexualidad tortuosa en el personaje de Di Caprio, de un homoerotismo apenas tapado, que se excita ante la carne negra lacerada de sus mandingos. Ese personaje es el portador de las conductas del espectador de cine al que Tarantino pone en cuestión. Es notable que los climax de violencia que arrebatan de goce a Candie sean sustraídos a la cámara, en una apuesta al fuera de campo que el cine americano actual parece querer abolir. Pensar que el director pone en escena la enésima versión del ojo por ojo es haber visto otra película.
Por si no quedó claro todavía: Django sin cadenas es una obra maestra, el fruto de un dramaturgo desencadenado, una fiesta de la palabra como portadora del drama, un derroche de la imagen significante y un reto al espectador.
(1) Hay un cuarto en discordia y en disonancia también, el repulsivo Stephen que encarna Samuel Jackson, que tanto inquietó a la corrección política norteamericana, del que hablaremos en otra oportunidad).
(continúa en La otra 28, ojo, en papel...)
Che, qué buena crítica.
ResponderEliminarestoy sin computadora en casa. mañana leo la nota con más atención. tengo muchas ganas de ver la peli. ayer vimos Linconl. me gustó. está buena. la viste?
ResponderEliminarya tengo computadora :)
ResponderEliminarmuy buena crítica. espero poder verla la semana que viene. no me dijiste si viste Lincoln.
Vi Lincoln. Para mí es un 4,5 sobre 10.
ResponderEliminarPero la que es 10/10 es La chica del sur, la argentna de José Luis García.
ResponderEliminarpensé que te iba a gustar por la forma en la que retrata la política...
ResponderEliminarBueno, eso de que la política es negociación es algo sabido, nos asombra que Spielberg lo admita respecto de Lincoln. De todas maneras, más allá de que pueda estar de acuerdo con eso, la película es estirada, académica y ñoña. Hollywood la llena de nominaciones porque se presenta como unas película de tema "importante" de un director "importante". Todo con comillas.
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