De memorias y de olvidos. Reflexiones en torno a dos películas actuales.
por Guillermo Colantonio
La historia es conocida. Luego de una edición del festival de Cannes, Wim Wenders sostuvo que había que mejorar las imágenes del mundo. En su película, Tokio Ga (1985) aparece Herzog y dice algo más o menos así: “ya no existe ningún lugar en el mundo donde se pueda producir una imagen”. Del primero se sabe que desistió hace tiempo; el segundo, radicalizó el planteo con La salvaje y azul lejanía (2005) y llevó su desconfianza con respecto al planeta tierra, un lugar inhabitable, al límite. Más allá de la anécdota puntual, puede ser un punto de vista posible para pensar cómo se redefine el estatuto de una imagen en el cine contemporáneo y si ya es posible ver algo distinto.
Todo esto pensaba a propósito de dos películas recientemente estrenadas en nuestro país luego de obtener reconocimientos en festivales y de ser prácticamente celebradas por la crítica en forma unánime. Me refiero a Tabú (2012) de Miguel Gomes y a Lazos perversos (2013) de Park Chan-wook, dos universos distantes pero ligados en un punto: la lectura de la tradición. Más allá del consenso generalizado que cada uno podrá seguir en los comentarios que se hicieron en diversos blogs, me interesa detenerme en esta idea, es decir, el modo en que cada cineasta da cuenta de un legado, qué se pretende recuperar del mismo y con qué clase de imágenes, porque ahí radica el gesto político de sus filmes, lo que Pascal Bonitzer llamaría “su objeto de lucha”.
En el caso del coreano, no cabe duda de que su arte es una especie de seducción manierista fundada sobre una suerte de montaje virtuoso. Varios críticos quedaron rendidos en bloque ante el ejercicio estético del realizador, lo cual es entendible, tal vez potenciados por la parquedad de los estrenos semanales o por una suerte de consagración hacia lo exótico. La mayoría ha recalcado también la relación con La sombra de una duda (1943) de Hitchcock, con la discutible ventaja de que hoy hay imágenes que se pueden mostrar sin concesiones. Debo decir que la diferencia entre una y otra película para mí queda resuelta en una escena del maestro inglés, cuando la cámara se acerca lentamente hacia la mitad del rostro de Joseph Cotten (el tío Charlie) mientras expone su teoría sobre las viudas ricachonas. El sentido de la película en relación con la duda y toda la carga de ambigüedad se concentra en esa mirada. No encuentro, en cambio, un solo plano donde el personaje homólogo de Lazos perversos, no parezca un holograma digno de la factoría Lucas, una figura pintada de cartón, fría, previsible y sin vida. Si como dice Deleuze “el lenguaje es un sistema de mandatos” y vivimos en una “trama de ideas que actúan como consignas” (y el cine es un lenguaje que pasea a los espectadores), una invita a recorrer el plano, a mirar; la otra aporta fugacidad, velocidad publicitaria, heredera de un sistema cultural fetichista, con signos a disposición del consumo personal burgués (ropa llamativa, autos lujosos, objetos ornamentales). Aquí radica la clave para entender, tal vez, la naturaleza de las imágenes que propone el director coreano, un culto a lo sensorial antes que una visión de mundo, la repetición de un mecanismo de desrealización narcótica propia del mainstream (a propósito, llama la atención la cantidad de alusiones sobre su desembarco en Hollywood) o una lección técnica que simula importancia. En este rumbo, las imágenes explotan en un fragmentarismo visto infinidad de veces y el reciclado, por momentos seductor, en todo caso, si no provoca un placer inmediato, agota.
Tabú ofrece, en cambio, un programa estético destinado a salvar una etapa crucial de la historia del cine y que muchos ya consideran extinta. El film revitaliza una forma que se cree muerta y lo hace con amor (contando una historia de amor). Su gesto político es hacerse cargo de esa tradición, considerarla una lengua viva, recuperar sus procedimientos pero sin perder de vista el presente, es decir, en un mundo saturado de imágenes prefabricadas es posible aún actualizar un imaginario para ser redescubierto. La ligazón con el pasado no es sólo referencial (Flaherty y Murnau) sino formal. Desde el prólogo, los personajes gesticulan y las palabras ceden el terreno a las imágenes progresivamente. La escena de Doña Pilar, sola, en una sala de cine, es todo un síntoma de la desaparición de un espacio social, un paraíso perdido tal como reza el título de la primera parte. En cambio, la oscuridad es reemplazada en el segundo tramo por el verdadero paraíso, el territorio del cine silente, un campo de claridad fotográfica y de absoluta libertad donde la música (atemporal, como en los grandes filmes) y las diversas capas de sonidos ponen el acento en la potencialidad de una película que no necesita de las palabras indefectiblemente. En esta revitalización se devela el camino del portugués a contrapelo de directores como Chan-wook, y es un ejercicio que acentúa una mirada ética en relación a cómo valorar el legado inestimable de ese momento donde se gestó el lenguaje cinematográfico. Mientras uno recupera una memoria cinéfila para volver a pensar el pasado, el otro, más cerca de una memoria de tipo informática, “permite olvidar todo haciendo creer que se recuerda”, como diría Godard.
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