miércoles, 5 de junio de 2013

La conversión


por Julieta Eme

Me convirtieron en 2007, cuando tenía 33 años. Me convirtió un vampiro muy viejo y desagradable. La conversión fue tan espantosa como pensé que sería.

Vivía sola en un departamento de dos ambientes. Mis padres habían fallecido cuatro años atrás. No tenía hermanos ni hermanas. Sólo una tía, hermana de mi madre, que vivía en una casa en la Provincia y a la que veía muy poco.

El vampiro se presentó una noche de octubre. Yo ya estaba acostada. Tenía un olor fuerte e inmundo. Su rostro estaba prácticamente desfigurado. Su piel colgaba por toda su cara. Me dijo que por fin había llegado el momento que esperaba y que no tuviera miedo. Se sentó en el borde de mi cama. Me tomó con fuerza de los brazos, me atrajo hacia él y me mordió el cuello. Cuando era más joven, solía clavarme las uñas en el cuello. Clavaba las uñas del dedo índice y el mayor. Presionaba con fuerza. Quería aprender a tolerar el dolor que vendría (o que deseaba que viniera). Pero nada podría haberme anticipado el dolor de sus colmillos perforando mi carne, a excepción quizás de un punzón o un fino cuchillo. Cuando terminó con mi cuello, siguió con otras partes de mi cuerpo. Era brutal y torpe. Lloré en silencio mientras él seguía mordiéndome. Me contuve para no gritar. No puse resistencia. Lo despreciaba pero no quería que se fuera. No antes de que terminara la conversión. Estuve a punto de desmayarme varias veces, pero su violencia y el dolor que me infligía me mantenían despierta. Después de varias horas, por fin se detuvo. Se paró al costado de la cabecera de mi cama y se quedó mirándome. Yo no podía moverme. Apenas pude girar la cabeza para verlo mientras me observaba. Me corrió el pelo de la cara, estiró su brazo izquierdo y sostuvo su mano a cierta distancia sobre mi boca. Con un dedal que terminaba en una especie de aguja, perforó la palma de su mano y dejó caer algunas gotas de sangre en mis labios. Pasé mi lengua por ellos y tragué saliva junto con el líquido. Antes del amanecer, ya se había ido. Cuando el sol estaba saliendo, quedé inconsciente.

Me desperté al mediodía, con las sábanas completamente ensangrentadas. Me incorporé en la cama y lloré: “¿Qué hice? ¿Qué voy a hacer?”. Las persianas estaban bajas y la casa estaba semioscura. Por la ventana de la cocina entraba un poco de luz. Me encerré en el baño. Me acosté en el piso y me quedé dormida.

Me desperté nuevamente a eso de las diez de la noche. Pensé que el vampiro volvería para darme algunas instrucciones o consejos. Pensé que los vampiros viejos se encargaban de instruir y guiar a los vampiros más jóvenes. Pero no vino. En parte, me sentí aliviada. No tenía ganas de volver a verlo. Y estaba segura de que ese vampiro tan horrible no tenía nada para enseñarme. En parte, estaba asustada y desesperada.

Me desvestí y abrí la ducha. El agua limpió la sangre y pude ver los moretones y las perforaciones de sus colmillos en todo mi cuerpo. Me puse a llorar de nuevo. No sabía qué hacer ni qué pensar. Traté de tranquilizarme. Los moretones se irían con el tiempo y las heridas cicatrizarían. Lo que más me inquietaba era mi futuro. Comprendí entonces que estaba sola y que iba a tener que aprender todo por mi cuenta: cómo alimentarme y cómo relacionarme con humanos y vampiros.

(Sigue acá)

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