La noción de “Ley” condensa en el judaísmo del Antiguo Testamento (y muy especialmente en el partido fariseo) dimensiones religiosas, de usos y costumbres (que hoy llamaríamos “morales) y legales propiamente dichas (jurídicas). De origen divino, la Ley judaica tenía el efecto de proporcionar cohesión a la comunidad del pueblo elegido. La Ley rige la cotidianeidad del hombre piadoso en los aspectos microscópicos de sus actos. Las demandas insaciables de la Ley, además, producen una interminable proliferación de deudas y culpas. San Pablo, uno de los fundadores del cristianismo, fue fariseo antes de su conversión. Pensador excepcional y hombre de acción, vio muy rápidamente que debía resolverse la tensión entre las demandas infinitas de la Ley y el don del amor cristiano. “El amor es cumplimiento (consumación, actualización efectiva) de la ley”, escribió. Pero también es amor es fin de la ley, en su doble acepción de finalidad y término. Más aún: el amor es la ruina de la ley, se atreve a afirmar San Pablo, haciendo un audaz uso de la paradoja.
Kierkegaard es un continuador contemporáneo del carácter paradójico del pensamiento paulino. Su exégesis de las palabras neotestamentarias intenta señalar la especificidad del cristianismo, su singularidad irreductible en el mundo antiguo. Le permite además, erigir esta concepción del amor al prójimo (de las obras del amor) como una disidencia radical tanto respecto de los 2000 años de cristiandad establecida como de la metafísica moderna de la subjetividad.
El amor no es promesa sino cumplimiento y su exigencia absoluta como cumplimiento se coloca en la dimensión temporal del instante, una ruptura con el flujo temporal de la historia y una irrupción del infinito actual en la encrucijada del tiempo.
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