Sobre cuatro películas y algunas cuestiones de la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata
por Guillermo Colantonio
I
Empecemos por los espectros y nada más afín que una sala cinematográfica para evocarlos. La película de apertura fue Pasolini de Abel Ferrara. Se escribió poco sobre ella y se escucharon ecos con posiciones encontradas. No es para menos. La “sombra terrible” del poeta, la presencia insomne del cineasta que uno nunca se cansa de citar, despiertan demasiadas expectativas, a tal punto que se habló mucho sobre el Pasolini que a cada uno le hubiera gustado ver y poco del de Ferrara. Tal vez sea injusto para el modesto propósito: contar las últimas horas de su vida. No obstante, la modestia no debe leerse como parquedad ni como carencia. El nervio del artista está ahí, sus ideas, también. No hace falta narrar una vida, reiterar lo que todos conocen o han propagado hasta el infinito. En este sentido, el director norteamericano adopta una mirada similar a la del narrador de "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz" de Borges: “Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda” Y esa noche para Ferrara es la de su asesinato. No acumula años, sino breves y diversos instantes del entorno cotidiano, encuentros, comidas, reportajes, ideas, es decir, el universo propio de quien vive con intensidad y no para de pensar críticamente la actualidad.
El espectro se reaviva con el parecido físico de Dafoe. Su interpretación, lejos de ser afectada en pos de una búsqueda mimética innecesaria, apunta a lo gestual y a unas pocas palabras para dar vida al escritor (como le gustaba llamarse). Su tono nostálgico parece presagiar el final en todo momento en una Roma donde es imposible vivir. Nostalgia que se refuerza por el tinte marrón y azulado que predomina en la estética acorde a los setenta.
La película incluye recreaciones de los últimos proyectos de Pasolini, literarios y cinematográficos. Hay una película que no llegó a realizar donde vemos en pantalla nada menos que a Ninetto Davoli, uno de sus actores fetiche. Si bien la estructura es ensayística y tiene un carácter fragmentario, Ferrara escoge el camino de la tragedia. Está la madre del poeta y cineasta, un personaje lorquiano, que desde el comienzo aparenta esperar lo peor con su rostro taciturno, atendiendo a Pier Paolo como si fuera un niño. La fatalidad del final, conocido por todos, está a la altura del género, por la manera en que lo muestra y lo musicaliza el director.
Dos son los principales argumentos que se esgrimieron en contra. El primero de ellos alude al carácter lingüístico y el reproche se funda sobre el malestar que produce oír al actor hablar en inglés. Se añade, además, que un intelectual como Pasolini siempre dio batalla contra la hegemonía cultural y la influencia extranjera. Pueden ser atendibles las observaciones, sin embargo, no me atrevería a tomarlas como definitivas. Vale recordar que las adaptaciones más estimulantes y arriesgadas de ciertos clásicos literarios, por ejemplo, no fueron habladas en su idioma original (Hamlet y Don Quijote de Grigori Kozintsev, por citar dos casos). Además, esta decisión confirma que Pasolini también es el universo de Abel Ferrara. Los suburbios de Roma pueden extrapolarse a los ámbitos oscuros de Nueva York, presentes y vistos a lo largo de su filmografía.
También el catolicismo como categoría para pensar asoma en la forma en que su personaje se entrega para ser sacrificado. Lo vemos, en claros gestos de connotación cristiana, dudar acerca de sus ideas y entregarse finalmente con convicción a su verdugo, a la situación que lo llevaría a la muerte, en un cuadro situacional que parece estar planificado.
El segundo argumento en contra se resguarda en la supuesta liviandad por no enunciar explícitamente cuáles fueron los móviles reales de su asesinato ni evidenciar quiénes tomaron la decisión. Creo, pese a la objeción formulada, que la hipótesis del crimen político cobra fuerza sin necesidad de mostrar su gestación: No podía haber otro desenlace (nos sugiere la película) menos cruento que éste para alguien que era comunista, católico y homosexual, que había filmado Saló o los 120 días de Sodoma, y tenía en vistas una historia “porno estelar” donde un cometa que pasa por la tierra es el mesías mientras asistimos a una orgía en los bajos fondos de Roma. El rostro desfigurado es una imagen terrible, de una intensidad escalofriante, que confirma la diferencia abismal entre haberlo escuchado siempre y verlo representado en pantalla.
II
Continuemos por los bordes del Festival. En este tipo de eventos, las salas se llenan de público pero paradójicamente surge como discusión, una vez más, la muerte del cine. Se sabe que el llamado séptimo arte desde su nacimiento siempre llevó el acta de defunción inscripta. Los Lumiere dijeron que el cinematógrafo era un invento sin futuro y levantaron la polvareda de discursos concernientes a ello hasta la actualidad. No pareció escapar a estas diatribas Paul Schrader, el presidente del jurado, quien comenzó su charla programada dentro de un marco inusual: colgó un afiche de su última película (Dying of the Light) con fotos de actores luciendo una remera donde podían leerse reclamos alusivos a un conflicto legal con los productores. Este hecho motivó que el prestigioso guionista e interesante director focalizara su atención (desmedidamente) en las mutaciones que se produjeron en las formas de crear, distribuir y ver cine. Entre sus ideas más relevantes (que sonaron siempre a un pedido desesperado por enfrentar las viejas maneras de hacer negocio con las películas) resonaron diagnósticos terminales sobre las formas “clásicas” de contar historias y en relación con la sala como espacio prescindible hoy de visionado. Schrader cree que estamos regresando al formato de los cortos de los inicios del siglo XX y ratifica las vigentes teorías del cine expandido y la multipantalla (al que hizo honor el sensible spot institucional de Sapir), sostenidas por Gilies Lipovetsky, Jean Serroy y Jean Baudrillard, entre otros. Las palabras de Schrader quedaron flotando, siempre plausibles, aún con su tono excesivamente quejumbroso.
Lo anterior motiva preguntas: ¿de qué estamos hablando cuando nos referimos a la muerte del cine? ¿es la muerte del ritual de la sala?, ¿es la extinción de un lenguaje, de una forma de registro?, ¿de un dispositivo tecnológico?, ¿es el fin de un determinado tipo de imágenes?, ¿es todo lo anterior o nada? Bueno, las películas tienen qué decir al respecto.
FAVULA de Raúl Perrone ha sido probablemente la más estimulante de Mar del Plata 2014. Lo primero que pensé luego de la excelente proyección fue qué ocurriría si no se viera en sala, cuánto se la perjudicaría. Ciertamente, se trata de una experiencia sensorial alucinante. Sensorial porque invita ser vista a partir de un creativo y particular manejo de materiales que remiten al imaginario silente, con personajes y situaciones propios de un territorio maravilloso, con esa sensación de atracción siniestra que encierran sus relatos. Alucinante porque el efecto es hipnótico. Es la clase de films que recuperan cierta idea de ritualidad como condición necesaria para ver cine. Todas las virtudes visuales han sido justamente destacadas en numerosas reseñas.
Pero además, la película de Perrone es notable por la materialidad que adquiere el sonido. Es en este campo donde la experimentación se hace más rica porque sugiere, al mismo tiempo, un nuevo horizonte de exploración en este terreno. Si la historia del cine se ha ocupado (lógicamente) de las imágenes, empecemos ahora a valorar la materia sonora como parte del juego. FAVULA crea una pared cuyos sonidos y efectos, atraviesan la pantalla, se expanden como gases, puntúan y marcan la respiración de esa lente/ojo que parpadea al ritmo de DJ Negro Dub, Che Cumbe y reposa con la exquisita música de Sebastián Wesman. Por momentos, se escuchan resonancias psicodélicas de los sesenta; en otros, las imágenes juegan con el marco auditivo como si de un remixado se tratase. La sensación es sorprendente. Curiosamente, mientras miraba y escuchaba FAVULA (un film para ser “audiovisionado”, en términos de Michel Chion), no pude dejar de asociar este efecto con una versión del Fausto de Murnau, musicalizada con rock gótico. En ambos casos, la sincronización entre imagen y sonido es amplia y creativa, lo que les otorga un efecto menos naturalista, pero más poético y descansado. Los sonidos en el trabajo que logró Perrone conservan una fuerza tal que persisten, incluso, más allá de la atracción visual. Nunca son estereotipos sino entidades con presencia material (una manera de marcar territorio frente al dominio histórico de la voz y de la música). Me parece una decisión inteligente en la medida que piensa las posibilidades tecnológicas actuales como una forma de pensar, no solo su propio cine sino el que vendrá. En este sentido, la escasez de diálogos (curioso para un director que indagó siempre en pos de una forma de hablar creíble en los personajes) y de una historia en el sentido convencional, expresan una linda paradoja: el cine como narración está agotado, lo mejor ya se contó y se mostró durante la década del 20, pero a la vez está la posibilidad de recrearlo, de reinventarlo. Intuyo que en esa búsqueda está Perrone. La seguridad y la tranquilidad que emanan de sus palabras al final de la proyección quizás sean una respuesta para la nerviosa y vacilante exposición de Schrader (quien dicho sea de paso, premió la peor película de la competencia internacional). La conclusión, nunca definitiva, puede ser que si no hay riesgo no hay película posible (y así sí me animaría a conjeturar, tampoco futuro para el cine).
III-
Más distendido resultó el encuentro con la directora Claire Denis, de quién se proyectó una interesante retrospectiva. El fantasma de la cinefilia recorrió el lugar cuando recordó algunas anécdotas con Daney y los ecos de la teoría del autor se hicieron presentes en la evocación de sus comienzos con Jacques Rivette. A propósito de ello, Denis recalcó una frase del conocido realizador de la Nouvelle Vague: “la clave en el cine es no saber cuál va a ser el plano siguiente”. Fue una buena entrada para desarrollar su propia idea sobre las películas que ella considera valiosas, aquellas que parecen “frágiles” en su apariencia, pero cuya solidez pasa por contener una escena que moviliza, que inquieta, que no se olvida fácilmente. Dio, por supuesto, algunos ejemplos (Apichatpong Weerasethakul, Lisandro Alonso) pero sorprendió a todo el auditorio la mención del gran Leonardo Favio. La anécdota es más o menos así: Denis prende el televisor de la habitación del hotel donde se aloja y engancha en Inca TV la emisión de una película argentina. No entiende lo que dicen. La copia no es buena, el sonido apenas se escucha, pero eso no le impide quedar deslumbrada por una escena. Se trata de Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... (1966). El momento en cuestión se vincula con la impresión que le causó el personaje interpretado por Federico Luppi (actor al que elogió por no reflejar rasgos psicológicos en su rostro) cuando se dirige a su gallo con la expresión “compadre”, indicando que eso es lo que ella siempre buscó en su obra: lo que se oye y se sabe de un cineasta con breves trazos.
Esta idea de la fragilidad aplicada a ciertas películas que no responden a moldes narrativos clásicos, mantienen su propia respiración y generalmente contienen una escena que moviliza fue lo primero que recordé al ver el plano inicial de Cavalo dinheiro de Pedro Costa, a su espectral personaje Ventura caminando en medio de la penumbra hasta que su rostro, y fundamentalmente su mirada, quedan iluminados en pantalla. Es en estos momentos en los que el cine todavía es capaz de forjar un sentimiento, de animar una película, más allá del aluvión tecnológico. Costa es un cineasta que utiliza los avances en materia digital para recuperar ese gesto irracional y pasional de quedar subyugado por una imagen. Película de interiores fantasmales, fuera de tiempo, espectral, con el protagonista encerrado en alguna institución, anclado en el pasado por momentos y de regreso al presente en otros. Por allí transitarán también seres que se cruzan y narran con susurros sus historias. Y si hay algo maravilloso es cómo las voces y las canciones constituyen la banda sonora. La radicalidad y el carácter arduo de la propuesta pueden generar algún escozor en almas inquietas, pero vale la pena ofrecer la mirada a la experiencia que propone Costa, a la escasa iluminación que apenas permite entrever los rostros y mucho los ojos de estas almas en pena encerradas en ese lugar enigmático. El exterior será un fuera de campo o tal vez una ilusión. El inicio con planos fijos de fotografías de experiencias migratorias deviene en una escena que instala el tono de lo que veremos: el pesado andar del protagonista seguido por la lentitud de los movimientos de la cámara, siempre observadora, nunca intrusiva. A partir de ahí, nos sumergimos en esa atmósfera lúgubre donde a su debido tiempo todos tienen algo que decir. En este peregrinaje, siempre hay una búsqueda de ese rostro que mejor exprese el peso de la existencia y soporte la densidad de la memoria. El pasaje final, el diálogo con un soldado en un ascensor, abre, con su extendida duración, más aristas a la complejidad que ya tenía la película. Otro film para ver y escuchar; otro abordaje creativo y original del plano sonoro.
IV
Hay películas que crecen con el tiempo. La fugacidad es uno de los problemas lógicos en el contexto de un festival en la medida que las imágenes se instalan y se sedimentan con rapidez acumulativa. Concluida la vorágine, uno se ve tentado a separarlas, a revisarlas. También a reivindicarlas. Es el caso de No todo es vigilia de Hermes Paralluelo, director que ya había demostrado con Yatasto (2012) una sensibilidad loable para registrar la humanidad de los personajes frente a la cámara. Felisa y Antonio son dos ancianos a los que sigue el joven realizador, primero en un hospital y luego en su casa. Son sus abuelos, pero no importa en principio. El acercamiento es respetuoso, nunca intimidante, desarrollado con encuadres prolijos y con una cámara que apenas se mueve procurando la posición ideal. La primera parte de la película plantea una búsqueda a partir de la observación y planos fijos tomados desde diversos ángulos. Seguimos los exámenes que le hacen a Antonio y la inquietud de Felisa, siempre a su lado. Hay escasos diálogos y algunos relatos que surgen de los personajes pero que son interrumpidos por los médicos, como si se tratara de un contrapunto dialéctico. El estatismo y la sucesión de planos de esta parte instalan un tiempo interno similar al de los personajes en la etapa de la vida que les toca.
A los cuarenta minutos, aproximadamente, una imagen exterior con un campo nevado quiebra el encierro y pasamos a una especie de segundo acto en la casa de la pareja. Paralluelo continúa con la tenue iluminación y los impecables encuadres pero comienza a explotar dramáticamente la potencialidad humana de los ancianos en la pantalla. Para ello, inserta breves dosis de diálogos y movimientos que provocan humor y sana gracia. Hay un momento que escenifica la idea del tiempo, más allá del trabajo formal: Antonio toma el teléfono y llama a alguien para arreglar un artefacto; habla supuestamente con un interlocutor un rato hasta que su mujer le pregunta qué le dijo, y él responde que ha dejado un mensaje en el contestador. El chiste funciona y es gráfico a la vez sobre lo que representa el tiempo para ellos. El andar cansino de sus pasos será respetado siempre con la lentitud de la cámara que los sigue. Y la luz (con un uso muy influenciado por Pedro Costa) es sacrificada para resguardar la intimidad y crear ese ambiente que tantas veces hemos visto en las casas de nuestros abuelos.
Si en el hospital no veíamos la química entre la pareja, en este segmento es evidente. El final es una delicia.
No todo es vigilia es esa clase de películas que pasan por los bordes de un Festival. Pese a ser programada en Competencia, poco y nada se dijo de ella, tal vez por la aparente fragilidad de su propuesta, lo que no quita que pueda reivindicarse su generosidad expresiva en el futuro.
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