lunes, 7 de diciembre de 2015

La cordura del Fiscal


por Eduardo Rojas

En marzo de 1976 yo era estudiante de derecho; había comenzado a cursar Derecho Procesal I en la cátedra de un académico peronista cuyo nombre no recuerdo. En mi curso tenía varios compañeros que después fueron conocidos por su actuación política o profesional, Juan Pablo Cafiero, por ejemplo. Había también un muchacho flaco, nervioso, de pelo revuelto y grandes ojeras, más o menos de mi edad -25-, se llamaba Horacio, nos ubicábamos siempre en el mismo lugar –el fondo del aula- y nos hicimos rápidamente amigos. Junto a él se sentaba un hombre algo mayor (35 supe después) correcto y reservado, usaba siempre el mismo traje prolijo y desgastado, se peinaba hacia atrás con una pesada capa de gomina que le aplastaba el pelo y lo hacía brillar sobre su cabeza; usaba unos bigotes anchos con guías que le caían por debajo de los labios. Se llamaba Jorge y era muy amigo de Horacio. El 24 de marzo a la madrugada escuché por la radio que había comenzado el golpe militar tan anunciado; fue el comienzo de la dictadura, una de las primeras medidas de los subversivos fue el cierre de las universidades durante un mes. Pasado ese tiempo retomamos las clases, el clima en la Facultad, como el de todo el país, era muy distinto; Antonio, el padre de Juan Pablo Cafiero, estaba preso en el buque 33 Orientales junto a Menem, Lorenzo Miguel y otros peronistas notables, el antiguo catedrático peronista había sido expulsado y en su lugar la intervención militar había nombrado a un joven y brillante procesalista cordobés que había sido senador nacional hasta el mismo día del golpe. Se llamaba Fernando De La Rúa y él nos dio la clase inaugural “en la apertura de esta nueva etapa del país”. La presencié junto con Horacio; Jorge no estaba, ni retomó nunca al curso, ni volví a verlo jamás en la Facultad ni más tarde en Tribunales. Con el tiempo y la confianza suficiente, Horacio me contó la historia de su amigo; lo había conocido en el turno noche del colegio donde terminó el secundario; Jorge militaba en la resistencia peronista desde su adolescencia, había dejado varias veces el colegio por las exigencias de la militancia y la persecución política, incluso había estado preso algún tiempo durante la dictadura de Onganía. Por eso tardíamente terminaba el colegio mientras trabajaba, militaba y proyectaba casarse. Para ese momento ya era un cuadro muy bien formado. 

Cada noche después de clase, él, Horacio y un grupo de jóvenes alumnos que lo escuchaban con devoción iban juntos a un bar, allí discutían de política hasta la madrugada. Jorge les leía y recomendaba textos: Hernández Arregui, Pepe Rosa, Perón, Cooke, Fanon, algunos textos del Che. Para Horacio y sus compañeros, Jorge fue el hombre que los guió en su educación sentimental y política (en aquellos años una y la otra eran a menudo la misma cosa). Por esa misma época Jorge se había vinculado a las primitivas organizaciones armadas, había participado de la reunión en la que se dio nombre a la principal de ellas, Montoneros y actuado en algunos de sus operativos, ignoro en qué rol. Haya sido o no un hombre de armas, el 25 de mayo de 1973 se apartó de la organización; con una cordura que muchos de sus compañeros no tuvieron, consideró que no se podía combatir a un gobierno democrático, aún uno tan cuestionado como el de Perón-Isabel; era el tiempo de apoyar al débil status constitucional; desde entonces y hasta el 24 de marzo del 76 fue parte de la JP Lealtad formada por militantes peronistas que compartían sus ideas. Comenzó a estudiar derecho y se reencontró con Horacio. Unos días antes del golpe militar dejó a su mujer y a su hijo a resguardo, dejó su trabajo y su casa y se ocultó; no sé dónde ni cuánto tiempo pasó en la clandestinidad, pero esa decisión sensata le salvó la vida, su antigua militancia lo transformaba en víctima segura; Horacio pudo comunicarse con la esposa de Jorge y comprendió que no lo vería por un tiempo largo.

Mi amistad con Horacio se hizo más profunda en esos años de silencio obligado y discreción pública, se acrecentó en las interminables discusiones que teníamos, política y literatura eran los temas en que disentíamos. Porque no había ningún acuerdo posible; yo era una especie de izquierdista ingenuo contrario a la lucha armada y partidario de las grandes y prolongadas movilizaciones populares como herramienta revolucionaria; Horacio –que nunca había militado- era un exaltado. Defendía a la guerrilla peronista, se reivindicaba marxista y leía con la misma pasión a Freud, al budismo zen y a Ernesto Sábato, por el que experimentaba una devoción que parecía religiosa. Con el tiempo esa exaltación fue transformándose en un desequilibrio psíquico que lo llevaba desde profundos estados depresivos a otros de exaltación mística, paranoia e ira furibunda; por eso no me extrañé al enterarme de que mi amigo había sido internado con un brote psicótico. No sé cómo y cuándo salió de aquel estado, supe por sus padres que se negaba a ver a cualquiera de sus (pocos) amigos; desde entonces recordé siempre su honesta y fanática integridad, creía (y lo creo aún) que era ella quien lo había llevado al desequilibrio; éste me resultaba entonces, de una forma que no podía explicar, un síntoma de aquella época oscura.

Pasaron muchos años, un día –ya en democracia- reencontré a Horacio por la calle; estaba cambiado, tal vez para bien, había sufrido varias recaídas pero parecía tranquilo, producto –me dijo- de la medicina, el psicoanálisis y la meditación que practicaba con tanto rigor como la gimnasia y las artes marciales, seguía siendo el mismo tipo honesto y generoso que había conocido aunque había abandonado el marxismo; ahora observaba un catolicismo místico y fervoroso que sufría y gozaba por igual. Era un místico obsedido por una sexualidad exaltada e insaciable a la que se entregaba con culpa y fervor. Esperaba que Dios le otorgara la gracia de la sublimación, como a sus santos, pero ese favor divino nunca le llegó, Horacio era apenas un hombre de este mundo señalado por la marca de la pasión y el exceso. Quería ser escritor, imaginaba una novela de la que su amigo Jorge era el protagonista, símbolo y modelo de todo lo que Horacio admiraba en el hombre; sería el protagonista de una gesta heroica que iba cambiando e intrincando su trama en detalles cada vez más rebuscados. Mis contactos con él eran intermitentes y estaban gobernados por las alternativas de su enfermedad; lo vi subir y caer muchas veces empeñado con una voluntad de gigante en una lucha tenaz contra sí mismo, lo vi protagonizar extraños encuentros y sucesos que no encuentran su lugar en este relato, lo vi perdiendo su cordura, su matrimonio y su trabajo.

Un día me dijo que había reencontrado a Jorge, primero de forma casual, después respondiendo a una invitación, en el despacho de su amigo en los juzgados federales de Comodoro Py. El encuentro había sido cordial, recordaron las viejas épocas, Jorge le contó que había retomado el estudio, se había recibido y ahora ocupaba un cargo judicial importante. Horacio quería volver a verlo, se había propuesto ponerlo en contacto con John William Cooke –muerto en La Habana en 1968- con quien él tenía diálogos telepáticos ultraterrenos; traté de hacerle ver la inconveniencia de esos encuentros transmundanos, pero no me atendió o no me entendió. Fue la última vez que tuvimos una charla. Volvió a desaparecer; lo vi algún tiempo después parado en el medio de Corrientes a unos metros de Callao, ni prestaba atención a los autos que lo esquivaban, estaba frente a la sucursal de un banco extranjero, sus ojos saltones parecían a punto de explotar, el pelo canoso y abundante estaba erizado, gritaba y sacudía su dedo; amenazaba y acusaba al banco: explotadores, ladrones, ratas inmundas, capitalistas; prometía el castigo de Dios, que estaba de su lado.

No tuve el coraje de acercarme, no sé qué ayuda podría haberle dado. Me fui cuando comenzaron a escucharse sirenas desde el fondo de Callao.

No he visto más a Horacio, sin embargo he vuelto a recordarlo en estos días en que su amigo el Fiscal Federal Jorge Di Lello pidió el sobreseimiento del presidente electo Mauricio Macri en la causa por espionaje (ese Watergate local siniestro y sainetesco al mismo tiempo) contradiciendo el criterio que había sostenido durante toda la causa.

Sé como abogado que es muy difícil tener una opinión cierta de un proceso, si no se conoce aunque sea por referencias el expediente. Tendré entonces que respetar el criterio del Fiscal, más allá de la desconfianza y la repugnancia que el sobreseimiento anunciado me provocan; no tengo otra forma de informarme del caso que a través de los diarios que he leído con interés y detalle desde que comenzó la instrucción. La historia de Jorge Di Lello, al menos la que me contó mi amigo Horacio, habla de un hombre que siempre actuó con cordura y equilibrio.

La locura en cambio, hoy como entonces, es un vector de la época, el desvarío transparenta los signos de la infamia y la ubicuidad. Las líneas de fuerza de la historia atraviesan las sensibles membranas de la enajenación. La cordura del Fiscal se enfrenta al disparate maníaco de Horacio. Aunque usted no lo crea, los cuerdos siempre ganan y en nuestro país, contra lo que piensan muchos, estamos todos cuerdos. Como diría León Felipe: “Todo el mundo está cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo…Ya no quedan locos en España” (puede leerse Argentina).

2 comentarios:

  1. Mira el Jorgito debe creer que desde ahora tiene el cielo ganado, que le habran prometido...... Como dijo Lanata donde vive? donde compra? donde sale a cenar con su familia, calculo que a la escuela ahora iran sus nietos?
    Di Lelo ...... Dilelo........ fiscal de la Patria????????
    Pedile a Eduardo Rojas que te de mas informacion de la epoca y publicala.

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