viernes, 18 de marzo de 2016

Dos pasos más en la batalla


por José Miccio *

En un encuentro de presentación de bandas nuevas - La Torre, Los Encargados, Gigoló y V8 – publicado por la revista Humor en febrero de 1983 (Ricardo) Iorio reniega de las propuestas optimistas, baja todo a tierra y predica, primero, una bronca de obrero no calificado, y después un imperativo testimonial, privativo según él del heavy metal, que sus letras perseguirán de acá en adelante (pero sobre todo en adelante, con Hermética y Almafuerte), con formas realistas o alucinadas. Dice por un lado: “Nosotros estamos en contra de los tarados que, sin darse cuenta de que los hippones estuvieron quince años tratando de cambiar la vida con paz, y no llegaron a nada, la sociedad los absorbió, les hizo pito catalán. Y acá estamos todavía más atrasados… No sé qué están esperando… Yo llegué a un momento en que dije ‘basta’. Yo no podía estar escuchando a Robin Williamson si tengo a un patrón que me está gritando, que en un día me hacía acomodar cuatro sillas y antes acomodaba tres, y ahora me da cinco más… y encima me siguen exigiendo, y no tengo nada, y estoy sin nada”. Y por el otro: “Creo que lo que nos influye más que nada es el presente. Para gente como nosotros, nuestra música es la música del presente (…) Si querés acordarte de cuando tu abuela te llevaba a la plaza, o de cuando tu mamá te contaba un cuento, podés escuchar a Nito Mestre. O si querés imaginarte que andando por la calle vas a encontrar una doncella azul en un caballo desbocado, escuchá Peperina. Pero si querés vivir la realidad, conectarte con el presente y darte cuenta de que en el colectivo estás mal, que no tenés plata para comprarte unas zapatillas o tomarte una cerveza, tenés que escuchar heavy metal”.

Este es el ánimo de Iorio a los 20 años. Con él y sus tres compañeros graba en 1983, en pocas horas de estudio y para una compañía sin historia, un disco que a la larga sería tan influyente como Wadu Wadu o Clics modernos. Era el tiempo en que Judas Priest sonaba con su cuero sadomaso y el heavy gozaba de las burlas casi generales del periodismo argentino. Como los primeros discos de Virus y el debut de Los Violadores, Luchando por el metal reniega de una tradición que considera dominante y zombi y pretende desenmascarar falsos profetas. Es un disco declamatorio y gritón, breve y agresivo, con ecos punk en algunas letras y en la voz de Zamarbide, nada virtuosa. La acción que compromete a la banda se dice en el título y tiene su continuidad lógica en el del segundo disco, Un paso más en la batalla. Como es común en los manifiestos todo se organiza en dos pares de opuestos: ayer / hoy y nosotros / ellos. El pasado y los otros se dicen en la palabra hippie y en otras a ella asociadas. Blando y paz, fundamentalmente. Sus antónimos señalan el lugar y el tiempo propios: todo el léxico belicista en lugar de paz, duro o pesado en lugar de blando y metálico en lugar de hippie. ["Notas sobre el rock argentino en democracia", quinta parte. Completo acá]

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Cuando los años 80 terminan existe ya una tradición de encierros, espejos amenazantes y erotismo variopinto que tiene a la habitación y sus ambientes vecinos como escenarios predilectos. Pero, de manera notable, una vez que esta serie predominantemente pop encuentra su rizo (para volver a desplegarse pronto, en las melancolías propias del indie), otras figuras del campo asoman, esta vez como parte de un nacionalismo rancio y telúrico, de vocación indigenista. Su bardo es Ricardo Iorio y sus canciones programáticas ocupan un lugar acorde con sus pretensiones de refundación. En 1989 “Cráneo candente” abre el disco debut y homónimo de Hermética. Dos años después, “Robó un auto” abre Ácido argentino. Ambas reescriben la legendaria huida de Martín Fierro hacia los indios, aunque esta vez la voz quiere otro lugar. Fierro canta siempre de este lado, antes de irse y después de volver, porque en la barbarie no hay lenguaje. Iorio busca su palabra ahí, fronteras afuera.

Lo cierto es, en todo caso, que la pampa es del matrero. Por lo tanto, el límite de la ciudad es la partida: son las “patrullas” y las “autoridades camineras” que sortea el evadido. Detrás de ellas – es decir, fuera de la ley – empieza el campo. Ahí, “Cráneo candente” describe una alucinación e intenta algunas analogías imprecisas. Más radical, “Robó un auto”, que carece de revisionismo histórico, funda una vida nueva. Las dos canciones dejan algo en claro: en la ciudad hay expoliación o acostumbramiento y en la pampa – o “el desierto” - hay verdad pero no calma. Los obstáculos acentúan la decisión de ir hacia la tierra o permanecer en ella. El sol arde y arrastra al que huye a la experiencia de los vencidos. El viento y el invierno azotan a la pareja que levanta su casa al pie del cerro. Finalmente, el momento afirmativo del viaje ocurre en “Robó un auto”. Su emblema son los hijos que nacen en el campo y su doctrina, una frase con voluntad de monumento anarquista: “Pudieron sentirse su estado / su patrón / su íntimo Dios”. ["Notas sobre el rock argentino", sexta parte. Completo acá]

* Fragmentos de las "Notas sobre el rock argentino en democracia" que estamos publicando en el blog Un Largo.

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