por Oscar Cuervo
Raúl Perrone es habitualmente catalogado como el cineasta realista y plebeyo del conurbano bonaerense. Esa reputación tiene un cierto fundamento en el hecho de que desde mediados de los años 90 y antes de la inauguración protocolar del llamado nuevo cine argentino Perrone ya había sacado sus cámaras a las calles de Ituzaingó a practicar un arte que tenía en el registro directo su distancia más notable del resto del cine que se filmaba por ese entonces en la cinematografía local. En su Trilogía de Ituzaingó de los 90 puede respirarse un clima de época con su decir idiosincrático, una imagen cruda y un lirismo pudorosamente escondido detrás de cierta irreverencia atorrante. Pero lo que en ese momento se había establecido de un modo férreo iba un poco más allá de esa primera apariencia: Perrone había decidió soldar su espacio cinematográfico a la ciudad de Ituzaingó, inaugurando una simbiosis entre cineasta y locación que por momentos parece invertir los términos, como si Ituzaingó fuera una creación de la imaginación perroneana. De esto se conoce al menos una excepción: el segundo episodio de Ragazzi fue filmado durante una calurosa jornada en un suburbio cordobés, pero la textura y los personajes de esa obra, que además es una de las más exquisitas de su extensa filmografía, podría ubicarse en algún rincón de Ituzaingó sin que ningún espectador lo advirtiera. Hay otra decisión que signa al cine de Perrone y ya se hallaba en su movimiento inicial: cuando la tecnología permitió otros registros por fuera del reverencial celuloide, él se abrazó a esos soportes bastardos sin traumas. Había una cierta asociación materialista y mística entre la bastardía del soporte y el desamparo de sus personajes a los que el Perro estaba dispuesto a abrazar con el mismo fervor religioso. Esa es una de las líneas más persistentes que permite abarcar a la mayoría de su filmografía hasta hoy. Apoteosis de esa orientación es la recientemente conocida Sean Eternxs, quizá la versión más estilizada y perfecta de esa vocación callejera.
Una mirada atenta, sin las taras que aquejan a los críticos adocenados, descubre que hasta en Sean Eternxs hay otras pulsiones tan fuertes como la de su reconocido misticismo plebeyo: Perrone es también un prodigioso artista plástico y un compositor. Su atracción, verdaderamente erótica, hacia esas nuevas capturas de la luz y los sonidos que en un principio eran despreciadas por los autores establecidos se deja llevar por su inquietud por extraer una belleza indócil de las imperfecciones -el ruido- del VHS, el UMATIC, las cámaras fotográficas digitales, las estenopeicas y los celulares. Esta exploración de las posibilidades plásticas de las nuevas cámaras lo instaló sin complejos entre los cineastas del nuevo siglo. Por eso su obra tiene otra capa de sentido a la que los críticos que sufren dichas taras son ciegos. La pregunta "¿por qué no podría filmar con este aparatito?", que Perrone se debe haber hecho muchas veces, esconde otra más abismal: "¿acaso qué es el cine? ¿de qué está hecho?". Esa pregunta, no importa si más o menos consciente, es el fundamento que Perrone nunca abandona. Esta simpatía por las preguntas demoníacas que perturba a los críticos tarados de vez en cuando lo lleva a jugar al artificio más desbocado. Quizá porque es un artista de pueblo que se mueve en la calle como en su elemento es que conserva una fascinación por la feria de variedades, el ilusionismo, los maquillajes densos y los tinglados evidentes. Esto le permite hacerse unas escapadas por el lado Melies para salir a jugar. El cine también es este juego que, jugado con toda seriedad, nos conecta con el mundo de la alucinación que parece tan alejada del registro realista en el que comúnmente se pretende encerrarlo.
El gusto por el artificio es primo hermano del realismo ceñido. Perrone en sus decenas de películas ha descubierto cuánto artificio hay detrás de la impresión de realidad que tan bien recrea y por eso a veces se propone desacoplar ese artificio de la belleza que le ofrece lo real -y que tan perfectamente resume en sus omnipresentes cielos con nubes. O digámoslo así: se puede ejercer un realismo de las ilusiones ópticas. De esa vertiente, en los últimos años salieron películas anómalas e inclasificables como Hierba, Samuray-S, Cump4rsit4, Cosimi, Pr1nc3s4 o S4D3. Todas invariablemente apoyadas en el suelo de Ituzaingó, porque la imaginación de Perrone es siempre situada y el suburbio siempre aparece de algún modo. Pero la imaginería de los espadachines orientales, los campesinos rusos o decadentistas aristócratas europeos de vez en cuando invaden el espacio y se ponen al mando de su cine.
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