por Oscar Cuervo
Tanguita y Luis son un par de vagabundos existenciales, discípulos tardíos de Diógenes y el perro en las calles desoladas del conurbano invernal. Perrone los sigue a ellos para lanzar un renovado reto a la aptitud de un espectador todavía dispuesto a una mirada asombrada. Tres décadas después de su trilogía de origen, la que le dio sentido al adjetivo "perroneano", el visionario de Ituzaingó se prueba a sí mismo que el cine todavía le reserva un escorzo imprevisto desde el que filmar esas callecitas tan pateadas.
Por un lado: nadie en el cine actual renueva en cada estación su fe carbonera para abrir el mundo desde su aldea, nadie como él. Perrone capta la tristeza terminal de esta época, muy lejos de la euforia malsana del fascismo imperante. Su incesante invención estilística es una respuesta sabia y humilde ante este tiempo soez de los fascistas. La cámara estenopeica es tan antigua al menos como las derivas del viejo Diógenes; su imagen húmeda, de colores apagados, aprehende la tristeza esparcida en el aire. Desde esa simpatía por la belleza y por la bondad es que su cine se vuelve político. En Solo qu3r3mos un poco de amor, Luis y Tanguita le disputan sentidos en el propio territorio a un tiempo desalmado. Perrone no mira las circunstancias por encima de ellos: los acompaña y los escucha. Ellos mismos saben descifrar los signos que les permitirán no dejarse vencer: se encuentran con otros ángeles callejeros y comparten un saber histórico, fundado en la majestad del cinismo clásico, la dignidad neorrealista y las derivas beatniks.
Por el otro: la condición popular de su experiencia no le impide sostener una exigencia formal insólita en el cine actual. Popular y vanguardista, su exploración de las texturas pictóricas, las musicalidades y los dialectos callejeros, voz y canciones, le da un sentido distinto a la opción por el clasicismo. Lo clásico no es la conservación de las formas revisitadas sino la soltura de una renovación perpetua. En el tramo más reciente de su filmografía Perrone se puso a jugar con la banda de sonido, como si el período silente del cine acabara de dar paso a un descubrimiento desenfadado del audio, lejos de la pesadez que el cine sonoro tuvo en su primera fase. La imagen estenopeica, la entonación distorsionada de las voces callejeras y el arrebato inesperado de la música desatan la tensión poética de su cine. Su voluntad de vanguardia extremista nunca puede sentirse como un alarde experimental, porque Perrone pulsa cada osadía siempre en función de un desgarro emotivo. La tristeza de la calle y el orgullo de los pobres se presentan en este diseño formal más apropiadamente que lo que cualquier representación mimética podria lograr. Lo inaudito de las formas empuja a una perplejidad más mística que experimental.
Una música rara atraviesa la poesía de Pasolini en la voz inesperada de un pibe del suburbio. Interferida por ecos de un bandoneón espectral, conduce al extasis de una tierna y dulce canción en la voz áspera de Tanguito, el más querido, el más frágil de todos. Especialista en el remate musical de las líneas narrativas, nunca antes fue Perrone tan agradecido como aquí. Finalmente su cine declara su filiación íntima con la música de Tanguito, el momento de máxima inocencia del rock argentino. Perrone es rock argentino, pero más precisamente en la ternura de Tanguito. En ambos artistas refulge una poética de la rusticidad desamparada como atributo angelical.
Susana, déjame ser como yo soy.
No cambia nada con que use
una camisa o una corbata,
si da lo mismo, es gusto mío
o un desafío, o un desafío.
No cambia nada, no cambia nada,
no cambia nada.
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