miércoles, 23 de abril de 2008
KIERKEGAARD: Perderse a sí mismo
Un yo es precisamente la cosa por la que menos se pregunta en el mundo, al mismo tiempo que nada hay más peligroso que el hecho de dar a notar que se lo tiene. Por cierto que el mayor de todos los peligros, el de la pérdida del yo, puede pasar en el mundo completamente desapercibido, como si fuera una nadería. Ninguna pérdida puede acontecer tan sin ruidos y sin ningún lamento: toda otra pérdida, por ejemplo: un brazo, una pierna, cinco pesos, una esposa... ¡ah, eso sí que se nota bastante!
La razón de este fenómeno radica en la dialéctica de que el yo sea una conjunción de finito e infinito, por lo cual una cosa nunca deja de ser su contraria. Carecer de infinitud es desesperada limitación y estrechez. Aquí naturalmente sólo hablamos de limitación y estrechez en el sentido ético. En cambio, en el mundo no se habla propiamente más que de estrechez intelectual o estética y, sobre todo, de lo que más se habla es de las estrecheces en el sentido económico; ya que la mundanidad consiste jústamente en que se atribuya un valor infinito a lo que es indiferente. La consideración mundana de las cosas siempre se aferra a las diferencias entre hombre y hombre, sin tener –como es obvio, puesto que tenerla significa espiritualidad- ninguna comprensión para lo único necesario y, en consecuencia, sin tener tampoco comprensión acerca de la limitación y estrechez que representa el hecho de haberse perdido uno a sí mismo; haciéndose uno completamente finito y, en vez de ser un yo, terminar convirtiéndose en un número, en uno de tantos, en una simple repetición de esa eterna monotonía.
La limitación desesperada es carencia de originalidad, el hecho de que uno se ha despojado a sí mismo de su originalidad primitiva, habiéndose castrado en el sentido espiritual. Porque todo hombre en su estructura primitiva está natural y cuidadosamente dispuesto para ser un yo, y por eso mismo tiene sin duda muchos bordes, pero estos no han de destemplarse, sino afilarse con suavidad, de manera que el hombre no renuncie por nada a ser sí mismo por miedo a los hombres, o que movido por ese mismo miedo no se atreva siquiera a ser sí mismo en toda su singularidad más esencial –incluso con sus mismos bordes- en esa singularidad uno es sí mismo delante de sí mismo. Hay una especie de desesperación que consiste en que los demás le hagan perder de vista a uno su propio yo. De esta manera, con tanto mirar a la muchedumbre de los hombres alrededor suyo, con tanto ajetreo en toda clase de negocios mundanos, con tanto afán por ser prudente en el conocimiento de la marcha de todas las cosas del mundo... nuestro sujeto va olvidándose de sí mismo, e incluso llega a olvidar cómo se llama (en el sentido divino de la expresión), sin atreverse ya a tener fe en sí mismo, por encontrar muy arriesgado lo de ser uno sí mismo, y encontrando mucho más fácil y seguro ser como los demás, es decir, un mono de imitación, un número en medio de la multitud.
En el mundo nadie realmente se da cuenta de esta forma de desesperación. Al revés, el hombre que se ha perdido a sí mismo de esa manera, y precisamente por ello, entra en posesión de todas las perfecciones requeridas para tomar parte en cualquier empresa o negocio, pudiendo estar seguro de que el éxito no tardará en sonreírle en el mundo. Así no hay ningún entorpecimiento, así el hombre no encuentra ninguna dificultad con su propio yo o con la tarea de hacerse infinito, sino que queda pulido como un canto rodado y como una moneda corriente que va de mano en mano. Nadie en absoluto lo considera un hombre desesperado, sino que todos ven en él un hombre a carta cabal. El mundo en general, cosa bien obvia, no tiene ni idea acerca de lo auténticamente terrible. Es natural que no se considere en modo alguno como desesperación lo que no le trae a uno ninguna molestia en la vida, sino que se la hace más cómoda y placentera. Para ver que este es el punto de vista de los juicios mundanos basta con hacer, por ejemplo, un simple repaso de casi todos los refranes al uso. Así se dice que uno tendrá que arrepentirse diez veces por haber hablado, en contra de una por haberse callado. Y ¿por qué? Porque el haber hablado, en cuanto hecho externo, puede traerle a uno muchas molestias, ya que se trata de una realidad. ¡Cómo si el callarse no fuera nada! Siendo así que el callarse constituye el mayor de los peligros. Pues callándose uno queda totalmente abandonado a sí mismo, sin que la realidad venga a darle una mano con los castigos que ella impone, o dejando que las consecuencias de lo que uno ha dicho caigan sobre él. En este sentido la cosa va bien cuando uno se calla. Pero precisamente por eso, el que sabe lo que es lo terrible, teme más que ninguna otra cosa perderse sin dejar ningún rastro en lo exterior. También es peligroso a los ojos del mundo el arriesgar algo. Y ¿por qué? Porque así se puede perder. Lo prudente es no arriesgar nada. Y sin embargo, justamente por no arriesgar nada se puede perder con la más espantosa facilidad lo que difícilmente se hubiera perdido arriesgándose, por mucho que se perdiera, y que en todo caso no se habría perdido nunca con esa facilidad y como si fuese nada. ¿Qué es lo que puede perder uno de esta manera? ¡A sí mismo! Pues si yo me he arriesgado en falso, entonces la vida me ayudará con su castigo. Pero si no arriesgo nada en absoluto, ¿quién me ayudará entonces? ¿De qué me servirá sacar, cobardemente partido de todas las ventajas del mundo porque no he arriesgado nada en el sentido más eminente de la palabra –lo que significaría que uno había cobrado plena consciencia de sí mismo- si pierdo mi propio yo?
(Anticlimacus, pseudónimo de Soren Kierkegaard, La enfermedad mortal o De la desesperación, Primera parte, Libro 3º, Capítulo I, 2)
"El mundo, en general, no tiene ni idea de lo auténticamente terrible (...) ser, como los demás, un mono de imitación..."
ResponderEliminarAnticlimacus: excelente! Se trata de tomar, sin más, el riesgo de la singularidad...