Además, Daniel Cholakian y el testimonio de Avi Mograbi. Domingo a la medianoche (a las 0:00 del lunes) en FM La Tribu, 88.7, http://www.fmlatribu.com/
Para seguir con el tema, reproducimos a continuación un texto que escribió Edward Said en el 50 aniversario de la Fundación del Estado de Israel. El libro en el que aparece este texto es Crónicas Palestinas (Grijalbo, 2000).
Cincuenta años de desposesión
En Estados Unidos, las conmemoraciones de los cincuenta años de Israel como estado han tratado de proyectar una imagen del país que ya ha pasado de moda desde la intifada palestina (1987 – 1992): un estado pionero, lleno de esperanzas y promesas para los supervivientes del Holocausto nazi, un refugio de liberalismo en un mar de fanatismo y reacción árabes. El 15 de abril, por ejemplo, la CBS emitió desde Hollywood un programa de dos horas de duración, en horario de máxima audiencia, presentado por Michael Douglas y Kevin Costner, que contó con la participación de otras estrellas de cine como Arnold Schwarzenegger, Kathy Bates (que recitó palabras de Golda Meir; a excepción, por supuesto, de su más célebre observación de que no había palestinos), y Winona Ryder. Ninguna de estas luminarias resulta especialmente conocida por su conocimiento o su entusiasmo por Oriente Próximo, aunque todas ellas, de una u otra manera, elogiaron la grandeza de Israel y sus duraderos logros. Incluso hubo tiempo para una breve y memorable aparición del presidente Bill Clinton, quien proporcionó quizás la nota menos edificante y más atávica de la velada al felicitar a Israel, “un pequeño oasis”, por “hacer florecer lo que antaño era un desierto yermo”, y por “construir una próspera democracia en un terreno hostil”.
Irónicamente, tales encomios no se han escuchado en la televisión israelí, que ha estado emitiendo una serie de veintidós capítulos, Tekuma, sobre la historia del país. Esta serie tiene un contenido decididamente más complejo y, de hecho, más crítico. Los episodios sobre la guerra de 1948, por ejemplo, utilizaban fuentes de archivo desenterradas por los llamados historiadores revisionistas (Benny Morris, Ilan Pappe, Avi Schlaim, Tom Segev y otros) para demostrar que los palestinos autóctonos fueron expulsados a la fuerza, sus aldeas destruidas, su tierra arrebatada y su sociedad desarticulada. Era como si el público israelí no tuviera necesidad de todos los paliativos proporcionados a los espectadores de la diáspora y del ámbito internacional, que seguían necesitando que se les dijera que Israel era motivo de un sencillo regocijo, y no, como realmente ha sido para los palestinos, la causa de una prolongada y todavía vigente desposesión de la población autóctona del país.
El hecho de que la celebración norteamericana simplemente omitiera cualquier mención de los palestinos indicaba también hasta qué punto se puede mantener despiadadamente una postura ideológica, a pesar de los hechos, a pesar de años de noticias y de titulares, y a pesar de un extraordinario –aunque en última instancia infructuoso- esfuerzo de eliminar a los palestinos del panorama de sublime tranquilidad de Israel. Si no se les menciona, no existen. Todavía después de cincuenta años de vivir el exilio palestino, me sigue sorprendiendo hasta dónde son capaces de llegar el Israel oficial y quienes lo apoyan para ahogar el hecho de que ha transcurrido medio siglo sin la restitución ni el reconocimiento por parte israelí de los derechos humanos de los palestinos, y –tal como los hechos muestran sin ninguna duda- sin vincular dicha suspensión de derechos a las políticas oficiales de Israel. E incluso cuando se da una vaga y difusa conciencia de los hechos, como en el caso de la primera página del New York Times del 23 de abril, debida a Ethan Bronner, se habla de la nakba palestina como de un acontecimiento seminovelesco (por ejemplo, utilizando unas dudosas comillas en la palabra “catástrofe”) que no provocó nadie en particular. Cuando Bronner cita a un palestino desarraigado que describe sus desdichas, a continuación comenta que “para la mayoría de los israelíes, la idea del señor Shikaki quejándose de ser una víctima resulta escalofriante”; una reacción que resulta posible gracias a que Bronner pasa alegremente por encima del desarraigo y las sistemáticas privaciones del hombre, e inmediatamente nos dice que su “rabia” (durante años el término aceptado para tratar de la historia palestina) ha llevado a sus hijos a unirse al Hamas y a la Yihad Islámica. Ergo los palestinos son terroristas violentos, mientras que Israel puede seguir siendo “una vibrante y democrática superpotencia regional establecida sobre las cenizas del genocidio nazi”. Pero no sobre las cenizas de Palestina, una aniquilación que perdura en las medidas adoptadas por Israel para bloquear los derechos palestinos, tanto internamente como en los territorios ocupados en 1967.
Tomemos como ejemplo la tierra y la ciudadanía. En 1948 fueron expulsados aproximadamente setecientos cincuenta mil palestinos: actualmente hay más o menos cuatro millones de refugiados. Atrás quedaron ciento veinte mil (hoy un millón) que posteriormente se convirtieron en israelíes –una minoría que constituye aproximadamente el 18 % de la actual población del estado-, aunque éstos no son ciudadanos de pleno derecho, sino únicamente de nombre. Además hay 2, 5 millones de palestinos sin soberanía en Gaza y Cisjordania. Israel es el único estado del mundo que no es el estado de sus ciudadanos reales, sino de todo el pueblo judío, que, consecuentemente, tiene derechos que no tienen los no judíos. Sin una constitución, Israel está gobernado por unas Leyes Básicas, entre las cuales una en particular, la Ley del Retorno, hace posible que cualquier judío de cualquier lugar emigre a Israel y se convierta en ciudadano, mientras que los palestinos autóctonos carecen de los mismos derechos. En cuanto al territorio del estado, el 93 % se considera tierra judía, lo que significa que a ningún no judío se le permite arrendarla, comprarla o venderla. Antes de 1948, la comunidad judía de Palestina poseía poco más del 6 % de la tierra. Un reciente caso, en el que a un israelí palestino, Adel Kaadan, que deseaba comprar tierras, se le negó dicha posibilidad debido a que no era judío, se ha convertido en una causa célebre en Israel, e incluso ha llegado hasta el Tribunal Supremo, el cual es de suponer que preferiría no dictaminar sobre el asunto. El abogado de Kaadan ha dicho que “como judío de Israel, pienso que si a un judío de algún otro lugar del mundo se le prohibiera comprar tierra del estado, tierra pública, propiedad del gobierno federal, por el hecho de ser judío, creo que en Israel habría protestas” (New York Times, 1 de marzo de 1998). A esta anomalía de la democracia israelí, poco conocida y apenas mencionada, se añade el hecho de que, como ya he dicho antes, la tierra de Israel era inicialmente propiedad de los palestinos expulsados en 1948. Después de su forzado éxodo, sus propiedades pasaron a ser legalmente tierras judías en virtud de la Ley de Propiedad de los Ausentes, la Ley de la Propiedad del Estado y el Decreto de la Tierra (la Adquisición de Tierras con Fines Públicos). Hoy sólo los ciudadanos judíos tienen acceso a dichas tierras, un hecho que no se ve reflejado en la afirmación, extraordinariamente generalizada, que hace The Economist en su artículo “Israel a los cincuenta” (25 de abril al 1 de mayo de 1998): que desde la fundación del estado los palestinos “han disfrutado de plenos derechos políticos”.
Lo que hace que esto resulte especialmente irritante para los palestinos es que se les ha obligado a presenciar la transformación de su propia patria en un estado occidental, uno de cuyos propósitos explícitos es velar por los judíos, y no por los no judíos. Entre 1948 y 1966 los israelíes palestinos fueron gobernados por ordenanzas militares. Después de eso, cuando el estado regularizó sus políticas sobre educación, práctica jurídica, religión y participación social, económica y política, se desarrolló un régimen orientado a mantener a la minoría palestina desfavorecida, segregada y constantemente discriminada. Existe una reveladora descripción de esta mezquina historia que raramente se cita o que, cuando se menciona, se abrevia o se justifica mediante el eufemismo (ya familiar gracias al apartheid sudafricano) de que “ellos” tienen su propio sistema: se trata del informe de marzo de 1988, titulado “Violaciones legales de los derechos de las minorías árabes en Israel”, publicado por Hádala (término árabe que significa “justicia”), una organización árabe-judía de Israel. Resulta especialmente contundente la sección sobre “el enfoque discriminatorio de los tribunales israelíes”, normalmente elogiados por los partidarios de Israel por su imparcialidad y su equidad. De hecho, el informe señala que, mientras que los tribunales han pronunciado sentencias progresistas y decentes sobre los derechos de las mujeres, los homosexuales, los discapacitados, etc., “desde 1948 han desestimado todos los casos relacionados con los mismos derechos para los ciudadanos árabes, y no han incluido nunca una sentencia declarativa en relación con la protección de los derechos de los grupos árabes”. Esto se ve confirmado en toda una serie de casos civiles y criminales en los que los árabes no obtienen ninguna ayuda de los tribunales, y donde resulta más probable que sean encausados que los judíos en causas similares.
Sólo en el último año, o en los últimos dos años, las investigaciones sobre la estructura política de Israel –que hasta entonces se suponía socialista, igualitaria, pionera y orientada al futuro-, han dado como resultado un panorama bastante distinto. El libro The Founding Myths of Israel (Princeton, 1998), de Zeev Sternhell, es la obra de un historiador israelí de los movimientos de masas europeos de derechas en el siglo XX, que descubre una preocupante coherencia entre dichos movimientos y la propia versión israelí de lo que él acertadamente denomina “socialismo nacionalista”. Lejos de ser socialistas, en realidad los fundadores de Israel, y consecuentemente la organización política que establecieron, eran profundamente antisocialistas, y estaban empeñados ante todo en la “conquista de la tierra” y en la creación de la “autorrealización” y de un nuevo sentimiento orgánico de pertenencia a un “pueblo” que durante los años anteriores a 1948 se fue desplazando constantemente hacia la derecha. “Ni el movimiento sionista en el extranjero –dice Sternhell- ni los pioneros que empezaron a colonizar el país podían formular una política frente al movimiento nacional palestino. La auténtica razón de ello no era una falta de comprensión del problema, sino el claro reconocimiento de la insuperable contradicción entre los objetivos básicos de ambos bandos”. Después de 1948 la política respecto a los palestinos preveía claramente la desaparición de la comunidad o su anulación política, dado que resultaba evidente que la contradicción entre ambos bandos seguiría siendo siempre insuperable. Israel, en suma, no podía convertirse en un estado liberal secular, a pesar de los esfuerzos que realizaron en ese sentido dos generaciones de propagandistas.
Después de 1967, la ocupación de Gaza y Cisjordania produjo un régimen civil y militar para los palestinos cuyo objetivo era la sumisión palestina y el dominio israelí, una extensión del modelo con el que funcionaba Israel. Quienes a finales del verano de 1967 establecieron asentamientos (y anexionaron Jerusalén) no fueron los partidos de derechas, sino el Partido Laborista, curiosamente miembro de la Internacional Socialista. La promulgación de literalmente centenares de “leyes de ocupantes” contravino directamente no sólo los principios de la Declaración Universal de Derechos Humanos, sino también las Convenciones de Ginebra. Estas violaciones fueron desde las detenciones administrativas hasta las expropiaciones masivas de tierras, pasando por las demoliciones de viviendas, los desplazamientos forzosos de población, la tortura, la tala de árboles, el asesinato, la prohibición de libros y el cierre de escuelas y universidades. Los asentamientos ilegales, sin embargo, siguieron extendiéndose en la medida en que cada vez más tierras árabes se sometían a la limpieza étnica con el fin de acomodar a las poblaciones judías de Rusia, Etiopía, Canadá y Estados Unidos, entre otros lugares.
Después de la firma de los acuerdos de Oslo, en septiembre de 1993, la situación para los palestinos siguió empeorando constantemente. Se hizo imposible viajar libremente de un lugar a otro, Jerusalén fue declarada ciudad prohibida y los proyectos de construcción masiva transformaron la geografía del país. La distinción entre judíos y no judíos se mantiene escrupulosamente en todos los aspectos. El análisis más perspicaz de la situación legal que se ha obtenido con los acuerdos de Oslo es el que realiza Raja Shehadeh en su libro From Occupation to Interim Accords: Israel and the Palestinian Territories (Kluwer, 1997), una importante obra que demuestra la continuidad, cuidadosamente mantenida, entre la estrategia negociadora israelí durante todo el proceso de Oslo y su política de ocupación de tierras establecida en los territorios ocupados a principios de la década de 1970. Además, Shehadeh revela la trágica falta de preparación y de entendimiento de la estrategia de la OLP durante el proceso de paz, con el resultado de que una gran parte de las simpatías internacionales que habían despertado los palestinos en contra de la política de colonización israelí y su triste historia de violaciones de los derechos humanos se desperdiciaron, en lugar de ser utilizadas y explotadas. “Todo el apoyo y la simpatía que los palestinos habían tardado años en obtener –dice Shehadeh- se fue por donde había venido, por así decirlo, creyendo erróneamente que la lucha había terminado. Los palestinos ayudaron, no menos que los israelíes, a dar la falsa impresión –a través, entre otras cosas, de la imagen ampliamente difundida en los medios de comunicación del apretón de manos entre Arafat y Rabin- de que el conflicto israelí-palestino se había resuelto. No se hizo ninguna tentativa seria de recordar al mundo que una de las principales causas del conflicto a partir de 1967, los asentamientos israelíes en los territorios palestinos ocupados, permanecía intacta. Y no hablemos de las otras cuestiones básicas, no resueltas, del retorno de los refugiados, la compensación y la cuestión de Jerusalén” (pág. 131).
Es incuestionable que el dilema moral al que se enfrenta cualquiera que trate de llegar a un arreglo en el conflicto palestino-israelí es bastante profundo. Los judíos israelíes no son colonos blancos como los que se asentaron en Argelia o Sudáfrica, aunque utilicen métodos similares. Se les considera, correctamente, víctimas de una larga historia de persecución antisemita occidental, en gran parte cristiana, que culminó en los horrores difícilmente comprensibles del Holocausto nazi. Sin embargo, el papel de los palestinos es el de víctimas de las víctimas. De ahí que los liberales occidentales que se adhirieron sin rodeos al movimiento antiapartheid, a la causa de los sandinistas en Nicaragua, a Bosnia, a Timor Oriental, a los derechos civiles norteamericanos, a la conmemoración armenia del genocidio turco o a muchas otras causas del mismo tipo, hayan evitado mostrar abiertamente su adhesión a la autodeterminación palestina.
Un reto aún mayor es la dificultad de separar las poblaciones palestina y judeo-israelí, que actualmente se hallan inextricablemente unidas de muchas maneras, a pesar del inmenso abismo que las divide. Aquellos de nosotros que llevamos años abogando por un estado palestino nos hemos dado cuenta finalmente –acaso también desgraciadamente- de que, si dicho “estado” (aquí las comillas son definitivamente necesarias) ha de surgir de los titubeos de Oslo, será débil y económicamente dependiente de Israel, sin una soberanía real ni un auténtico poder. Sobre todo, como muestra actualmente el mapa actual de Cisjordania, las zonas de autonomía palestina serán en su mayoría no contiguas (actualmente representan alrededor de sólo el 3 % de Cisjordania; el gobierno de Netanyahu se ha mostrado reacio a ceder un 13 % adicional), y estarán de hecho divididas en bantustanes controlados desde fuera por Israel.
La única alternativa razonable, pues, es recomendar que los palestinos y sus partidarios renueven la lucha contra el principio fundamental que relega a los “no judíos” al sometimiento en el territorio de la Palestina histórica. Esto, me parece, es lo que implica cualquier campaña de principios basada en la justicia para los palestinos, y ciertamente no el debilitado separatismo que los movimientos como Paz Ahora han abrazado caprichosamente primero para abandonar luego de inmediato. No puede haber ningún concepto de los derechos humanos, por muy elástico que sea, que se acomode a las constricciones de la práctica del estado israelí contra los palestinos “no judíos” a favor de los ciudadanos judíos. Sólo abordando la inherente contradicción existente entre lo que de hecho es un exclusivismo teocrático y étnico, por una parte, y la genuina democracia, por la otra, puede haber en el futuro alguna esperanza de reconciliación y de paz en Israel/Palestina.
Edward Said, en The Guardian, 2 de mayo de 1998.
Un lujo tener a Pedro Brieger en La Otra.
ResponderEliminarMuy buen post.Y excelente la nota de Ricardo Forster, en Pág 12 del domingo.
Ojala llegue la señal hasta gran buenos aires, san martin.
ResponderEliminarGoliardo:
ResponderEliminartenés banda ancha? lo podés sintonizar en www.fmlatribu.com
saludos
Liliana:
gracias y saludos
Oscar: se va a publicar la entrevista a Pedro Brieger en el blog (al menos algunos de sus conceptos) para los que no captamos la señal de la radio?
ResponderEliminarSaludos
Sí, en horas publicamos algunos fragmentos de la entrevista
ResponderEliminarsaludos