sábado, 26 de enero de 2013

El arquetipo del navegante pequeño-burgués



por Marilena Kun

La literatura científico social, ficcional o periodística está plagada de clichés de tipos sociales o psicológicos que nos dan una imagen esquemática de algunos seres humanos. Siempre pensé que esos estereotipos eran producto de la necesidad de los seres humanos en encontrar una clase que insiste en repetirse pero que no existe en la realidad.

Hoy pongo en duda mis pensamientos. Me he encontrado con un ser humano –no sé cómo decirlo- en una determinada circunstancia que repite tantos clichés de un arquetipo que yo tenía en la cabeza, del estereotipo de cierto pequeño burgués, que me hace tambalear mi certidumbre acerca de que las personas son todas diferentes y singulares.

Estaba en una reunión y un señor italiano relata su última aventura. Cuando digo última, no estoy queriendo decir que este señor fuera muy aventurero. Quizá fuera todo lo contrario. Su última y gigante aventura es que con otros dos amigos cruzaron el Océano Atlántico en un velero, desde las Islas Canarias hasta el Caribe, arribando a la Isla Martinica.

Sabía del viaje que iba a realizar y me parecía una aventura que yo jamás realizaría, ya sea por el temor a la empresa tanto como porque cuando algo se mueve debajo de mis pies entro en pánico. Veinte días en alta mar me parecía algo así como entrar por el mismo lapso dentro de una coctelera gigante. Nada más lejano a mis intereses.

Al regreso de la aventura esperábamos, otros conmigo, la narración de tamaño viaje que alguna vez, la primera que realizó un aventurero en serio, cambió el planeta de cabo a rabo. La expectativa era entusiasta, quizá por nuestro desconocimiento sobre estos veleros que parece que cuestan mucho dinero, ya que casi viajan solos, con los aparatos sofisticados que tienen. Estábamos ansiosos por conocer detalles.

El relato comienza con la afirmación tajante:

- No vale la pena cruzar el Atlántico para ir al Caribe. No tiene nada interesante.

- Bueno, pero el viaje, ¿cómo fué? -nuestra pregunta.

- Tranquilo, bien, sin problemas... La barca iba sola porque el viento era favorable y no hubo ninguna tormenta... Todo bien...

Dada la parquedad del relato, lo dejamos hablar solo. Insiste: no tiene sentido ir hasta allá, no hay nada interesante, el Caribe no tiene nada interesante. Le pregunto dónde había estado como para tener una opinión tan rotunda sobre todo el Caribe. Había estado sólo en dos pequeñas islas por menos de 10 días. Le dije que yo conocía algo del Caribe y me parecía bellísimo, sus playas, su aguas, su gente... Insiste: pero no vale la pena cruzar el Atlántico para ir ahí. Era evidente que si el tipo había navegado veinte días y no había encontrado nada digno de su viaje, yo no lo iba a hacer cambiar de idea en una simple conversación. Borbotonea algunos episodios:

- Se nos acercaron a vender 2 o 3 bananas y nos querían cobrar 10 o 15 dólares. ¡Te imaginás! Yo acá las compro por un euro el kilo, mirá si voy a comprarles a ellos. No quieren trabajar. Te quieren usar y ganar todo de un saque.

Lo contaba con fastidio y desprecio.

- Además, apenas ponés un pie en tierra te rodea un montón de chicos pidiendo, casi ni te dejan caminar. Es desagradable. Si fueran dos o tres, vaya y pase, pero son como quince que te molestan todo el tiempo.

Aquí el relato no denotaba fastidio, sino explícito asco.

- Además no te cobran nada por el estacionamiento del barco, imaginate. Acá te cobrarían en serio. ¡Así están!

Obviamente nuestro entusiasmo por conocer algo de una aventura tan arriesgada -desde nuestra óptica profana- había sido decepcionado, por no declarar nuestra indignación. Ya no nos interesaba seguir escuchando ningún relato. Aunque no era necesario nuestro desinterés, porque el viajero tampoco estaba motivado en contar. Es probable que se haya aburrido enormemente.

En un momento alguien le pregunta tímidamente de qué país americano estaba más cerca la Isla Martinica. Contesté apresurada que me parecía que era Venezuela. El indómito viajero dijo que no, que estaba más cerca de Centroamérica, y barajó que sería Guatemala o Nicaragua. A mí no me parecía, por lo que fui a consultar el mapa. Obviamente, Martinica está muy cerca de Venezuela y muy distante de Centroamérica y los países mencionados. Allí entendí que el tipo que estuvo más de veinte días en el océano en un barco a vela, en verdad no había salido de su casa. Que ni siquiera había consultado el mapa para saber hacia dónde iba o dónde había estado. Que el espíritu de conocer el nuevo mundo (para él) estaba tan cerrado como antes de partir. Que sus acusaciones de provincianos a sus otros congéneres italianos lo dejaba muy mal parado, pues más que provinciano él delataba ser un “aldeano”, siempre en sus propios términos despreciativos.

El tipo se lamentaba de los niños pobres que lo perturbaban en su camino, se quejaba de los que le querían robar vendiendo bananas por un precio mayor al que paga a la vuelta de su casa, habiendo atravesado el océano con un barco de más de un millón de euros. Era evidente que quería estar encerrado en su barco, si es posible en el living de su casa, pues cuando encontraba algo que no era Europa, era despreciable. Un tipo así no puede escuchar o ver ningún semejante diverso de él mismo. Casi como los conquistadores... pero al menos ellos tenían un cierto espíritu aventurero, su viaje era osado, no los ayudaba la sofisticada tecnología que hace todo por uno, e iban al encuentro de cosas nuevas.

Es así que me topé con un ser humano en el que estaban condensados todos los estereotipos que uno puede imaginar (cuando se pone a imaginar mal) de un pequeño navegante burgués europeo. De un modo tan concentrado que casi uno ni se atreve a imaginar sin pensar que se trata de un cliché. Jamás a un personaje de ficción le podría haber puesto todos estos atributos sin sentir que estaba exagerando.

Pero no, el tipo este, con todos los atributos para el Nobel de la pelotudez, existe y lo conozco.

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