Y unas pocas cosas más
Hoy se cumplieron 10 años de que salió de imprenta mi libro
Kierkegaard: una introducción, también conocido como
Escuchar una voz. Recuerdo perfectamente cómo estaba cuando salió el libro. Mal. Lo presentamos en San Telmo, una tirada supongo pequeña, se agotó, no se reeditó. La editorial me pagó veinte guitas y veinte ejemplares para repartir. Después pasaron cosas, un día veo que en España venden mi libro por miles de Euros en una edición que *
yo habría publicado en Madrid en 2018* con una editorial que no sé cuánto, cosa que no hice. Averigüé, me dijeron que no sé qué. Aunque queda algún libro rondando por las librerías de AMBA como se dice ahora, y en mi casa debo tener tres ejemplares, en 2018 decidí encargarle a Ediciones del Fortín una reedición corregida y aumentada para que se descargue gratuitamente de internet. Si algún madrileño está embolsando euros con mi libro, yo se lo regalo a cualquiera.
Pero, bueno, esto es otra cosa. La primera cosa es que hoy se cumplen 10 años de la edición original, recordando perfectamente cómo me hallaba yo al ser publicado, mal, he resuelto espoilear acá el final del libro. También les dejo un link para que lo descarguen
gratis entero acá. O le pagan una fortuna al gallego. O no hacen nada.
Espoileo el final y después agrego algo:
El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se determina por el objeto amado, es decir, mientras el objeto de nuestro amor sea así o asá, porque nos haga bien o nos dé placer. Al prójimo se lo ama por amor y por nada más:
“El simple amor se determina por su objeto, la amistad se determina por su objeto, sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo. La razón de esto radica en el hecho de que el prójimo es cada humano, de suerte que todas las diferencias quedan eliminadas del objeto y por eso cabalmente es reconocido este amor en cuanto su objeto no admite ninguna determinación aproximativa por parte de las diferencias, o dicho con otras palabras: que este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es esta la más alta perfección? Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse por alguna otra cosa distinta, entonces esta otra cosa representa en la misma relación como una sospecha contra el amor, como si este no fuese lo suficientemente abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido de la eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta predisposición enfermiza. Y, consiguientemente, en esa sospecha habita escondida la angustia que hace que el amor y la amistad dependan de su objeto, la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de llevarnos hasta la desesperación”.
Søren Kierkegaard, Las obras del amor
En este pasaje aparece la desesperación que produce el amor estético, tal como ha sido planteado en La repetición, es decir, el amor amenazado por el hastío, que puede derivar fácilmente en rutina y finalmente en odio cuando el objeto amado, por las razones que fueran, ya no nos gusta. La clave para que exista el amor al prójimo consiste en romper con el amor de preferencia. Este último es un vínculo entre un amante y su objeto amado. Esa relación establece un circuito que lo único que hace es alimentar un egoísmo recíproco: nos amamos en tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una relación entre dos, y por lo tanto una relación especular, de reflejo, en la cual uno busca anclar el amor en el otro y, por eso, su amor depende del otro, y el amor del otro depende de uno. Un amor regido por el amado, que espera que el amado dicte la ley del amor, es amor de finitud, es decir, un amor condicional e infinitamente insatisfecho: por ello enciende la angustia, los celos y, en definitiva, la desesperación. Esta acepción del amor de preferencia puede remitirse sin demasiado forzamiento a la lucha a muerte de las autoconciencias contrapuestas por el reconocimiento del otro, que deriva, como desarrolló Hegel en la Fenomenología del espíritu, en una dialéctica del señor y el siervo. El amor al prójimo es cosa muy distinta.
¿Cómo se rompe el círculo de la preferencia y la desesperación? La clave está en la instancia de un tercero que sea Otro, un des-semejante que rompe con este juego de espejos. Este tercero es el amor mismo. Además del amante y del amado está el amor. La relación del amante y el amado se ancla en el amor. A la pregunta por quién es el Jesucristo de Kierkegaard no podemos responder con una fórmula especulativa ni con un aserto teórico: la apertura que plantea Las obras del amor es de índole práctica: el amor es el tercero que quiebra el juego especular entre dos amantes que tan sólo se prefieren hasta que se aburren, dejan de hacerlo y pasan a odiarse. El prójimo es el insignificante, al que vas a amar no porque sea especial, sino porque es; es decir: por amor.
El amor al prójimo no es amor al semejante, porque no se asienta en una identificación. La identificación es el amor propio, el mecanismo por el cual cada sujeto busca el reconocimiento del otro; el yo que necesita del otro para reconocerse a sí mismo, que se ve a sí mismo en el espejo del otro. Esta búsqueda del reflejo de un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena una inquietud infinita que deriva fácilmente en odio. Lo que puede romper con ese encierro es un otro, es decir: des-semejante de los amantes. El amar al prójimo como a ti mismo viene a romper con el más conocido amor al semejante. Así es como se plantea en el Evangelio. Cuando Cristo manda: ama al prójimo como a ti mismo está citando un pasaje del Antiguo Testamento [Levítico, 19, 16-18]. Se lee:
“No andéis difamando entre los tuyos; no demandéis contra la vida de tu prójimo. Yo Yaveh. No odiéis en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues por pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
En ese pasaje, el Antiguo Testamento parece referirse a una relación de proximidad: “los tuyos”, “tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al semejante, al amigo, al hermano, al que es como yo. ¿Esto implica que la necesidad de amor se agota en los míos, los cercanos, los próximos? Se trataría entonces de un amor de preferencia: prefiero a mi hermano antes que a un desconocido, prefiero al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo antes que a mi enemigo. Así el prójimo sería solo el próximo y el parecido a mí.
Pero unos renglones más abajo el Antiguo Testamento dice:
“Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no lo molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo, pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”.
Ahora se trata de amar al forastero como a uno de los tuyos. Uno podría entender que esa obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a vosotros”, es decir, que se volvió un vecino y en razón de esa vecindad está cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo que alega Yaveh es que “forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir: que la razón para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero, sino el hecho de que forasteros somos todos.
En el Nuevo Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se alteran de una manera paradójica y escandalosa. Se transfiguran. Jesús vuelve sobre esas antiguas palabras pero trastorna los significados lineales de proximidad y lejanía, introduce la ajenidad entre los que se encuentran cerca, la extrañeza entre los conocidos, la discordia entre los parientes y el amor entre los enemigos. ¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más bien diría que hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido habitual de estas palabras:
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”. [Mateo 10, 34-36]
El cercano, el hermano, el próximo se vuelven de pronto enemigos. Hay un pasaje que constituye la ruptura radical con el amor de preferencia:
“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? ¿Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo los gentiles?”. [Mateo 5, 43-47]
La piedra de toque de cualquier amor fundado en las ventajas comparativas del objeto amado o el bien que el amado pueda hacernos está en el mandato de amar al enemigo, es decir, a aquel cuya presencia no me representa ninguna ventaja interesada, al que amo solo porque lo amo, aunque sea mi enemigo. En esta figura del enemigo amado está cifrado una vez más el problema ya planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿por qué razones habría que amar a Jesús? ¿porque es elocuente? ¿porque hace milagros? Anticlimacus [pseudónimo de Kierkegaard, autor de Ejercitación del cristianismo] dice que Cristo es el incógnito, el hombre insignificante, que no tiene ningún atributo exterior por el cual pueda ser reconocido como el amor. Y sin embargo este prójimo es el amor. No hay manera de reconocerlo sino amándolo. No se trata de ningún reconocimiento por el cual “yo me doy cuenta de lo que vos sos y entonces te amo”. El acto de amor invierte la condición: el amor está puesto antes. Si lo amás, entonces aparece el prójimo. El amor precede al amante y al amado.
El análisis de la experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor un despliegue y una riqueza que no se pueden suplir por una breve síntesis. Pero se hace evidente que esta problemática es un punto de confluencia de toda la obra kierkegaardiana. No es que este libro resuelva todos los dilemas que en el resto de la obra de Kierkegaard quedan como asuntos pendientes, porque el amor al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera porque en las llamadas "obras estéticas" firmadas con diversos pseudónimos el autor exploró el callejón sin salida de la angustia ante la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las reglas comunitarias, el egoísmo, la desesperación y la percepción del sinsentido de la existencia. No es para anular esta problemática de la finitud que se apela a una sencilla fórmula del amor. La obra kierkegaardiana despliega todo el repertorio de los motivos por los cuales hay que desesperarse y deja en manos de cada lector la posibilidad de encontrar una puerta que está abierta sólo para él o que se cerrará para siempre.
* Espoileado el final, agrego algo. Alguien me dirá que por qué tanto Cristo de aquí y Cristo de allá, si acaso soy cristiano. Es un tema que hoy me suscita preguntas a las que cuando salió el libro no les daba mucha importancia. Sin embargo, diez años después, me parece que valdría la pena decir algo al respecto. Lo dejo para otro post.