Por Oscar A. Cuervo
Sátántangó de Bela Tarr es un filme descomunal y esto no sólo por los obvios motivos de su descomunal extensión (siete horas y media). Sátántangó es un monstruo bifronte, una de cuyas caras mira al pasado, con su rabioso clasicismo (quizá se trate del último film narrativo bueno); mientras que la otra apunta al cine del porvenir, con su modernismo feroz (en 1994 anticipa no sólo el nacimiento de la visión van Santiana en Gerry, sino la exasperante deriva de Raya Martin en Autohystoria).
Bela Tarr y László Krasznahorkai –el autor de la fuente literaria- exponen sin pudor una estructura narrativa que remite a una mutación de la novela del siglo XX (Faulkner, Joyce, Lezama Lima; hasta es posible encontrar –como me sugiere Carmen- al Roberto Arlt de Los siete locos en esa pandilla desquiciada de rengos, borrachines, prostitutas y lectores de la Biblia que siguen el Plan diseñado por el mesiánico Irimías, una rencarnación de Erdosain; quizá Krasznahorkai haya leído a Arlt; quizás ambos remitan a una fuente original: ¿Dostoievski?).
Como en otra novelas del siglo XX, el relato fundamental se lee mediante indicios diseminados por la fragmentación de los puntos de vista y la superposición de capas narrativas. Hacen falta realmente siete horas para ir deshilvanando la trama. Un contrapunto de diversas voces comenta el relato, arriesga interpretaciones, las ironiza y las deja en suspenso. El Doctor –máscara inolvidable del fassbinderiano Peter Berling- es el observador que espía a sus vecinos y anota en cuadernos, llenos de palabras y de croquis; escribe borracho y acierta al diagnosticar la irremediable desesperación de sus prójimos, a pesar de que él mismo no es capaz de tenerse en pie. La película abre y cierra con el punto de vista de este testigo privilegiado que, lo que no ve, lo inventa. Al final, el Doctor clausura la ventana por la que ha estado espiando y así nos deja en la oscuridad durante los últimos minutos, como si Tarr fuera consciente de estar clausurando también toda una época del cine.
Pero hay otros narradores que también dejan constancia de lo que observan: Irimías le dicta a su ladero los pormenores del Plan que incluyen descripciones impiadosas de los otros personajes, mechadas con disquisiciones metafísicas dignas del Astrólogo arltiano. Después esas notas serán tipeadas y traducidas por un par de burócratas que suavizan las descripciones más crueles de Irimías. Como si fueran editores contratados para podar la proliferación desmesurada de escenas de una película demasiado larga, eliminan las reflexiones filosóficas, políticas y teológicas de Irimías y también aligeran la adjetivación. La escena, muy graciosa, nos sugiere lo que habría quedado de Sátántangó de haber caído en manos de burócratas del cine. También está el relato del loco Kelemen, que en medio del tango satánico repite obsesivamente unas frases a las que nadie toma en serio, a pesar de que él ve realmente lo que va a suceder.
Y hay, por supuesto, otro narrador, secreto, capaz de meterse en los últimos pensamientos de la niña antes de morir, reconciliada con ese mundo atroz; capaz también de enhebrar el relato de la multitud de sueños del grupo en la casona vacía, sueños en los que los personajes abandonan el árido realismo del film para entregarse a los prodigios del género fantástico.
Todas estas ideas son tremendamente literarias y lo extraordinario es que funcionan a las mil maravillas en el dispositivo cinematográfico de Tarr. Porque esta base literaria no luciría tan brillante si no fuera por la suntuosa puesta de cámara, por la belleza arrebatadora de una luz plateada que transfigura el feo andurrial en el que los personajes se arrastran; y por el majestuoso, lento y seguro ritmo en el que se desenvuelve cada acto. La teatralidad de algunas escenas, la presencia imponente del elenco, nunca hacen ruido en el sistema fílmico de Sátántangó. Teatro, novela, música, fotografía, steadycam, zooms, travellings circulares, grúas, monólogos, profecías, desvaríos, silencios, dictados y rezos, danzas, ruinas, gatos, lechuzas, cerdos, ovejas y pantalla en negro: todos los recursos se integran en una summa artística que parece compendiar el repertorio completo del arte occidental.
Pero esto es sólo el ojo que mira hacia atrás, porque Sátántangó también es el filme de la década del 90 que anticipa el cine del nuevo milenio. Un cine que desanda el camino de Griffith para volver a explorar senderos que fueron abandonados prematuramente cuando se impuso el código narrativo industrial. El cine como experiencia más que como relato, como obstinación de seguir caminando, de seguir y seguir un paso absorto, como los extraviados de Gerry, de seguir y seguir caminando, como repite el delirio del loco Kelemen. Estas caminatas-extravíos hoy continuadas por el áspero andar de Autohystoria.
no leí la entrada completa. después vuelvo y la leo. pero quería decir que en Armonías... de Bela Tarr también hay varias caminatas. qué película impresionante, dios mío. y eso que yo la vi en un monitor de 17 pulgadas. es una de las mejores películas que vi el año pasado. increíble. no se te borra de la memoria.
ResponderEliminarbesos. julieta.
No ví Sátángó (si la excelente "Armonías...")pero me pareció interesante esa descripción de "monstruo bifronte": la confrontación entre clasicismo y modernismo. Y me quedé pensando en la razón por el cual ciertas propuestas estéticas producen placer y otras no, aunque se puedan rastrear en ambas una ruptura con formas dadas.Y no pude menos que asociar con Barthes que, si bien trata sobre el placer del texto, me parece que podría esclarecernos algunos aspectos (salvando las distancias, claro), sobre el efecto en otros discursos.Tomando sus palabras, parece haber "una redistribución (de los elementos del cine, en este caso) que se hace por ruptura. Se trazan dos límites: un límite prudente, conformista (en este caso, la narración clásica) y otro límite móvil, vacío (el modernismo). Estos dos límites -el compromiso que ponen en escena- son necesarios. Ni la cultura (cinematográfica, tal como la hemos entendido hasta hoy), ni su destrucción son eróticos : es la fisura entre una y otra la que la vuelve erótica. Así como el lugar más erótico de un cuerpo está allí donde la vestimenta se abre, es la intermitencia la que erotiza, la que seduce: la puesta en escena de una aparición-desaparición".
ResponderEliminarO sea: "se trata de agujerear el discurso (cinematográfico)...sin volverlo insensato".
Bueno, no sé si vale trasladar estas reflexiones al cine, pero me pareció que podían aportar algo para entender algunas aceptaciones y algunos rechazos...
Liliana.
ResponderEliminarte preguntas por qué ciertas propuestas estéticas producen placer y respondías con Barthes. Yo más que placer preferiría decir "goce". No sé si Barthes tiene en cuenta esta diferencia, pero sabemos que en el dolor, en la crueldad puede haber formas de goce más delicadas, más torutosas o más refinadas que en el mero placer.
Creo que el arte no necesariamente tiene que ver con el placer, pero sí con el goce.
Terminas citando (¿a Barthes?) "se trata de agujerear el discurso cinematográfico)...sin volverlo insensato". Pero quién ha dicho que el goce no puede ser insensato? Y qué decir de la poesía? Nos atreveremos hablar de ua poesía sensata y otra insensata?
Puede parecer una diferencia terminológica,,pero yo creo que es mucho más. Porque sabemos que aparecen los polícías del arte, los que objetan que un cineasta como Raya Martin o una cantante como Amy Winehouse proporcionen un goce perfectamente legítico (vacilo en poner la palabra "legítimo"... qué decir entonces? que el arte no puede conceder un sólo milímetro a juicios acerca de lo sensato y de lo legítimo.¡Fuera la policía mental del cine y de las canciones!
Me uno a esa consigna final de tu comentario, Oscar. Es absolutamente "legítima" la insensatez, obviamente.La frase era de Barthes, efectivamente, y estaba referida a Flaubert. Tal vez el error fue mío al sacarla fuera de contexto. No sé si la he entendido bien (el texto es sumamente complejo), pero me parece que apunta a señalar que la subversión que hace Flaubert en el lenguaje está como encubierta, es tan "radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo "cómico que hace reír"). (cita textual de Barthes) Me parece que ése es el matiz que le da en esa frase anteriormente al par "sensato-insensato": algo que tiene la apariencia de "sensato", pero que lleva, dentro de sí, la "insensatez" de toda subversión.Es probable que en otra estética esa "insensatez" esté al desnudo y provoque efectos diferentes.
ResponderEliminarY acudí a Barthes porque me interrogué acerca del fenómeno de adhesiones o rechazos iniciales de estas propuestas. En el primer caso,el "placer" (siempre un andarivel un poco más acolchonado que ciertos goces...), me parece que se produce por un efecto de corte en la misma obra. Andamos por un lugar conocido y de repente...algo cambia, un "agujero" que nos deja en el aire. En cambio, otras propuestas nos sitúan desde el vamos en el abismo, sin ninguna referencia (Artaud, Beckett, en literatura, por ejemplo). Propuestas que resultan más
difíciles de abordar, aunque son de alto vuelo.
A esta altura,(y después de haber reflexionado un poco sobre algunas películas a las que me costó acceder)no quisiera que se entienda mi comentario como un juicio de valor acerca de unas y otras...Solamente trataba de preguntarme acerca de los efectos que se producen, en este caso en el cine, e hice una analogía con la literatura que me pareció válida. Tal vez esto se deba a que, desde hace tiempo, me vengo preguntando acerca del por qué ciertas poéticas son más fácilmente aceptadas y otras, más "oscuras" son expulsadas inicialmente, aunque sus méritos puedan ser igualmente valiosos.