O el terrible triunfo de las voces solas
por Alejandro Ricagno
Los padres o están muertos o están enfermos y condenados. Derrotados. Pero la derrota nunca es definitiva: todo indica que puede continuar aún más.
Los hijos o ya no pueden hablar o son directamente idiotas; a veces idiotas conmovedores y frágiles, pero también pueden ser siniestros y victimarios.
Los testigos son amigos, cómplices, pero también guardan secretos como en su momento guardaron ¿escondieron o sustrajeron? armas. Ese es el paisaje interior. Un departamento donde sobreviven una madre viuda con cáncer, otrora militante, una hija autista, como restos náufragos del exilio y del desexilio. Padre muerto, estúpidamente, al regresar. No hay épica ni heroísmo. Y la vecina-amiga, solícita, memoria de todo lo que pasó en el barrio mientras madre-hija-marido estaban ausentes: fugitivos. Memoria de lo anotado, ese personaje, sinuosa presencia, guardiana del pasado bajo otro relato, más cansino, más mezquino tal vez, que planea una boda arreglada de la hija deficiente de la ex militante (a la que tendría que cuidar si no cuando su amiga muera) con el hijo psicótico -o “con problemitas neuronales”- de unos vecinos acomodados, dueños de una casa de sepelios.
Los otros, los de afuera, entonces son el campo enemigo a seducir en este nuevo tiempo. Salida desesperada cuando no hay salida. Y entonces la hipocresía vecinal a dos puntas hace su entrada: el pragmatismo liberal y la “salvación mercado-evangelista”. Y hay un gato envenenado: gato encerrado, podrido, como la sangre que necesita ser transfundida, tan solo para prolongar la vida, apenas un poco más. Para una tregua, para que por algún carril pueda circular, a pesar de todo, el amor, y acaso se desentierren secretos guardados, que son, como todo lo guardado, también veneno.
Esos son algunos de los elementos de la extraordinaria obra Como estar juntos escrita por Diego Manso y dirigida con excelente pulso por Luciano Suardi, buceando ambos en las consecuencias de los 70, en un registro absolutamente inusual. O mejor dicho habría que hablar de registros discursivos y actorales diversos que, lejos de resultar un pastiche posmo (nada es posmo, ni pop, ni liviano en esta obra), se convierten en notas singulares de una obra orgánica, un concierto cruel que permite, sin embargo, encontrar las dosis justas de ternura, para que pese a todo se dibuje un instante de humanidad, terrible, pero humanidad al fin, tras un paisaje devastado.
Del grotesco a la risa, del costumbrismo al registro lírico, de la oralidad puiguiana al discurso evangélico televisivo, de la ferocidad a la fragilidad, del humor negrísimo a lo siniestro, y de allí a la conmoción emocional, al gesto que congela la tragedia, el espectador es zarandeado, vapuleado en su percepción, por cada matiz de la obra, hasta ese segundo de silencio que, garganta anudada mediante, nos deja unos momentos congelados en la butaca, hasta que recuperamos fuerzas para aplaudir, para sacarnos la obra de encima, para, si se permite la figura, sacarnos el sombrero y decir chapeau. Chapeau a la precisa y preciosa pluma de Diego Manso, que puede crear una criautura plena de retórica costumbrista atravesando todos los lugares comunes de la lengua barrial (y epocal setentosa) en el personaje de la amiga, compuesto magistralmente en ese tono -a lo Traicion de Rita Hayworth, diría- por Sylvia Baiylé , y hacerlo creíble y carnal, y al mismo tiempo, en la misma escena, hacer irrumpir el hermoso y elégico monologo de la madre que abre la pregunta que da titulo a la pieza, Cómo estar juntos, que se desgrana como poema, mientras ella, en la piel y la voz de la impresionate Marta Lubos, de apagón a pagon, adelgaza literalmente frente a nuestros ojos. Si algo puede definir la frase hecha “una actuación descarnada”, eso es la presencia de la gran Lubos en escena. Casi escribo la gran “Loba”, o”Lupa”, con lo que de materno, aguerrido y feroz tiene la imagen de una loba defendiendo a su cria. Así, con esa tenacidad, más que encarnar, se descarna ante nuestros ojos virando de la resignación al dolor, la rabia y a la ternura, como en esos momentos de soledad con la hija semiausente, impresionante máscara de Inés Sarraceni. Y, last but not least, integrar las otras voces presencias: el idiotismo siniestro pero a la vez también conmovedor por lo que tiene de animalidad pulsional del “monguito”-como la llama la vecina- que compone sin irse de mambo Julian Vilar, el paulatino desenmascaramiento del nuevo rico del enterrador (justo un enterrador, hallazgo autoral) compuesto por Iván Moschner, sin olvidar el tono de delirio desopilante en el discurso religioso alienado (que incluye un análogo discurso corporal por parte del actriz) de la madre evangélica, interpretada por Maittina de Marco.
No sé cómo debe sonar todo esto que descrito en papel, blanco sobre negro, en la obra desnuda. No he leído el texto, que tiene, puede percibirse, muchos pliegues y riesgos. Una nota falsa, un acento mal puesto, un paso más acá o más allá, pueden hacer resonar todo de otra manera. Puede que esta sea una percepción, pero a los riesgos de semejante texto que me atrevo a definir como multiplicidad tonal, Suardi ha elegido el de organizar los registros discursivos, y por lo tanto actorales, casi como un director de orquesta. A cada registro, un tono que da lugar a los altos, los bajos, los semitonos, los bríos solistas, para arribar a la totalidad orgánica. Esa que nos deja con los ojos rojos al final. Así se refuerza la pregunta de cómo hacer para estar juntos, de qué manera escucharse, cuándo gritar, por qué, qué callar, qué amplificar, qué cosas se arrastran desde lejos aún, bajo qué luz o bajo qué música ejecutar un gesto desesperado que contiene en sí mismo toda la tierna violencia del amor. Para eso por supuesto hay que ser un conductor sensible, y hay que tener un elenco talentoso, una obra sólida y sin concesiones cómodas. Esos son los simples requisitos de, sin duda, uno de los espectáculos teatrales imprenscindibles del año.
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Viernes 23:15 hs.