por Oscar A. Cuervo
(viene del capítulo anterior) Kierkegaard no realiza lo que para Lukács había que realizar (una inversión de la tendencia idealista del sistema hegeliano). En una obra temprana de Kierkegaard,
Johannes Climacus, o De omnibus dubitandum est, que sólo fue publicada póstumamente, el narrador de la misma parece anticiparse a responder negativamente al reclamo de Lukács: “A quien suponga que la filosofía jamás ha estado tan cerca como ahora de resolver su problema (de explicar todos los secretos) puede que le parezca raro, rebuscado y hasta ofensivo que yo elija la forma narrativa, en vez de dar una mano, dentro de mis humildes posibilidades, poniendo la piedra que remate el Sistema. Por otro lado, aquel que se haya convencido de que la filosofía nunca ha estado tan fuera de su centro como ahora, tan confundida pese a todas sus determinaciones (...), a ese le parecerá correcto que yo trate, aun por medio de la forma, de contrarrestar la detestable falsedad de la filosofía moderna (...)” (1). Escrito probablemente en el invierno de 1842/1843, este texto elige la forma narrativa frente al discurso sistemático y hace hablar en primera persona a Johannes Climacus, que años después llegará a ser uno de sus principales pseudónimos de Kierkegaard, el autor de
Migajas filosóficas y del
Postcriptum. En la edad media existió un Climacus real, asceta del siglo VI de nuestra era, que escribió un tratado titulado
Scala Paradisi, en el que habría desarrollado un camino de ascención al cielo, escalón por escalón, mediante distintos grados del saber. A Kierkegaard, el pseudónimo Climacus le va servir para darle voz a quien quiere llegar a pensar la divinidad
a través de mediaciones, en contraste con la posición más propia de Kierkegaard de caracterizar el movimiento de la fe como
un salto.
Pero, en lugar de internarme ahora en el contenido de esta obra, quiero remarcar su temprana decisión de poner en marcha su estrategia de comunicación indirecta mediante una obra filosófica narrativa. Esta audacia formal de rebelarse contra la voluntad de sistema, en medio del predominio hegeliano, equivalía a quedarse fuera del paradigma dominante. Kierkegaard, ya antes de escribir
Enten Eller (su primer libro publicado), ha decidido dar un golpe de timón que lo vinculará con la filosofía por venir. No se trata de corregir, enderezar, completar ni dar vuelta el Sistema, sino de pensar con otras formas.
En la forma discursiva se juega el poder de la intervención de un pensador sobre la realidad. Hay un rigor en la entonación (
Stemning) que se adopta para comunicar. Hay que pensar en la escritura como acto de enunciación, en sus posiblidades y límites. Hay que romper con la ilusión de que todo puede decirse. Hay que denunciar la posición del que escribe desde una simulada neutralidad que borra las huellas de la enunciación. Hay que pensar en el lector, dirigirse personalmente a cada uno que pueda leer, apelar al poder del lector (su posibilidad), que nunca es un mero “receptáculo” de un saber trasmitido. Hay que abrir con la escritura una brecha de silencio en la cual el lector pueda instalarse para decidir él mismo lo que le concierne como lector. ¿Quién habla en los textos filosóficos y desde dónde habla? ¿Qué puede hacer el que lee con la comunicación que se le dirige? Con Kierkegaard, la filosofía abandona toda ingenuidad en el elemento de la escritura, porque el danés escribe pensando y piensa escribiendo y supone que lo mismo puede hacer el lector: leer pensando y pensar leyendo.
La escritura kierkegaardiana no “representa”, no refleja ni reproduce una verdad, sino que la pone en marcha en concreto en el propio texto. Y la verdad que vive en la escritura tiene el ser de la posibilidad. No me parece que yo pueda decirlo mejor que el propio Kierkegaard, cuando distingue la comunicación directa como “comunicación de saber” de la comunicación indirecta como “comunicación de poder” (2). En la comunicación de saber, impersonal y objetiva, con pretensión científica, “no actúo lo que expongo, no soy lo que digo, no doy a la verdad expuesta la forma más verdadera de ser, existencialmente, lo que digo: yo hablo de ella” (3). En la comunicación de saber se borra el ser del que escribe y del que lee, en pos de un predominio del objeto acerca del cual se habla. Y por sobre todo, podríamos agregar, se escabulle el ser mismo de la escritura. No se trata de encontrar un tono más o menos personal para dirigirse íntimamente a la persona del lector (aunque esta posibilidad no queda en Kierkegaard descartada), sino de dejar ser al texto lo que siempre es:
posibilidad. Esta es la clave de la comunicación indirecta: Kierkegaard la denomina “comunicación de poder”.
En
Mi punto de vista Kierkegaard expone su "estrategia de escritor", destinada a instalar decisivamente la cuestión de la verdad en una comunidad que él supone presa de la ilusión. ¿Cómo se instala lo decisivo? ¿Cómo dirigirse al que se aferra al engaño? ¿Cómo escribirles a los que están consolidados en la ilusión? Estas preguntas están orientadas en Kierkegaard por lo que para él es la cuestión principal: ¿cómo llegar a ser cristiano? Pero creo que su propósito personal no cierra la posibilidad de tomar el problema de la escritura y la comunicación indirecta en un contexto más amplio que el que él pensó. La filosofía académica se mostró durante mucho tiempo inepta para pensar en el poder del discurso o se inclinó a pensarlo sólo teóricamente, como si la filosofía estuviera condenada de antemano al discurso teórico, a la comunicación de saber.
***
Con dictaminar que Kierkegaard fue políticamente conservador o incluso reaccionario, con transformarlo en un
objeto de nuestro presunto saber, con hacerlo ingresar en una cuadrícula, con todo esto seguramente no le habremos hecho ningún favor al pensamiento ni a la política; ni a Kierkegaard ni a nosotros mismos. Creo que lo que un pensador puede darnos es la oportunidad de pensar con él y más que nada la de
pensarnos.
Si hablamos de política, hay toda una política en esto de dar por buenas nuestras nociones comunes para juzgar la posición de otro; hay toda una política en sustraer nuestra propia posición cuando teorizamos o juzgamos la política de un pensador o un artista. Corremos el riesgo de olvidarnos de que, en estas ocasiones, lo que decimos acerca de la caracterización política del pensamiento kierkegaardiano, del conservadurismo de tal escritor o del derechismo de tal cineasta, termina por alcanzarnos indefectiblemente: más que la posición política de Kierkegaard, lo que aquí se hace patente es
nuestra propia política: ser autor, profesor, dirigir un mensaje a los contemporáneos, son ejercitaciones del poder de la comunicación. Kierkegaard no es un teórico del poder en sentido clásico; sin embargo, creo que no es tan fácil encontrar un autor antes que él que pusiera en cuestión la praxis de la escritura como posición existencial. Ningún autor antes que él cuestionó en acto su propia
autoridad (si se me permite usar esta palabra para referirme al “ser autor”). Al menos no conozco a un autor que haya planteado con más claridad el vínculo que lo liga como autor a sus lectores, es decir: a nosotros, o para decirlo de un modo más kierkegaardiano, a mí. Siento que Kierkegaard está preguntándome todo el tiempo:
¿qué hacés al leerme?***
Es interesante reparar en la doble acepción con que usamos la palabra “poder”. Por un lado, la pensamos como una praxis de dominio, de fuerza, de dirección que se impone sobre la realidad o sobre nuestros semejantes. Así parece ser usada por Nietzsche cuando habla de “voluntad de poder”. Por otro lado, también puede ser pensada como posibilidad. En esta acepción, se la suele confinar en el campo de la lógica: lo posible es siempre degradado a “meramente posible”, opuesto a lo lógicamente
imposible por contradictorio, distinto e inferior a lo
real y efectivo, y casi un vapor de nada ante el poder ineludible de lo
necesario. Por lo general, no se nos ocurre que no se trate de una mera coincidencia verbal, que las dos acepciones de “poder” estén indicando una conexión significativa. Creo que uno de los principales aportes de Kierkegaard a la ontología es su máximo esfuerzo por pensar el ser como posibilidad.
El ser del hombre como ser posible: no un despliegue imaginario de las cosas que podrían ser. Sino: la singularidad de cada hombre como su posibilidad única e intransferible a los otros, con la temporalidad propia del instante y no de la Historia Universal. Si yo me pienso en la Historia Universal -sostiene Kierkegaard- soy casi nada, apenas un extra de una película con un reparto multitudinario. Si yo me pienso en el instante -es decir: en el tiempo en el que
puedo decidir-, mi ser es posibilidad y el peso de mi decisión es infinito. Contra quienes pretenden reducir el singular (
Enkelte) a un mero individuo encerrado en el abismo de su mente, la singularidad no puede ser separada de su posibilidad personal e intransferible: el hacer lo que sólo a mí me atañe, sin resguardarme en ninguna vaporosa subjetividad colectiva. Esta posibilidad también es inseparable de su dimensión temporal: el instante, el momento en que
soy posible.
En la posibilidad radica la angustia de ser; también el riesgo y la esperanza de ser. El captarse a mí mismo como posibilidad me sitúa en este instante, no como un punto de cruce de fuerzas histórico sociales, no como ejemplar de una especie, no como miembro de un colectivo, no como “caso”, sino como una singularidad irrepetible, no equivalente a ninguna otra persona en la Historia. No como instancia relativa de un desarrollo que empezó antes y seguirá después, en el escenario de la Historia Universal. No: como soledad con la que algo empieza y con la que algo termina definitivamente; en lenguaje kierkegaardiano: empieza y termina
eternamente. Esta manera de hablar resulta extraña en el contexto de la modernidad, en la que el hombre llega a convencerse de la irrebasabilidad de su ser histórico y social, en la que lo natural es pensarse a sí mismo mediado por lo social y verse a sí mismo como un punto en un cuadro general. Pensarse como posibilidad y no como un mero caso es pensarse como poder: como
poder ser.
Kierkegaard nos brinda la posibilidad de repensar el poder en otros términos que los del pensamiento político clásico: no como instauración de un estado, no como dominio ni como voluntad de poder, no como técnica ni como imposición sobre la naturaleza y los otros hombres, no como Juicio de la Historia, sino como posibilidad arraigada en el ser cada cual un yo; o mejor: en
llegar a serlo.
Además, es interesante que Kierkegaard no se contente con teorizar al respecto. El piensa en su propia vocación de escritor, se pregunta qué puede ser él como hombre que dedica su vida a escribir; y responde no con una teoría de la escritura, sino escribiendo. Pone a trabajar su concepción de la singularidad, del instante, de la comunicación de poder, en su propia escritura. Si la pregunta de su filosofía es cómo llegar a ser singular, la respuesta la da en el acto de su escritura.
***
Para determinar si Kierkegaard es progresista, conservador o reaccionario, antes habría que tratar de comprender la posición desde la que se hace esta distribución de roles. Si no la comprendemos, decirle a Kierkegaard revolucionario o decirle reaccionario solamente puede afianzar el estado de cosas en el que nos encontramos. ¿Existe una revolución en curso? ¿Creemos que existirá o que ha existido? ¿Estaríamos ahora mismo en condiciones de conservar algo del mundo o de revolucionarlo si es que nos lo propusiéramos? ¿Son conservación o revolución posibilidades nuestras? Antes de subirse a un estrado y llamar a la acción, ¿no tendríamos que pensar a hacer qué? El que eminentes pensadores políticos lo hayan pensado no nos exime de volver a pensarlo todo.
NOTAS:
(1) KIERKEGAARD, S., Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est, Serpent’s Tail, London, 2001, p. 13, trad. propia.
(2) KIERKEGAARD, S., La dialéctica de la comunicación ética y ético-religiosa, Pap., VIII B2 89.
(3) op. cit., VIII B2 88.