En la coyuntura inmediata, la sociedad argentina se dispone a vivir una decisión electoral en la que pretenderá incidir, como nunca antes en nuestra historia, un dispositivo tecnocientífico diseñado para manipular los comportamientos colectivos. Ya se ha instalado sobre nosotros una ingeniería social para manipular la subjetividad popular. Una manera de encarar este problema es moverse en el terreno y constatar como incide la tecnología de la comunicación en nuestra práctica cotidiana. Newton sentó las bases de la física mecánica moderna sin la cual no habría sido posible la revolución industrial. Comte se propuso extender esta estrategia del dominio del mundo a la propia política creando la física social.
En el siglo xxi la física social mutó en operaciones de big data en la cual se pretende disolver para siempre al sujeto político y remplazarlo por un objeto manipulable.
Pero este impulso tecnocientífico-político tuvo hace ya varios siglos un hito fundante: la llamada revolución copernicana. Se la llamó así a los efectos de simplificar la nominación del acontecimiento, porque en realidad se llevó a cabo durante un siglo y medio y participó una camada de científicos. Copérnico era solo uno de ellos.
En los siglos XV y XVI de nuestra era imperaba en Europa una cosmovisión asentada a lo largo más de mil años que no provenía de las Escrituras, y que la Iglesia no había formulado originalmente, sino que, desde la posición de poder que ocupaba en esa época, la Iglesia había adoptado de las antiguas civilizaciones helénicas y helenísticas (los “paganos”). Esa cosmovisión, que ubicaba a la Tierra en un centro alrededor del cual el universo entero gira, nunca, ni siquiera en sus orígenes griegos, estuvo a salvo de críticas, por sus predicciones fallidas. Durante siglos, estas fallas ocuparon a los expertos, pero no los habían llevado a cuestionar el modelo geocéntrico. Pero una necesidad de orden puramente práctico empujó a la propia Iglesia a encargar un nuevo calendario. Ese pedido iba a suscitar en Copérnico una idea de novedad inaudita que, al tomarse en serio, iba a derribar la visión del universo vigente y a obligar a construir otra nueva, en la que el sol ocupaba ese centro. Caducó así la totalidad del saber tradicional y, con esto, la confianza en la tradición como fundamento del saber. Más aún: si la propuesta de Copérnico se tomaba en serio, la Iglesia debía admitir que las doctrinas que enseñaba en sus universidades podían ser erróneas y, por ende, su autoridad era pasible de cuestionamientos. Si la Iglesia admitía eso, minaba el poder que a través de varios siglos había acumulado.
Una conmoción involuntaria: para resolver un problema profano, el del calendario que ordena las transacciones comerciales, se acude a un experto a cuyo sentido estético le repugna el desorden reinante en los mapas astrales. Ni la Iglesia ni Copérnico se proponían conmover los pilares del saber europeo ni dar a luz un nuevo concepto del saber: más bien, respondían a propósitos contingentes. De hecho, el título del libro de Copérnico, De revolutionibus orbium coelestium (Acerca de las revoluciónes de las órbitas celestes), no encerraba ningún propósito revolucionario, sino que hacía alusión al movimiento cíclico de los astros. Pero había algo en el clima de la época, por un lado, y en la consistencia propia del saber (o, mejor dicho: en su inconsistencia) que empujaba a una revolución ya no solo planetaria, ni acotada al campo de los cálculos astronómicos. Se estaba configurando una revolución en el sentido más político del término. La sociedad estaba lo suficientemente lista para producir un reseteo de sus saberes, de los criterios por los que esos saberes se regían, de los sujetos que tenían la autoridad para producirlo.
Escribió Thomas Kuhn en La revolución copernicana: “Ni siquiera las consecuencias en el plano científico agotan el significado de la revolución copernicana. Copérnico vivió y trabajó en un período caracterizado por los rápidos cambios de orden político, económico e intelectual que prepararían las bases de la moderna civilización europea y americana. Su teoría planetaria y la idea, a ella asociada, de un universo heliocéntrico fueron instrumentos que impulsaron la transición desde la sociedad medieval a la sociedad occidental moderna, pues parecían afectar las relaciones del hombre con el universo y con Dios. Aunque inicialmente se presenta como una revisión estrictamente técnica y altamente matematizada de la astronomía clásica, la teoría de Copérnico se convirtió en un foco de las apasionadas controversias religiosas, filosóficas y sociales que, durante los dos siglos subsiguientes al descubrimiento de América, establecerían el curso del espíritu moderno. Los hombres que creían que su habitáculo terrestre tan solo era un planeta que circulaba ciegamente a través de una infinidad de estrellas valoraban su ubicación en el marco cósmico de forma bastante diferente a como lo hacían sus predecesores, para quienes la tierra era el centro único y focal de la creación divina. En consecuencia, la revolución copernicana también desempeñó un papel en la transformación de los valores que regían la sociedad occidental”. (Tomo 1, cap. 1, pág. 24).
Que las ideas que los seres humanos nos formamos acerca de la realidad cambian cada tanto es, a esta altura de nuestra historia, una constatación trivial. Lo que todavía nos resulta complejo de entender es que los cambios no dependen solo, ni principalmente, de la irrupción de sujetos más sagaces, dotados de una imaginación más audaz que sus predecesores, ni tampoco de la acumulación de las evidencias empíricas a lo largo de los siglos o de la detección de errores que hasta entonces habían pasado inadvertidos. Cambia nuestro saber acerca del mundo porque cambia nuestra forma de ser en el mundo. Una revolución en el saber es la emergencia de una nueva subjetividad y a esta emergencia contribuye una trama de acontecimientos imposibles de manejar a voluntad. Acontecimientos que tampoco se dejan reducir a una serie de sencillos pasos metodológicos. Lo trivial y lo importante se entremezclan y a veces intercambian posiciones: lo que parecía importante e incuestionable se vuelve trivial y desechable, el detalle que parecía excepcional y aislado puede terminar derribando la certeza más inexorable.
El saber científico no se funda a sí mismo, a partir del desarrollo de su fuerza interior (como si una “ley del espíritu humano”, al decir de Augusto Comte, nos condujera hacia una creciente inteligencia). La marcha de la ciencia y de la técnica se perfilan en un entrelazamiento de contingencias y necesidades provenientes tanto de la historia de sus desarrollos como de los conflictos sociales y políticos. Esto vale no solo para los saberes que la humanidad del siglo XXI dejó atrás, sino también para aquellos que hoy nos resultan convincentes y eficaces.
Cambian las relaciones de poder en las que el saber se funda, cambia el mundo en que vivimos y cambia la humanidad que lo habita.
En La otra.-radio de hoy a las 12 de la noche (FM 89,3, RadioGráfica, (www.radiografica.org.ar) vamos a hablar de la revolución. Nos visita El filósofo Fernando Beresñak, autor del libro El imperio científico. Investigaciones político espaciales. La música la trae el Maestro Cristian Bonomo.