por oac
Mucho se sigue hablando por estos días acerca de Avatar (ayer mismo salió un interesante artículo de Horacio González que puede leerse acá). Más allá de la valoración que se tenga de la película y la menguada capacidad de la crítica para incidir sobre la taquilla, toda las discusiones alrededor de Avatar (en las que se implicaron desde el Vaticano y Evo Morales hasta los críticos que la consagraron como un film "bisagra" y aquellos otros que la cuestionaron tanto estética como políticamente) constituyen un triunfo de las estrategias de marketing, ya que para participar de los debates hay que ir a verla y esos mismos debates la mantienen en el tapete. Este efecto no es contingente, es lo que caracteriza a los films "acontecimiento". De modo que al escribir esto estoy sumándome al marketing pergeñado por the king of the world.
Uno de los puntos que resaltan los apologistas de este blockbuster es la presunta "creación" de un universo de una materialidad y un detallismo inéditos en el cine previo, algo que podríamos denominar la tesis "creacionista", que Porta Fouz expresa así:
"Cameron ha inventado nada menos que un mundo (y nuevas formas para mostrarlo): con humanoides altísimos, plantas, animales, una biología y una cosmovisión distintas...".
Y D'expósito así:
"Cameron crea directamente un mundo con una biología, una religión, una sociedad y una relación entre esas cosas totalmente nueva... Este film es el adiós definitivo al mantero y al dvd en casa; requiere bazinianamente un espectador tal que, al verlo, sienta el universo como la realidad".
Más allá de la confusa redacción de este último párrafo, parecería que el salto cualitativo que se le atribuye radica en la tridimensionalidad del mundo creado por Cameron. Habría que ver si el concepto de tridimensionalidad no se agota en una acepción apenas técnica (y yo sigo creyendo que la gran confusión de estos críticos exaltados consiste en mezclar la forma de un film con su técnica: Avatar innova en técnicas de simulación de imagen, al mismo tiempo que es tremendamente conservadora y hasta retrógrada en el plano formal). Lo que estos críticos quieren decir es que con Avatar el cine gana en realidad (esta parece ser la explicación del uso del feo adverbio "bazinianamente" en D'Expósito) a través del recurso exhaustivo del 3D. ¿De qué realidad o de qué realismo se está hablando? En principio, si algo caracteriza a esta película es su voluntad de expulsar toda huella de lo real de la pantalla y de suplirlo por una fantasía enteramente diseñada con aspiraciones de verosimilitud. Si mediante los procedimientos empleados se lograra convencer al espectador de la materialidad concreta de ese mundo fantasiado, se trataría de un triunfo de la técnica y de una derrota de lo real. Podríamos decir que Avatar es el intento más radical de una irrealización del cine. Por eso le podríamos aplicar la etiqueta "neoIrrealismo". Así de anti-baziniano como suena.
Porque lo que a partir de Bazin se empezó a concebir como "realismo" (que no tiene nada que ver con el uso del concepto de "realismo" que se hace en otras teorías estéticas) es esa huella de lo real que se resiste a toda manipulación, una resistencia que el aparato cinematográfico captura por su propio mecanismo involuntario, las mínimas vibraciones de las cosas que escapan a cualquier planificación y que en el rodaje sólo pueden hallarse, para después hacerse lugar en el montaje. El concepto de "montaje prohibido" es precisamente un reconocimiento de la soberanía de lo real en la instancia de la edición del film. Por supuesto que esto no implica una voluntad de "representar" la realidad previa, ni tampoco una renuncia al recurso del corte y montaje de planos, sino un reconocimiento del privilegio de lo que aparece sin que se lo haya previsto ni que se lo pueda prever jamás. Se filma para que eso aparezca.
No prever: ver.
Así, se deja ser lo que es, lo que no depende de ninguna subjetividad, sino que sale a la luz por sí mismo. En este preciso sentido, Avatar es el film más irrealista que se haya filmado jamás.
Obviamente, nadie tiene por qué ser baziniano, ni tomar esta noción de realismo como su credo estético, pero hay una falta de rigor crítico en el uso de este concepto que adultera el sentido del cine que se llama "baziniano" cuando es exactamente lo contrario. Si el intento de Cameron triunfa, no sólo se erradicarán los manteros que venden copias truchas en la vereda, sino que el cine le dirá adiós a la realidad. Pero hay una realidad a la que, con todos sus desarrollos tecnológicos, Cameron igual debe pagarle un pequeño tributo: es notoria la diferencia entre el punto de vista ingrávido de las escenas producidas digitalmente y las filmadas con la cámara cinematográfica. La cámara hace sentir su presencia de un modo pesado, que se agradece entre tanto simulador de vuelo. Algo parecido a lo que sucede en Titanic, pero en un sentido inverso: los procedimientos cinematográficos clásicos predominaban en la anterior película de Cameron en el 90 % de su metraje, mientras que los efectos digitales de las escenas más espectaculares parecen hoy, unos años después, más falsos y toscos de lo que se percibían en el momento de su estreno. En Avatar queda un residuo de cine en medio de una inflación de imagen simulada. El cacareado progreso se mide en relación con anteriores películas que intentaron lograr efectos similares, pero la diferencia entre imagen analógica e imagen simulada se sufre en el interior mismo de la película, de una escena a la otra. Y el desencuentro es chirriante. Creo que, en este sentido, Spielberg sabe usar mucho mejor los efectos digitales en función dramática: logra hacer que la cámara "sienta" la pesadez de sus criaturas prehistóricas. En cambio, todo el esfuerzo por captar el detalle de las figuras clonadas en las escenas de masas de Avatar (la escena del rito alrededor del Arbol Sagrado es en ese sentido penosa) sólo logra acentuar aún más su falsedad.
¿Por qué necesita Cameron enfatizar el detalle con que se visualizan un montón de tipitos clonados moviéndose al unísono? Creo que se trata de un caso de mala conciencia y en definitiva de un acto fallido. Cuanto mayor es el detallismo con que distingue a cada uno de esos tipitos, más evidente es que no hay en ellos la más mínima singularidad y que se trata de réplicas de lo Mismo. Por eso, la escena del rito es la más falsa de todas, la que acumula el mayor grado de huellas de la impostación que es el principio constructivo del film: la world music para ilustrar el concepto genérico de "rito ancestral" y la exagerada profundidad de campo que se aleja tanto del registro óptico de la cámara como de la percepción humana, todo habla a los gritos de un esfuerzo supremo por parecer lo que no se es ni se será nunca.
Todo esto lo digo porque, en una sincronicidad que se agradece, junto con el "suceso" Avatar se desarrolla en Buenos Aires un ciclo de documentales de Werner Herzog que nos permiten situar el problema del realismo y de la alucinación en el cine en una perspectiva mucho más precisa. Este miércoles se va a proyectar en la Lugones un film que desde ya recomiendo con gran entusiasmo: The wild blue yonder (La salvaje y azul lejanía), una obra de 2005 que contiene un destilado de los procedimientos más específicamente herzoguianos. Es curioso: debe ser el único film de ficción de un ciclo que se presenta como "Los documentales de Werner Herzog". Pero esto tiene una explicación: gran parte de las imágenes del film son registros documentales, pero la construcción narrativa que lo organiza es enteramente ficticia; más aún: es un delirio desatado. Según la descripción del propio Herzog:
"Unos astronautas perdidos en el espacio, el secreto de Rosswell revisitado y un extraterrestre, Brad Dourif, que nos habla de su planeta natal, cuya atmósfera está compuesta de helio líquido y cuyo cielo está congelado…, todo esto forma parte de mi fábula de ciencia ficción”.
El planeta natal de Dourif es la lejanía salvaje y azul del título y, hasta en esa tonalidad azulada, todo invita a asociar las operaciones de Herzog y Cameron... sólo para exaltar la estatura artística del alemán y la chapucería del canadiense. Herzog se vale de registros documentales de exploraciones submarinas, mientras que su protagonista, desde el relato, re-nomina esas imágenes: lo que vemos, nos dice, es el cielo congelado de su lejano mundo de origen. La fulgurante extrañeza de lo que vemos no responde a ninguna planificación, se trata de la vida submarina de nuestro planeta, de una región de la Tierra a la que el cine no llegó hasta ahora. Las medusas herzoguianas se mueven con una gracilidad que ninguna proeza digital podría lograr y desde la banda sonora la música asombrosa de Ernst Reijseger hace hablar a estas criaturas "extraterrestres" (en realidad submarinas) en lenguas. La operación poética es evidente, y lejos de imponer una impresión de realidad a fuerza de tecnologías bélicas, todo lo que hace Herzog es poner en marcha el más honesto ilusionismo que ya estaba presente en los orígenes del cine.
Ya dije antes que creo que el cine obtiene su poderoso efecto gracias a la tensión de dos elementos contrapuestos: 1) su momento "real" (la huella de la luz sobre la emulsión de la película) y 2) su momento "alucinatorio" (cada espectador alucina, por una deficiencia de la percepción humana, un movimiento allí donde sólo hay imágenes quietas). De modo que la magia del cine es posible porque se superponen dos proyecciones simultáneas: el haz de luz que atraviesa el celuloide y la impresión de movimiento que el espectador "proyecta" sobre la pantalla. Es una verdadera lucha de titanes entre lo real mecánicamente registrado y el sueño , ese otro real. Cualquier película contiene ambos principios: por más obsesivo que sea el control de la puesta en escena por parte del cineasta, el cine vive en la medida en que se escapa de las manos a todo control. En su interesante análisis de Avatar, Nicolás Prividera denomina a esta tensión "fantasmagórica exploración de lo real". Y lo dice en este contexto:
"...el imperialismo global de Avatar y su colonización del cine no es sólo la negación de la “ecología” cinematográfica, sino que -a través de su artificial concepción formal- el cine mismo es despojado de su condición ontológica (como fantasmagórica exploración de lo real) para convertirse en pura negación de la realidad (a través del mundo feliz de la sociedad del espectáculo devenida en matrix)".
Pienso que la operación de Herzog es inversa. Lo que resulta singular en su obra es su fidelidad a una obsesión: usar el cine como un órgano de visión que extiende la potencia de la mirada humana hasta el límite de lo posible; por esto creo que corresponde muy bien llamarlo un cine visionario. Nada de lo que Herzog nos hace ver es un "invento" suyo (en el sentido en que Porta Fouz y D'expósito celebran en Cameron), todo ello existe en nuestro planeta y en esto parece ser el realista más radical, contra todas las apariencias de "delirio" con que se suele asociar a su obra. Sólo que desde hace años Herzog viene viajando por el mundo en busca de esas imágenes "vírginales" que invoca en una conversación ya célebre que mantiene con Wenders en una escena de Tokio-Ga. La lucha de Herzog, reconocible desde Fata Morgana hasta The wild blue yonder, no consiste de ningún modo en viajar en busca de imágenes extravagantes (como si fuera un Pino Solanas de la deformidad), sino en reactualizar cada vez la mirada atónita de la primera proyección de la llegada del tren a la estación. Ver no para reconocer, sino para des-conocer. Lo extraño, nos invita a pensar, no es ningún mundo imaginario, sino este mundo nuestro. No hace falta desarrollar onerosas técnicas, hay que salir a la busca de las imágenes. Y algo más todavía: hay que usar la cámara para descubrir lo alucinante en lo real. Mientras Cameron se interna en laboratorios asistido por un ejército de ingenieros con el fin de abrumar la percepción del espectador con tal cantidad de información visual como para dejarlo embotado, Herzog sale al mundo con su cámara: su cine no es posible sin la presencia corporal de la cámara como una extensión del cuerpo del cineasta. Un film como Fitzcarraldo no se concibe sino como una aventura de rodaje, tan insensata como la historia que cuenta: construir una ópera en medio del Amazonas, transportar un enorme barco a través de la selva. Se trata, claro, de una ficción en la que un extraviado quiere hacer una representación artística en medio del espacio más salvaje, pero a la vez el film es un documental de su propio extravío.
La presencia corporal de la cámara y su utilización para traer a la luz lo oculto de lo real puede ser el rasgo constante de todas las películas de Herzog. Puede encontrarse en El gran éxtasis del tallador en madera Steiner, en la que el esquiador Steiner se propone atravesar una experiencia de vuelo que inevitablemente termina en el golpe contra la tierra nevada, pero que el cine logra ralentar en su momento casi milagroso. También está en la inquietante Gasherbrum - La montaña luminosa, en la que Herzog acompaña a un dúo de eufóricos escaladores que se proponen una proeza tan inédita como inútil: la de llegar más alto escalando no una sino dos veces en lo alto. Se trata de empujar un límite para explorar la posibilidad de lo humano. Los escaladores no buscan un éxtasis sobrenatural, sino llevar su propio cuerpo, con el peso que tiene, hasta donde el cuerpo pueda. Se pregunta Herzog:
"¿Por qué sentía Messner –un hombre que había perdido a su hermano en una expedición– la necesidad de escalar el Nanga Parbat una segunda vez? ¿Qué motiva a un hombre así? Una vez le pregunté si no pensaba que estaba un poco loco por seguir escalando montañas. ‘Toda la gente creativa está un poco loca’, me dijo”.
Es claro que Herzog acompaña esta locura, que la comprende como propia. Y esto sucede literalmente en esta película: el equipo de filmación sube con los escaladores hasta cierta altura, hasta donde les resulta posible ir juntos. Después los escaladores siguen subiendo y Herzog se queda esperándolos. Ellos se llevan una camarita con la que registrarán el momento en que llegan a la cumbre y el film entonces incluirá ese fragmento que los mismos protagonistas registraron. Pero Herzog se queda ahí, esperándolos, y la distancia que se abre entre ellos permite trazar esa línea que los separa tanto como los une: porque Herzog coincide con ese tipo loco que sólo se propone seguir caminando hasta que el horizonte se acabe, o hasta que la muerte lo encuentre. Al final de Gasherbrum - La montaña luminosa, el escalador y el cineasta acuerdan en que un día van a emprender esa caminata, que el escalador irá unos metros adelante y que Herzog lo seguirá un poco atrás, con la cámara.
Nada de esto sería posible si el cineasta no se hubiera consagrado a un nomadismo desde hace tantos años, si no hubiera decidido que el mundo es tan asombroso que merece ser filmado.
Vean, si pueden, las últimas películas de este notable ciclo de Werner Herzog en la sala Lugones. No se necesitan anteojitos ni antifaz para verlas.
Cameron anuncia, mientras tanto, Avatar 2 y Avatar 3 para la década entrante.