jueves, 16 de diciembre de 2010

Vidas descartables

Un anticipo de revista La otra 25
por Esther Díaz


Ahí, en el cruce de vías, cinco cuadras antes de llegar a la estación Avellaneda, en un pasaje desolado y atravesado por trenes cada tres minutos, aparecieron los cadáveres de Marcelina y su bebé. Estaban casi intactos, pues las lesiones eran internas. Ni siquiera se le salió la gorrita a Joshua. Dos horas y media transcurrieron hasta que los fueron a buscar. Nadie parece haberlos visto. No se sabe si murieron instantáneamente, tampoco si Marcelina alcanzó a pedir ayuda. No se sabe casi nada.

Según la empresa ferroviaria, Marcelina andaba caminando por la vía con su bebé de nueve kilos y su bolso, y fue atropellada por un tren. Para la familia esa versión es insostenible; pero no aparecen testigos, aunque hay dos cadáveres que hablan desde la integridad de sus cuerpos. El estado de los cuerpos no presenta rastros de que hayan sido atropellados por un tren; no obstante, el médico forense convalidó esa hipótesis. En los días sucesivos al hecho, los familiares de Marcelina difundieron un pedido desde Ezpeleta hasta Constitución, estación por estación. Pegaban carteles con fotos de la madre y el niño, un escueto relato de lo sucedido, el pedido de testigos y un número de teléfono celular. Los empleados ferroviarios arrancaban inmediatamente los rudimentarios afiches. La familia boliviana regresaba y los volvía a pegar. Insistieron e insistieron. Finalmente apareció un testigo.

Julio César Giménez dijo que había viajado en el vagón que iba Marcelina, que el mismo día de la tragedia había querido declarar y nadie quiso tomarle la denuncia. No obstante, sus tardíos testimonios posibilitaron una segunda autopsia. La nueva pericia contradijo a la primera: las muertes se habían producido por una caída violenta. La madre se desplomó sobre el bebé, ambos cayeron en las piedras de los costados de las vías donde los encontraron. Pero el proceso judicial no pasó de ahí. Giménez fue desmentido, negado, presionado y finalmente despedido de su precario trabajo. El caso de Marcelina y Joshua volvió a fojas cero.

Aquella mañana los pasajeros se habían ensañado con la joven madre. El alboroto se expandió por el vagón. La tensión crecía. En dos oportunidades pasaron dos supervisores que por entonces recorrían los trenes, pero no intervinieron. Uno de ellos desestimó el asunto diciendo que se trataba de una “pelea entre bolivianos”. Ya conocemos la historia. Marcelina se había abierto paso entre el desprecio. Llegó a una de las puertas del tren. Estaba abierta. Inútilmente trató de encontrar un punto de apoyo entre esa gente arracimada y hostil. Y de pronto sobrevino el horror: a quinientos metros para llegar a la estación, se cayó o la empujaron. (...)


La agresión de los pasajeros, las desprolijidades de la Justicia y la mala fe de los empresarios cayeron sobre una persona que había perdido su condición de tal. El hecho fue tan contundente que anuló cualquier derecho. Ella y su hijo portaban rasgos bolivianos. Eso es una gran dificultad en un país xenófobo con sus vecinos en general y con los bolivianos en particular y, como si eso fuera poco, tenía en su contra el hecho de ser mujer, obesa, pobre, tímida, indefensa. Se la podía agredir y asesinar sin consecuencias.

En el imaginario de quienes se ensañaron, esa mujer delinquía con su sola presencia. Era la materialización de prejuicios fuertemente arraigados y de otros renovados. El desprecio por el diferente y la fobia al inmigrante son implacables, incluso en un país de inmigrantes como la Argentina. Las últimas palabras que alcanzó a escuchar la chica boliviana aludían despectivamente a su nacionalidad, a su gordura, a que había venido a robarnos el trabajo y a que debía volverse a su país. Marcelina representa la figura del homo sacer tal como la analiza Agamben. Es una verdadera “descartable”, una “matable”.

(Fragmento de la nota "Vidas descartables", de Esther Díaz, publicada en revista La otra nº 25, de inminente aparición).

2 comentarios:

Liliana dijo...

Como decía un afiche en FB:

En esta ciudad no sobran inmigrantes, sobran racistas

Martha dijo...

El relato de Esther es absolutamente conmovedor: imposible ser indiferente o neutral.Nartha