Amor al prójimo *
por Oscar Cuervo
por Oscar Cuervo
En Las obras del amor Kierkegaard desarrolla un extenso tratado acerca del mandato de amar al prójimo, el mandamiento principal: “Ama al prójimo como a ti mismo”. Una de las frases más repetidas y menos comprendidas en estos dos mil años de civilización occidental y cristiana es desplegada a través de centenares de páginas en las que Kierkegaard se detiene a analizar minuciosamente cada término de la expresión: el amor, el prójimo, el sí mismo, el hacer del amor a sí mismo una medida para amar al prójimo y, recíprocamente, el amarse a sí mismo no con amor egoísta, sino como se ama a un prójimo. El cuidadoso análisis del amor y la pregunta por las obras del amor –es decir, por la dimensión práctica que implica, por “los frutos” por los cuales se reconoce al amor– cuestionan expresamente las nociones tradicionales asentadas a lo largo de siglos, aquello que el sentido común terminó por cristalizar como una idea banal. Lo que lleva a cabo Kierkegaard en este monumental tratado es desmontar el discurso tradicional acerca del amor, desmenuzarlo en todos sus matices y connotaciones, volver a leer el texto de origen en el que esas palabras han sido escritas, para recuperar una experiencia que, si es bien comprendida, puede dar lugar a la perplejidad. Para llevar a cabo esta recuperación –dándole a esta palabra el significado que nuestro autor le confiere–, hay que estar prevenidos contra los desvíos e incomprensiones que el mandato del amor al prójimo sufrió en siglos de rutina eclesiástica.
Kierkegaard nos remite al Evangelio: amar al prójimo no es simplemente amar al semejante, no es amar a los nuestros por el hecho de ser nuestros, es decir, porque nos pertenezcan. Amar al prójimo no es amar a una persona por sus excelencias, por sus virtudes o por el bien que nos hace. Si la amáramos por estos motivos, lo haríamos en función de un interés egoísta. Amar al prójimo no es preferir a uno por determinadas cualidades, las que nos convienen; eso es tan sólo amor de preferencia, y ese amor de preferencia, fundado en el egoísmo, frecuentemente se convierte en odio ni bien el prójimo deja de satisfacer nuestras conveniencias.
El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se determina por el objeto amado, es decir, por las cualidades que reúna el objeto de nuestro amor. Al prójimo se lo ama por amor:
"El simple amor -dice Kierkegaard- se determina por las cualidades de su objeto, la amistad se determina por su objeto (son amores de preferencia). Sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo. El motivo de esto radica en el hecho de que el prójimo es cada ser humano, absolutamente cada uno, de suerte que todas las diferencias del objeto amado quedan eliminadas , y por eso a este amor se lo reconoce cabalmente en cuanto no admite ninguna determinación aproximativa referida a las diferencias del amado; dicho con otras palabras: este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es ésta la más alta perfección? Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse por alguna otra cosa distinta, entonces esta otra cosa representa en la misma relación como una sospecha contra el amor, como si éste no fuese lo suficientemente abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido de la eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta predisposición enfermiza. Y, consiguientemente, en esa sospecha habita escondida la angustia que hace que el amor y la amistad dependan de su objeto, la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de llevarnos hasta la desesperación".
En este pasaje resuena la inquietud que produce el amor estético, tal como ha sido planteado en el libro La repetición, es decir, el amor acechado por el hastío, que puede derivar fácilmente en una rutina y finalmente en odio, cuando el objeto amado, por las razones que fueran, ya no nos satisface. La clave para que exista el amor al prójimo parece consistir en romper con el amor de preferencia. El amor de preferencia es un vínculo entre un amante y su amado. Esa relación establece un circuito que alimenta un egoísmo recíproco: nos amamos en tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una relación entre dos y, por lo tanto, una relación especular, de reflejo, en el cual uno busca fundar el amor en las cualidades del otro; cuando ocurre de este modo, el amor de uno depende del otro y el amor del otro depende de uno. Un amor regido por el amado, que espera que el amado sea el motivo del amor, es amor de finitud, es decir, un amor condicional e infinitamente insatisfecho: por ello enciende la angustia, los celos y, en definitiva, la desesperación.
¿Cómo se rompe este circuito de la preferencia y la desesperación? La salida se halla en la presencia de un tercero que sea otro en un sentido radical, un des-semejante que viene a romper con este juego de espejos. Este tercero es el amor mismo. Además del amante y del amado, está el amor. La relación del amante y el amado se funda en el amor. Ese amor en Las obras del amor se denomina Dios. A la pregunta “¿quién es el Jesucristo de Kierkegaard?” no podemos responder con una fórmula especulativa ni con una proposición teórica. La apertura que plantea Las obras del amor es de índole práctica: Jesucristo es el amor, el tercero que quiebra el juego especular entre dos amantes que tan sólo se prefieren, hasta que dejan de preferirse. Jesucristo es el prójimo, el hombre insignificante, al que has de amar no porque sea especial, sino porque simplemente es; es decir, por amor.
El amor al prójimo no es amor al semejante, porque no se funda en una identificación mutua. La identificación es amor propio, un mecanismo por el cual cada sujeto busca el reconocimiento del otro; el yo que necesita del otro para reconocerse a sí mismo, el yo que se ve a sí mismo en el espejo que el otro le otorga. Este deseo del reflejo de un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena una inquietud infinita que deriva fácilmente en odio. Quien puede romper con ese círculo es una tercera persona, que es otra, es decir, que no es semejante a los amantes. El mandato cristiano de amor al prójimo, el “ama a tu prójimo como a ti mismo”, ha venido a romper con el más habitual amor al semejante. Así es cómo se plantea en el Evangelio. Cuando Cristo manda: “ama al prójimo como a ti mismo”, está citando un pasaje del Antiguo Testamento. En ese pasaje se lee: “No andes difamando entre los tuyos; no demandes contra la vida de tu prójimo. Yo, Yahveh. No odies en tu corazón a tu hermano, sino corrige a tu prójimo, para que no te cargues por pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
En ese pasaje, el Antiguo Testamento parece referirse a una relación de proximidad: “los tuyos”, “tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al semejante, al amigo, al hermano; en suma, al que es como yo, o es uno de los míos. ¿Esto implica que el deber de amor se agota en los “míos”, los cercanos, los próximos? Se trataría, entonces, de un amor de preferencia: prefiero a mi hermano antes que a un desconocido, prefiero al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo antes que a mi enemigo. Así el prójimo sería alguien a quien tengo que amar por su semejanza conmigo.
Pero, unos renglones más abajo, el mismo texto dice: “Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no le molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo, pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Ahora se trata de amar al forastero como a uno de los míos. Se podría entender que esta obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a nosotros”, es decir, que se ha vuelto un vecino y que, en razón de esa vecindad, ahora está cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo que alega Yahveh es que “forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir, la razón para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero, sino el hecho de que forasteros somos, o al menos podríamos ser, todos.
Ahora bien, en el Nuevo Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se complejizan de una manera inédita. Podríamos decir: se alteran. Jesús vuelve sobre esas antiguas palabras para trastornar los significados habituales de proximidad y lejanía, introduce la ajenidad entre los que se encuentran cerca, la extrañeza entre los conocidos, la discordia entre los parientes y el amor entre los enemigos. ¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más bien se diría que hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido que la tradición ha dado a estas palabras:
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”.
El cercano, el hermano, el próximo se han vuelto de pronto enemigos. Pero hay un pasaje que constituye la ruptura más radical con el amor de preferencia:
"Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo los gentiles?"
El reto contra un amor fundado en las ventajas comparativas del objeto amado implica el mandato de amar al enemigo, es decir, a aquel cuya presencia no me representa ninguna ventaja interesada, aquel a quien sólo puedo amar porque es mi prójimo, aunque él no me ame. En esta figura del enemigo amado vuelve a presentarse el problema planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿por qué razones habría que amar a Jesús?, ¿porque era elocuente?, ¿porque hacía milagros? El autor dice que Cristo es el incógnito, el hombre insignificante, que no tiene ningún atributo exterior por el cual pueda ser reconocido como el Amor. Y sin embargo, Cristo, este prójimo, es el Amor. No hay manera de reconocerlo sino amándolo. No se trata de que yo reconozca lo que tú eres y que, por esta razón, te ame. El acto de amor invierte esta condición: el amor hay que ponerlo antes. Si lo amas, entonces ahí aparece el prójimo. El amor en cierta forma precede al amante y al amado.
El análisis de la experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor una sutileza y una profundidad que no se pueden suplir mediante una breve síntesis. Pero se hace evidente que esta problemática es un punto de confluencia de toda la obra de Kierkegaard. No es que este libro resuelva todos los dilemas que en el resto de su obra quedan como asuntos pendientes, porque el amor al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera porque en las llamadas obras estéticas el autor ha explorado el callejón sin salida de la angustia ante la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las obligaciones generales, el egoísmo, la desesperación y la percepción del sinsentido de la existencia. No es para anular esta problemática de la finitud que se apela a una sencilla fórmula del amor. La obra kierkegaardiana despliega todo el repertorio de los motivos por los cuales hay que desesperarse y deja en manos del lector la posibilidad de encontrar una puerta que estará abierta sólo para él o que se cerrará para siempre.
* Fragmento del libro Kierkegaard, una introducción. Escuchar una voz, que su autor presenta este jueves 28 de julio a las 19:30 en la Biblioteca Popular Orientación, Humberto Seri y Mariano Moreno, Crespo, provincia de Entre Ríos.
1 comentario:
oh
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