Es una quincena de cine particularmente intenso: El lobo de Wall Street y La vida de Adele son películas que hacen de la intensidad, intensidades volcadas a diferentes objetos, su misma razón de ser. Los protagonistas de ambas películas son intensos o atraviesan experiencias que lo son y esa cualidad psicológica impregna la tonalidad de las películas, impulsa sus arcos dramáticos, marca sus ritmos, rige la elección de los lentes, la gama de colores y los movimientos de cámara. En ambas cada elemento de la narración parece rendir tributo a una intensidad irresistible. Ya hablaré un poco más de cada una de ellas.
Quizás por esa misma coincidencia en la cartelera porteña es que se recorta con distinción otra película que también se puede ver por estos días: Museum Hours. En comparación con las otras dos que mencioné, la película de Jem Cohen parece renunciar deliberadamente a la intensidad, o por lo menos a cierto tipo de intensidad de superficie. Cohen se muestra plenamente conciente de su apuesta: desechar un vector dramático excluyente, que imponga una dirección de la mirada que capture al espectador en cada plano y lo arroje hacia el siguiente. La tonalidad de Museum Hours es melancólica pero a la vez sosegada y esa combinación, que también está fundada en el mood de sus protagonistas, dicta la cadencia del montaje.
En el centro cronológico exacto de Museum Hours hay una escena en la que una guía del Museo de Viena conversa con los visitantes acerca del arte de Brueghel el Viejo. Ella les pregunta cuál creen que es el tema de esos cuadros (La Torre de Babel, La Conversión de San Pablo, El Calvario de Cristo, La caída de Icaro entre otros) y las respuestas que obtiene se anclan en los títulos, micro-relatos, con que se conoce a esas pinturas. Ella no los contradice, pero introduce otros posibles recorridos de las miradas.
Es probable que Brueghel quisiera decir algo sobre las escenas bíblicas que esos cuadros pretenden ilustrar, sin embargo, dice ella, es muy particular su punto de vista. Brueghel sumerge estas escenas célebres en grandes planos generales, que abarcan a una multitud de personajes que, simultáneamente con el acontecimiento mítico o bíblico, sin prestarle atención, desarrollan sus actividades de todos los días. Pequeñas escenas cotidianas, algunas bizarras o graciosas, otras aparentemente triviales. En semejante magma escénico cuesta encontrar el acontecimiento al que hace alusión el título de cada cuadro. No hay un recorrido único y obligatorio.
Incluso vacilamos en decidir si esa miríada de escenas tienen significados alegóricos o simplemente son un registro de la vida cotidiana de los campesinos de la época de Brueghel. La guía dice que quizás se puedan considerar que estos cuadros son documentales que nos permitan extraer muchos datos sobre la vida en aquellos tiempos. O que mixturen en proporciones indecidibles elementos alegóricos junto a otros meramente realistas. "Alucinaciones de lo real", dice ella. Brueghel sería un artista que admite una apertura de sentidos de una radicalidad muy moderna. Los visitantes del Museo parecen no entusiasmarse con esa posiblidad e insisten con reponer una lectura simbólica apegada al título.
La disertante admite esa posibilidad como una entre otras. Frente a La Conversión de San Pablo, les pregunta cuál creen que es el centro del cuadro. La respuesta obvia es que el centro es la escena en la que Pablo está cayéndose del caballo. En el relato bíblico se dice que eso se debe a la aparición de Cristo, pero en el cuadro solo se ve a un hombre cayéndose del caballo, como un evento más dentro de un espacio poblado de sucesos, sin marcar una jerarquía de importancia. Como si la simultaneidad desaforada horizontalizara las historias y todas tuvieran aptitud para ser igualmente importantes o dignas de ver.
La guía dice que en realidad en el centro del cuadro hay un árbol y cerca del árbol hay un niño soldado, que Brueghel pinta con gracia y ternura: el soldadito es muy niño y el casco y el traje le quedan demasiado grandes. Quizás Brueghel nos quisiera hacer notar algo sobre ese soldadito, quizá ese chico hable del mundo al menos tanto como Pablo cayéndose del caballo. O más aún.
Es probable que Brueghel quisiera decir algo sobre las escenas bíblicas que esos cuadros pretenden ilustrar, sin embargo, dice ella, es muy particular su punto de vista. Brueghel sumerge estas escenas célebres en grandes planos generales, que abarcan a una multitud de personajes que, simultáneamente con el acontecimiento mítico o bíblico, sin prestarle atención, desarrollan sus actividades de todos los días. Pequeñas escenas cotidianas, algunas bizarras o graciosas, otras aparentemente triviales. En semejante magma escénico cuesta encontrar el acontecimiento al que hace alusión el título de cada cuadro. No hay un recorrido único y obligatorio.
Incluso vacilamos en decidir si esa miríada de escenas tienen significados alegóricos o simplemente son un registro de la vida cotidiana de los campesinos de la época de Brueghel. La guía dice que quizás se puedan considerar que estos cuadros son documentales que nos permitan extraer muchos datos sobre la vida en aquellos tiempos. O que mixturen en proporciones indecidibles elementos alegóricos junto a otros meramente realistas. "Alucinaciones de lo real", dice ella. Brueghel sería un artista que admite una apertura de sentidos de una radicalidad muy moderna. Los visitantes del Museo parecen no entusiasmarse con esa posiblidad e insisten con reponer una lectura simbólica apegada al título.
La disertante admite esa posibilidad como una entre otras. Frente a La Conversión de San Pablo, les pregunta cuál creen que es el centro del cuadro. La respuesta obvia es que el centro es la escena en la que Pablo está cayéndose del caballo. En el relato bíblico se dice que eso se debe a la aparición de Cristo, pero en el cuadro solo se ve a un hombre cayéndose del caballo, como un evento más dentro de un espacio poblado de sucesos, sin marcar una jerarquía de importancia. Como si la simultaneidad desaforada horizontalizara las historias y todas tuvieran aptitud para ser igualmente importantes o dignas de ver.
La guía dice que en realidad en el centro del cuadro hay un árbol y cerca del árbol hay un niño soldado, que Brueghel pinta con gracia y ternura: el soldadito es muy niño y el casco y el traje le quedan demasiado grandes. Quizás Brueghel nos quisiera hacer notar algo sobre ese soldadito, quizá ese chico hable del mundo al menos tanto como Pablo cayéndose del caballo. O más aún.
Ese es el centro cronológico de la película, pero naturalmente no es su centro dramático. Esa conversación está siendo observada por Johann (Bobby Sommers) el protagonista de la película, guardia del museo, que sigue la charla entre divertido y pensativo. Museum Hours no es una película sobre el significado de los cuadros. Más bien esa charla parece integrarse en una serie de conversaciones que, como pasa con las conversaciones cotidianas, no siguen un hilo exclusivo y permiten la digresión e incluso resonancias involuntarias.
Johann escucha, piensa -su trabajo se lo permite-, comenta ciertas conductas curiosas o divertidas de los visitantes del museo: habla de los contingentes de chicos que se aburren ante la presunta solemnidad del espacio museístico pero de pronto se interesan cuando ven una escena erótica o de una violencia cercana al cine gore, indudablemente más cercano a su sensibilidad.
El guardia también recuerda a un joven empleado del museo, un punk que estudia Artes en la Universidad y sostiene que lo único que ve en cada obra expuesta es una ostentación de dinero: cada cuadro está ahí como diciendo "yo valgo tantos millones": a eso se reduce su significado en esta fase del capitalismo tardío. Johann se interesa por el punto de vista de su joven colega, pero acota que los museos son instituciones propias de la revolución francesa, que expusieron por primera vez a la mirada pública obras que hasta ese momento habían estado reservadas para las colecciones privadas de la nobleza.
Una lectura política y contextual de la institución museo que al maestro Sokurov se le escapó en El Arca Rusa (una película formidable, que desde la voz de sus protagonistas deplora la Revolución que convirtió el Palacio del Hermitage, residencia de los zares, en el Museo del Hermitage). Esta tendencia democratizadora se manifiesta también en la coexistencia espacial de cuadros que en su momento tuvieron un gran valor pecuniario junto con otros que al ser pintados no tuvieron un gran valor de mercado. Ahí se ve al viejo Rembrandt autorretratándose con vestimentas que denotan su pobreza material. A pesar de la importancia que en este texto le estamos asignando, no toda la película se asienta en un desciframiento de las imágenes por medio de las palabras.
Johann escucha, piensa -su trabajo se lo permite-, comenta ciertas conductas curiosas o divertidas de los visitantes del museo: habla de los contingentes de chicos que se aburren ante la presunta solemnidad del espacio museístico pero de pronto se interesan cuando ven una escena erótica o de una violencia cercana al cine gore, indudablemente más cercano a su sensibilidad.
El guardia también recuerda a un joven empleado del museo, un punk que estudia Artes en la Universidad y sostiene que lo único que ve en cada obra expuesta es una ostentación de dinero: cada cuadro está ahí como diciendo "yo valgo tantos millones": a eso se reduce su significado en esta fase del capitalismo tardío. Johann se interesa por el punto de vista de su joven colega, pero acota que los museos son instituciones propias de la revolución francesa, que expusieron por primera vez a la mirada pública obras que hasta ese momento habían estado reservadas para las colecciones privadas de la nobleza.
Una lectura política y contextual de la institución museo que al maestro Sokurov se le escapó en El Arca Rusa (una película formidable, que desde la voz de sus protagonistas deplora la Revolución que convirtió el Palacio del Hermitage, residencia de los zares, en el Museo del Hermitage). Esta tendencia democratizadora se manifiesta también en la coexistencia espacial de cuadros que en su momento tuvieron un gran valor pecuniario junto con otros que al ser pintados no tuvieron un gran valor de mercado. Ahí se ve al viejo Rembrandt autorretratándose con vestimentas que denotan su pobreza material. A pesar de la importancia que en este texto le estamos asignando, no toda la película se asienta en un desciframiento de las imágenes por medio de las palabras.
El hilo conductor de Museum Hours no son estas cavilaciones sobre los museos y las artes plásticas. Más bien forman parte de una deriva conversacional donde a los momentos hablados les siguen otros meramente mudos, o cantados. A veces las palabras pronunciadas aparecen en simultaneidad con imágenes aparentemente (o realmente) desconectadas de ellas: vistas de la ciudad de Viena, escenas callejeras, edificios, palomas, árboles, cielos, cables que atraviesan el cielo, restos de objetos tirados por la calle, basura, gente sola o acompañada. La cadencia del montaje aquí no impone un suspenso que desemboque en el plano siguiente, sino más bien el sosiego de un paseo.
De hecho el film tiene la forma de un paseo, una intimidad descentrada. Al comienzo, Johann se fija en una visitante que le provoca intriga. Está sola y se queda pensando frente a unos cuadros o un ventanal. Se llama Anne (Mary Margaret Ohara). La segunda vez que ella visita el museo, se acerca a preguntarle por una calle. Anne no es de Viena, está de paso, viene de Canadá a acompañar un trance difícil de su prima, que se encuentra en coma en un hospital.
En este triángulo formado por la contingencia descansa la estructura y el tempo narrativo de la película. Es un cine intimista, pero de una manera extraña: porque se desarrrolla no en espacios íntimos, sino en lugares de paso: el museo, la habitación de hotel de Anne, la sala de hospital donde agoniza su prima, los lugares de la ciudad a los que Johann lleva a Anne, lugares que él mismo dejó de recorrer en los últimos años porque se quedó en su casa, vinculándose al mundo por las redes sociales. Johann vuelve allí con su amiga reciente y re-descubre junto a ella las huellas de la historia de su ciudad, o anécdotas que él vivió en esos lugares.
Notablemente, la cámara no entra en la casa de Johann. El tono íntimo tiene que ver con el recogimiento con el que ellos recorren esos espacios públicos, con el susurro de las conversaciones, en las que sin querer se deslizan algunos datos de sus vidas privadas que ellos no están demasiado dispuestos a exponer. Johann y Anne se vuelven amigos aunque reservan con pudor un resto de intimidad. Predomina en su relación la temporalidad fortuita de los solitarios que se cruzan, el tiempo incierto de la agonía de la prima de Anne en el hospital.
Y una ausencia de tensión erótica entre los personajes, que no da lugar al posible romance que afianzaría un relato en un cine más rutinario. Johann sirve de intérprete porque Anne no maneja bien el idioma (ellos se comunican en inglés) y él se encarga de hablar con el médico que atiende a la prima cuando hacen falta obtener precisiones de su estado. Van juntos a acompañar a la mujer enferma (no saben si ella es capaz de percibir su presencia), Anne le canta canciones que evocan paisajes lejanos y le pide a Johann que le describa a su prima algunos de los cuadros del museo.
¿Cómo poner en palabras un cuadro de Brueghel o Rembrandt a una mujer que está inmóvil en su lecho de hospital y no sabemos si puede oír? En ese puente incierto de lenguajes que se topan con un límite de su eficacia comunicativa, en esa dificultad de la traducción de la imagen a la palabra y de la palabra a la escucha incierta, ahí se encuentra el centro de la película. Es un tenue hilo ficcional que sostiene capturas documentales de Viena, de sus calles, de sus bares, del museo y los visitantes.
La muerte no se menciona y, cuando llega, la cámara se mantiene a una distancia reverente. Es el centro intenso del film, al cual todo parece entonces haber aludido, pero ocurre lejos del objetivo de la cámara, al que solo le llegan indicios oblicuos. Las horas del museo entonces terminan.
Museum Hours se proyecta en el MALBA (Avenida Figueroa Alcorta 3415 ) durante enero los viernes a las 22:00 y los domingos a las 18:00. Más información acá.
En este triángulo formado por la contingencia descansa la estructura y el tempo narrativo de la película. Es un cine intimista, pero de una manera extraña: porque se desarrrolla no en espacios íntimos, sino en lugares de paso: el museo, la habitación de hotel de Anne, la sala de hospital donde agoniza su prima, los lugares de la ciudad a los que Johann lleva a Anne, lugares que él mismo dejó de recorrer en los últimos años porque se quedó en su casa, vinculándose al mundo por las redes sociales. Johann vuelve allí con su amiga reciente y re-descubre junto a ella las huellas de la historia de su ciudad, o anécdotas que él vivió en esos lugares.
Notablemente, la cámara no entra en la casa de Johann. El tono íntimo tiene que ver con el recogimiento con el que ellos recorren esos espacios públicos, con el susurro de las conversaciones, en las que sin querer se deslizan algunos datos de sus vidas privadas que ellos no están demasiado dispuestos a exponer. Johann y Anne se vuelven amigos aunque reservan con pudor un resto de intimidad. Predomina en su relación la temporalidad fortuita de los solitarios que se cruzan, el tiempo incierto de la agonía de la prima de Anne en el hospital.
Y una ausencia de tensión erótica entre los personajes, que no da lugar al posible romance que afianzaría un relato en un cine más rutinario. Johann sirve de intérprete porque Anne no maneja bien el idioma (ellos se comunican en inglés) y él se encarga de hablar con el médico que atiende a la prima cuando hacen falta obtener precisiones de su estado. Van juntos a acompañar a la mujer enferma (no saben si ella es capaz de percibir su presencia), Anne le canta canciones que evocan paisajes lejanos y le pide a Johann que le describa a su prima algunos de los cuadros del museo.
¿Cómo poner en palabras un cuadro de Brueghel o Rembrandt a una mujer que está inmóvil en su lecho de hospital y no sabemos si puede oír? En ese puente incierto de lenguajes que se topan con un límite de su eficacia comunicativa, en esa dificultad de la traducción de la imagen a la palabra y de la palabra a la escucha incierta, ahí se encuentra el centro de la película. Es un tenue hilo ficcional que sostiene capturas documentales de Viena, de sus calles, de sus bares, del museo y los visitantes.
La muerte no se menciona y, cuando llega, la cámara se mantiene a una distancia reverente. Es el centro intenso del film, al cual todo parece entonces haber aludido, pero ocurre lejos del objetivo de la cámara, al que solo le llegan indicios oblicuos. Las horas del museo entonces terminan.
Museum Hours se proyecta en el MALBA (Avenida Figueroa Alcorta 3415 ) durante enero los viernes a las 22:00 y los domingos a las 18:00. Más información acá.
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