El 4 de enero de 1889 Nietzsche le escribe a George Brandes una carta en la que se lee lo siguiente:
A mi amigo Georg:
Después de haberme descubierto no es gran cosa el encontrarme: ahora lo difícil será perderme…
El Crucificado
Un texto breve y fulminante. En apenas dos líneas refulge el genio de Nietzsche para acuñar frases inolvidables, de una maestría retórica como muy pocos escritores han podido lograr. No es ninguna novedad que Nietzsche era un maestro del aforismo, que pudiera condensar un tropel de pensamientos y sentimientos en una ajustadísima composición. Estas frases suenan como música y en ellas es algo más que el sonido de las palabras lo que danza, porque Nietzsche sabe hacer danzar el sentido. La impresión que causa la frase aumenta cuando consideramos que es uno de los últimos textos que escribe: se está despidiendo de nosotros un extraordinario escritor y un gran filósofo. Sabemos que lo escribe en el transcurso de un colapso mental, que no tendrá vuelta atrás. Y sin embargo reconocemos en esta breve frase al gran autor que ha sido.
Llevando las cosas un poco al extremo, podemos afirmar que estas líneas condensan una parte decisiva del trayecto de su pensamiento. Nietzsche, aún en el ocaso, quizás más que nunca, suena grandioso. Y parece tener conciencia de su destino póstumo. Pasaron 125 años de que Nietzsche la escribió y para nosotros no es gran cosa el encontrarlo: lo que se nos hace difícil es perderlo.
Reconocemos su capacidad profética pero aún así no está todo dicho. Hay un motivo más para asombrarse: la carta no aparece firmada como “Friedrich Nietzsche”, sino como “El Crucificado”. Si Nietzsche es un gran bailarín del pensamiento, esta pirueta que hace en el aire, quizás la última, nos deja pasmados. Por esos mismos días de su estancia en la ciudad de Turín, Nietzsche manda otras cartas, algunas disparatadas -“...acabo de tomar posesión de mi reino, arrojo al Papa en la cárcel y hago fusilar a Wilhelm, Bismark y Stoecker”, le escribe apenas un día antes a su amiga Meta von Salis-, otras cartas de esos días suenan como desprendimientos de sus últimos libros: de Ecce Homo, de El Anticristo, de lo que va a terminar publicándose como La Voluntad de Poder. Nos encontramos en el confín de una obra, cuando ya pasa a ser otra cosa, sin que podamos decir bien dónde ya es otra cosa. A veces firma como El Anticristo, otras como Dionisos, como Fromentin…
Acá es que firma como “El Crucificado”, como si estuviera haciéndonos una burla fatal, como si su maestría en el sarcasmo escalara varios grados más allá de lo conveniente. O como si por un instante o por unas horas el comando de su ser hubiera sido tomado por uno de los personajes que lo asediaron a lo largo de su vida, como si por un instante o por unas horas fuera poseído por el mismo quía. Podemos leer esta frase como una enorme burla o como la expresión de una locura irreversible: el loco que se cree Cristo. O interpretar que, más allá de su ego, ello habla, el adversario, el otro. El mensaje expresa entonces la incontenible tensión a la que Nietzsche estuvo sometido durante una cantidad de años que no podemos determinar.
Todo espíritu profundo necesita una máscara: más aún, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, distorsiva, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que da.
Solo entonces habría dejado caer la máscara del sacrílego para admitir de manera enigmática, es decir, de manera nietzscheana, su derrota. Quizás esta frase pueda leerse así: habla el Crucificado. En este signo vence.
2 comentarios:
muy bueno...
Es un punto de vista, una interpretación muy esclarecedora.
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