Otra gran película en la Semana de Cine Portugués en el MALBA
por José Miccio
Susana de Sousa Dias es una notable documentalista portuguesa que enfrenta en sus trabajos las imágenes producidas por la dictadura de Salazar. El cartel con el que comienza su película anterior, Natureza morta. Visages d’une dictature, la resume así: “Entre 1926 y 1974, Portugal conoció la más extensa dictadura de la Europa Occidental del siglo XX. La iglesia, el ejército y la policía fueron los pilares del régimen; el imperio, su mística; Salazar, su ideólogo y líder”. Excepto por este cartel, que le otorga el necesario contexto a las imágenes que veremos a continuación, Natureza morta carece de palabras. Lo que vemos es un flujo de imágenes generadas por el propio estado portugués - noticias, archivos de guerra, documentales de propaganda - solamente interrumpido por una serie de fotografías de prisioneros políticos reunidas como en planchas de estampillas. La duración original del archivo utilizado es de doce minutos; la duración de la película, setenta y dos. Ese tiempo estirado es el que la directora necesita para dar a mirar lo que permanecía oculto pese a haber sido registrado por la cámara. De Sousa Dias hace una arqueología de la superficie, una estratigrafía singular, sin excavaciones, destinada a poner en evidencia las costuras del plano antes que las del montaje. El ralenti y el zoom son sus herramientas básicas. Con ellas, demuele desde adentro los tópicos de la producción visual salazarista: sus desfiles militares y religiosos, los incendios de campos y casas en Angola, los africanos muertos o convertidos en atracción de feria, los civiles que festejan a su líder.
48 continúa el trabajo de Natureza morta. Esta vez, son las fotografías que antes interrumpían el flujo las que ocupan la pantalla, pero no aparecen juntas sino de manera sucesiva, durante varios minutos. Notablemente, este recurso, que en principio individualiza lo que antes se presentaba seriado, resulta también terrible. Lo que vemos son los rostros de una dictadura que menciona el título de la película anterior, y la tribulación procede de que son, justamente, de ella antes que de los sujetos capturados por la cámara. Sobre estas imágenes, y siempre en off, las víctimas de la policía secreta de Salazar hablan sobre su vida en la cárcel, sobre el tiempo y ante todo sobre la tortura. Ningún cartel –al menos hasta los créditos- nos dice el nombre de los detenidos, y es poca la información sobre sus vidas que obtenemos de sus palabras. Todo se concentra en la (no) experiencia del encierro y el castigo psíquico y corporal. 48 es un fresco del horror, no una reparación.
Sin embargo, las voces son distintas, y en ellas residen las notas particulares, que modulan el tema repetido a la vez que lo confirman como un asunto propiamente social. Efectivamente, si la dimensión histórica excede a los individuos -y es a esa excedencia, inscripta en su propio nombre, a la que 48 apunta-, el sonido contribuye a delimitar los cuadros, cada uno dedicado a un ex detenido. En un caso es un chasquido de lengua, en otro un reloj, en otro los autos que pasan: cada testimonio tiene su propio ruido, que la directora define lentamente modificando el volumen de algunos sonidos contextuales. Este zoom de audio es semejante al zoom de imagen de Natureza morta, pero su objetivo es distinto, ya que no se trata esta vez de descubrir el plano sino de establecer una diferencia como la que señala el espacio entre palabras de un mismo texto .
Hay una mujer que ríe. Es la imagen que, por su absoluta singularidad, se destaca de las otras y señala entonces la regla. Las fotos de la policía salazarista –las de encuadre frontal, al menos– son como retratos. Es difícil evitar esta designación. Sin embargo, su estatuto es otro. En ambos casos estamos frente a poses con un carácter genérico evidente: suelen repetir encuadres, ángulos, distancia y fondo. Pero su radical diferencia pragmática las enfrenta: ya que sus usos sociales son opuestos, opuestos son sus sentidos. El retrato es parte de la novela familiar y su valor es íntimo, propio de la dimensión privada que la modernidad descubrió y convirtió en emblema. La foto policial –hija del mismo tiempo, como las huellas digitales y la numeración de las casas urbanas– es una imposición del estado, semejante a la del DNI pero brutal, ya que no hace coincidir su obligatoriedad con la certificación de la ciudadanía. En una dictadura, sin garantías jurídicas, hay en la foto de los presos políticos una expresión de dominio desnudo. Por esta razón, el habitual desconocimiento que el retratado manifiesta respecto de su propia imagen cambia también de sentido. En casa, el paso del tiempo o la percepción de la pose se compensan íntimamente (¡ay, qué distinto estoy!, ¿por qué habré puesto esa cara?); en la foto policial, hay una enajenación de otro orden; casi todos los que prestan testimonio en 48 dicen en algún momento: ese no soy yo.
Sin embargo, y como es lógico, es necesario que el que se desconoce se identifique a sí mismo, aun como otro, porque solo él tiene la autoridad que el documental reclama para contar cómo fue detenido, cómo fue torturado, cómo funcionaba la cárcel, qué tareas cumplían sus verdugos. Tan es así, tan decisiva es esta coincidencia entre la imagen y la voz, que cuando no hay fotografía, como ocurre con el único preso africano que la película incluye, la pantalla permanece en negro o deja entrever, espectralmente, una rendija de luz, unos puntos luminosos, un árbol, una cerca . Es un archivo fílmico -la única fuente visual no fotográfica de 48- que originalmente dura unos pocos segundos y que, intervenido como en Natureza morta, alcanza los siete minutos. Con estos siete minutos apabullantes termina 48.
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