A lo largo de 20 años, los hermanos Dardenne lograron construir una de las filmografías más poderosas del cine contemporáneo. Con un realismo seco, una exposición narrativa lineal y escueta, con personajes de pocas palabras y una resolución que se traducía antes que nada en gestos físicos que se erguían como significantes poderosos, casi sin música extradiegética y sin escenas explicativas o pictóricas, lograron definir un lenguaje de un conductismo lacónico que, milagrosamente, maximizaba las huellas más ínfimas de la dimensión histórica europea neoliberal y, lo que resulta más prodigioso, potenciaba los sentidos de una religiosidad que apenas asomaba como un soplo contingente que rozaba la materialidad de los cuerpos y los objetos.
Una de las claves de la eficacia de una poética que brindó algunas obras maestras inalcanzables, como El hijo, Rosetta o La promesa, radica en el rigor de una puesta de cámara que siempre va atrás de los acontecimientos, en medio de personajes arrojados hacia peripecias cuyas fuerzas los desbordan. La presencia inestable de la cámara debía siempre "estar ahí" para atestiguar la inminencia de la reacción de los personajes oscilando en el ámbito de lo posible. Su politicidad y su secreta espiritualidad siempre dependían de que los personajes jamás parecieran responder al arbitrio de un guión prescrito sino a una libertad que ellos mismos desconocían y que los hacía elevarse de un contexto socio-económico sobredeterminado.
Gracias a los Dardenne conocimos la vulnerabilidad económica de Europa, sus zonas de exclusión y sus excluidos mucho antes de que el periodismo nos informara de la crisis del euro. Para quienes vimos sus películas, las posteriores noticias de la mega-desocupación y las crisis de los inmigantess no pudieron resultarnos sorpresivas. Pero este valor contextual nunca fue el rasgo más valioso de su cine. Con un material que en otras manos hubiera apelado a nuestra conmiseración bienpensante, el realismo de los Dardenne encontró su fuerza en la medida en que fue capaz de filmar no la realidad en la que sus criaturas se hundían, sino la posibilidad desde la que se elevaban. El hijo, en este terreno, es su hazaña suprema e insuperada, no sólo para ellos sino para cualquier otro cineasta actual (crece en mí la impresión de que se trata de la mejor película que dio hasta hoy el siglo xxi). La impiedad sistémica está presente como fondo difuso, la corrosión moral deja huellas y traumas irreparables en el fuera de campo de un relato sobrio, emocional y contundente. Lo terrible ha sucedido antes y puede suceder después, pero la cámara filma el mientras tanto.
Los cuerpos tienen tal peso en el cine de los Dardenne que sus películas permiten -si bien no imponen- una lectura erótica, desde La promesa hasta El chico de la bicicleta, pasando por Rosetta y El hijo. Una sensualidad algo perversa podría ser el móvil secreto de estos seres en apariencia desvalidos. En casos como los de los padres que interpreta Olivier Gourmet en La promesa y El hijo, esa sensualidad bien podría devenir en una inquietante pederastía. Pero esos móviles eróticos son siempre cruzados por una vacilación que se resiste a la reducción psicopatológica. La vacilación a la que me refiero es la capacidad de los Dardenne de filmar el arrojo y la posibilidad. Por eso lo decisivo en sus películas raramente pasa por parlamentos o gestos conclusivos y casi siempre queda en suspensión. Las mejores películas suyas se cortan un minuto antes de que una situación pueda estabilizarse y dejan al espectador en el vilo de lo no resuelto.
Si hago este extenso preámbulo es para decir que, en Dos días, una noche, su última película hasta el momento, los Dardenne parecen haber perdido su secreto más preciado y terminan transformados en apenas discretos imitadores de sus rasgos más exteriores. En el personaje interpretado por Marion Cotillard aparecen algunos de los rasgos constantes de sus protagonistas anteriores. Otra vez una expulsada del sistema, otra vez alguien que tiene que pujar por ser admitido cuando todo el contexto quiere excluirla. Otra vez la inhumanidad de la supervivencia del más apto que pone a prueba la resistencia de los sujetos. Pero estos "otra vez" ahora se perciben como "¿otra vez?". Su celebrada destreza para plantear situaciones límites que amenazan con quebrar a criaturas frágiles se ven como una fórmula fatigada.
Hay una evidencia ilevantable: la premisa argumental -la trabajadora que debe torcer el resultado de una votación de sus propios compañeros que la dejaron sin su puesto de trabajo, porque la patronal los hizo elegir entre el empleo de ella y un bono extra para cada uno- es planteada en el primer rollo del film con una prolija explicación. El conflicto se presenta a modo de hipótesis de un teorema o como el desafío a vencer en un concurso. El mismo título nos anuncia que ella tendrá dos días y una noche para revertir su situación, hablando con cada uno para tratar de cambiar sus votos. Desde ese arranque, el mecanismo narrativo por sketches se hará previsible y finalmente mecánico. La estructura episódica hace que la protagonista deba enfrentarse a reacciones diversas, a competidores que mostrarán motivos para aferrarse a su propia conveniencia antes que a la solidaridad de clase; será también muy previsible que, para que el cuadro sea matizado, algunos de los compañeros muestren su sensibilidad o se pongan de su lado. Todo suena burocrático. La progresión por acumulación de votos está impuesta por el planteo inicial y la necesidad de que algunos de los compañeros quiebren la monotonía del procedimiemto también se siente como truco. La fuerza de la contingencia que animaba las genialidades anteriores de sus películas está ahora suplantada por una misión a cumplir, paso a paso.
Algunas diferencias notorias hacen que Dos días, una noche sea un reflejo pálido de la poética dardenniana. La explicación del conflicto en el primer acto es una debilidad inadmisible para los creadores del desafío enigmático que constituía el maestro de carpintería de El hijo o el adolescente cándido de La promesa. Ahora los Dardenne deben dejar claro todo en diez minutos y la meta de la acción, con su conveniente epílogo edificante, es esperado por toda la longitud del metraje.
Dos: las motivaciones de los personajes y su campo de acción pasa por los diálogos argumentativos, lejos de la potencia física, las caídas, los saltos, las corridas y las luchas cuerpo a cuerpo de sus mejores films. En su locuaz explicitud, los personajes de Dos días, una noche se parecen más que nunca a los héroes cartesianos del cine francés que siempre saben lo que quieren y lo que les falta. Está razonabilidad y su cualidad de exponentes de un estado de cosas social impide la irrupción del elemento trascendente que los distinguía y a la vez los des-sexualiza: nunca antes un personaje dardenniano lució como una "víctima digna" como en este caso.
Dos días, una noche parece mostrar la fatiga de un planteo que dio anteriormente mejores frutos.
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