por Marc Perilli
Kira Murátova es una cineasta de origen moldavo que empezó su carrera durante el período soviético e inmediatamente cayó bajo las objeciones de la censura oficial. Esto impidió u obstaculizó la exhibición de varias de sus películas, entre ellas la que abre la retrospectiva que le dedica esta edición del BAFICI, Largas despedidas (Long farewells, 1971). La temática que ella desarrolló no permite ubicarla para nada como una artista "disidente" ni tampoco recibió un trato de tal, pero su forma narrativa poco convencional se alejaba lo suficiente del realismo socialista imperante como para que su obra no contara con el beneplácito de los funcionarios que controlaban la producción cinematográfica. Más que crítica del sistema político de la URSS, se la consideró demasiado "rara". Y en esa rareza radica hoy su mayor interés, que la destaca entre todos los directores soviéticos de ese período. Con la Glásnost de Gorbachov logró el reconocimiento que antes se le negó y un trato más acorde con su originalidad artística, aunque ya fuera un poco tarde.
Largas despedidas, de 1971, es una de sus mejores películas y también de las que más perplejidad causaron en los censores oficiales. Es difícil encontrar en su argumeno algo que justifique el hecho de que no la haya podido estrenar hasta 1987. Entonces hay que buscar por el lado de su forma: ahí uno descubre que Murátova manejaba una libertad en su puesta en escena y una ironía mordaz y también poética que la mostraban en sintonía con sus contemporáneos de las diversas nuevas olas internacionales: desde la nouvelle vague hasta la nueva ola checoeslovaca de Milos Forman y Věra Chytilová, o incluso tiene un aire de familia con el humor absurdo de un exponente del free cinema británico como Richard Lester, el de las películas de los Beatles.
Lo que se cuenta: la relación entre una madre y su hijo adolescente atraviesa una crisis después de que el chico vuelve de una estadía junto a su padre, con quien parece haber vivido experiencias más estimulantes que en la chatura provinciana de su pueblo natal. La película muestra con toques leves esa alienación social. Los destellos de lo que conoció afuera lo embriagan de un deseo de ir por más, y busca la forma de hacérselo saber a su madre. Ella mira con celos su actitud, nota su cambio de humor y se desvive por retenerlo. Intuye que puede perderlo y eso la pone ansiosa, pero para evitar esa pérdida no tiene demasiados recursos. Siempre ocupó su rol social, obediente de lo que se espera de una mujer ya madura en una sociedad anquilosada por la rutina. Sin grandes aspiraciones es una mujer muy simple y vive pendiente de su hijo.
Cada uno de los dos sienten sus propios anhelos; el hijo, la ambición de trotar mundos junto al padre; la madre, que su hijo se quede con ella. Los dos se aman y así lo muestra Murátova, con gestos sutiles, un tono poético y gracioso y una narrativa inusual.
El conflicto podría dar lugar a un melodrama lacrimógeno en manos más convencionales, pero Murátova se las arregla para extraer de ahí motivos de lirismo y ligera comicidad, deteniéndose en detalles y personajes laterales (hasta un perro hace lo suyo para alterar la paz pueblerina). La directora sabe hacernos entrar en los sueños de sus personajes mediante apuntes rápidos y eso la ayuda a romper con el realismo socialista que los productores le reclamarían. El resultado es tan bueno que los censores parecen no haber podido soportarlo.