por O. C.
En 2022 se cumple el 40 aniversario de Querelle, la película póstuma de Fassbinder que se estrenó pocas semanas después de que su autor fuera encontrado muerto en su casa sin ventanas, a los 36 años, con el cuerpo estragado de alcohol, cocaína y píldoras. En la cama Fassbinder tenía bocetos de cinco nuevos guiones para filmar en los próximos meses. Querelle era su largo número 41, si no contamos las series y telefilmes que también hizo. Pasó por el siglo del cine como tromba inolvidable para sus testigos, aunque la administración de la memoria cinéfila para las nuevas generaciones privilegia modelos clasicistas más conciliables con el conformismo de época. La radicalidad estética de Fassbinder es todavía, quizá aún más que antes, indigerible.
No hay un estilo Fassbinder sino tres, cuatro. Pero Querelle no parece encajar totalmente en ninguno de ellos. Cuando se estaba muriendo, él estaba reinventándose como cineasta, inventando el cine. A Querelle, no una adaptación de Jean Genet al cine, sino una película "sobre" Querelle de Brest, la novela de Genet, no le cabe ninguna de las acepciones de la palabra adaptación. Fassbinder no acerca a Genet a "su" mundo sino que se aleja de sí, genera nuevas coordenadas para la obra cinematográfica que, tanto en su estreno fue recibida con comprensible desconcierto. Entre la cinefilia obediente de hoy resultará más rara.
"Tensión formal" es un concepto al que acudir para nombrar su anomalía, y Querelle ya es en sí una anomalía dentro de otra anomalía. Si un rasgo persiste en el gesto fassbinderiano, es el de desconcertar los hábitos por los que un espectador acomoda su ojo, su oído y su identificación ante a lo que ve y oye. Algo está fuera de lugar en su cine, a veces casi todo está fuera de lugar. Eso se ve en las picos de su extensa obra: Alemania en otoño (1977), En un año con 13 lunas (1978) y por sobre todas Querelle.
La intensidad de su compulsión productiva lo hacía filmar sin pausas, ir de los estilos más ásperamente realistas a una resaca difusa y vibrante. Era su respuesta artística a su litigio con el mundo. El cine de Fassbinder no es más grande que la vida porque no está afuera de la vida, sino que se ubica en sus bordes turbulentos.
En Querelle la coordenadas usuales de organización espacio-temporal estaban siendo alteradas con una resolución que hasta hoy no encontraron continuidad. El espacio que los críticos de su época desacertadamente interpretaron como "teatral" tuerce ligeramente el eje vertical unos grados hacia la izquierda, lo que produce una extraña sensación de inestabilidad, el mundo cayéndose para un costado, a la vez que su estallido cromático dislocaba la noción fotográfica de balance de blancos que obligaba al ojo a reorganizar su rutina perceptiva. En la banda sonora, el rumor místico magistralmente sostenido por Peer Raben es herido por ruidos disonantes de videojuegos anacrónicos. Esos son los conflictos que Fassbinder plantea al espectador. ¿Si su corazón no se hubiera detenido esa noche de junio de 1982 Querelle hubiera sido el comienzo de un nuevo ciclo? No podríamos saberlo nunca. Pero no ha habido cineasta capaz de avanzar por los senderos que Fassbinder abrió hace 40 años.
Ahora se verá si al menos algún festival puede hacerse cargo de su ya prolongada ausencia.
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