martes, 22 de febrero de 2022

Madres paralelas: el ojo de vidrio y el sonajero

por OAC

"Es una historia muy larga, algún día te la contaré" es la frase que funciona como principio constructivo de Madres parelelas, el más reciente film de Pedro Almodóvar, un paso en falso después de la notable Dolor y gloria. Algo no olía bien desde su mediometraje de diseño La voz humana, con Tilda Swinton haciendo el soliloquio teatral escrito por Jean Cocteau con el que el director amagaba desde la genial La ley del deseo

El director, después de cuatro décadas, nos tiene acostumbrados a estos bruscos altibajos: antes de Dolor y gloria, nos había entregado la inexplicable Los amantes pasajeros (2013) y la excelente Julieta (2016), así que sus irregularidades no sorprenden. Películas extraordinarias (La flor de mi secreto, La piel que habito, Mujeres al borde de un ataque de nervios), otras mediocres (Volver, Todo sobre mi madre, Átame) y deplorables (Kika, La mala educación, Los amantes pasajeros). 

En Madres paralelas Almodóvar se toma al pie de la letra eso de "algún día te contaré", porque cada motivo psicológico y cada cuenta pendiente de los personajes son expuestos por ellos mismos con pelos, señales, aclaraciones y croquis. Almodóvar puede ser un narrador inventivo y en sus buenos momentos muestra gran elegancia para desplegar tramas enroscadas y, sin embargo, claras y emocionantes (Dolor y gloria o La piel que habito son ejemplos de esto). En este caso, se propuso ensamblar dos motivos muy diversos: un típico esquema melodramático de bebés cambiados accidentalmente en la maternidad junto a una preocupación suya más tardía por el olvido de la sociedad española de los miles de desaparecidos durante la larga dictadura franquista. 

Almodóvar mostró su destreza para servir varios ingredientes en una sola bandeja pero a veces falla. El vínculo que nace entre las madres de distinta condición social a las que les cruzan sus bebés suena en una cuerda que él sabe tocar; la gravedad de las consecuencias de la guerra civil, en cambio, requiere un tono para el que hasta ahora no había mostrado su capacidad de afinación. De ahí que la promesa "Es una historia larga, algún día te la contaré" tiene que ser dicha y cumplida varias veces en Madres paralelas. El anuncio de la explicación que efectivamente se dará tiene una función muy distinta a la frase que le dice Geraldine Chaplin a Darío Grandinetti al final de Hable con ella: "nada es sencillo, sé que nada es sencillo": la sugerencia es más poderosa que la explicación, un sentido condensado potencia su efecto.


Acá hay que explicarlo todo porque los ejes narrativos no terminan de ensamblarse  y hay que disimular las costuras. La falta de confianza en el poder de la ficción se manifiesta como nunca antes en la cita final a Eduardo Galeano en Madres paralelas: "La historia humana se niega a callarse la boca". Almodóvar parece decírsela a sí mismo: no puede hacer callar la boca a unos personajes sobreexplicados. Los cambios de bebés, de madres y de pareja se suceden con desgano, algo inesperado en su filmografía: sin pasión; las connotaciones políticas muestran involuntariamente un paradójico conformismo. 

Las secuencias de títulos suntuosas, diseñadas por el argentino Juan Orestes Gatti en el estilo de Saúl Bass, presentan como siempre "Una película de Almodóvar": más que un autor, parece querer ser una marca. Ahora vendió un lote de su obra a Netflix -de las buenas y las otras- y en países como Argentina lanza Madres paralelas directamente en streaming. Resultado: las redes sociales lo convierten rápidamente en tendencia.

En la España de Vox se genera un clima hostil ante la resistencia social por revisar su oscuro pasado, pero el barullo atenta contra la reflexión acerca de la tesis del cineasta sobre el trauma histórico y la pertinencia del cruce con los recursos del melodrama. En la media hora final, el enredo de los bebés y los cambios de pareja es abandonado para centrarse en la busca de los restos de las víctimas del franquismo. Notoriamente todas las tensiones de la película son dirimidas mediante dictámenes científicos: análisis de ADN y antropología forense. Quién te ha visto, Pedro. Los diálogos se vuelven de una solemnidad risible. "Cuántos años esperando este momento, Arturo". "Me imagino, también para nosotros es un momento especial". Ya nos dimos cuenta. Me eximo de aludir a detalles vergonzosos, como el encuentro del sonajero o el ojo de vidrio: en otra época, Almodóvar los habría usado con humor negro, un efecto ahora involuntario, musicalizado por unos violines fúnebres. Al final, el antropólogo forense le dice al pleno del elenco, alineado como cuando al final de una obra de teatro salen todos a agradecer los aplausos: "Este es vuestro momento, nosotros nos retiramos". El plano evidencia la impostura de Madres paralelas. Todo lleva a conciliar los conflictos ante la hilera de huesos tomados en plano cenital: España, los desaparecidos y las madres paralelas, como si fuera solo un asunto resuelto por la psicología de los personajes. 

A Almodóvar se le escapa el hecho de que sobre esa pila de cádáveres se construye una sociedad monárquica, neoliberal, conformista, en la que a él le toca ocupar el ala izquierda, como se dice en la propia película. El franquismo triunfó en toda la línea pero en la pantalla el drama se aplaca. Rossy de Palma con  su cara asimétrica compungida resume el arco descripto por la filmografía almodovariana.



Hace apenas dos películas, al final de Dolor y gloria, un personaje secundario le proponía a Antonio Banderas que saliera en busca de aquel muchacho albañil que lo había retratado de niño, la tarde de la insolación, un retrato que la madre -también encarnada por Penélope Cruz- se había encargado durante toda su vida de impedir que el chico recibiera. Banderas respondía: "Para qué, el mensaje ha llegado a destino". No hacía falta nada más. Volvé, Pedro.
 
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