soñar (Leonardo Favio, Monzón, Pagliaro)
I
Es mañana calurosa y pasé la madrugada viendo Soñar, soñar, la película de Leonardo Favio de 1976. Esa sola frase ya dice un montón, el más grande cineasta es poco, dejar a Favio en el campo de la cinefilia es quedarse con una partecita. Su rol en la historia argentina desborda ese ambiente. Se da el caso de que la primera película que vi en la tele por iniciativa propia es El romance de Aniceto y la Francisca, el título largo y los largos silencios, el larguísimo plano de la pista de la milonga vacía fueron el cine de mi comienzo. Ver los ojos tentadores de María Vaner y el cabezazo de Luppi para sacarla a bailar fue mi entrada, ninguna ruptura a nada. Antes que ver morir la efigie chueca de John Wayne, el primer personaje que vi morir en cine fue el Aniceto aferrado a su gallo. Por eso nunca entré en el pasaje generacional de Cine de Súper Acción, el gran cañón del colorado, la veneración por los géneros nunca fue lo mío. Es fruto de hechos fortuitos, así que no hay mérito en esto, se dio, solo rogaría que no me incluyan en la generación cinéfila que hizo su escuela en las cinco películas por sábado dobladas al gallego o al mexicano, no es mi vida. De movida, mi clasicismo es la modernidad de Favio. No lloré el ocaso de los Cheyennes ni tuve motivos para forjar un vinculo sentimental con Ford, Capra o Hawks. Sí en cambio para saber que Favio hacía canciones tremendas en las que el personaje dice vos y no tú, que dice pibe y no niño. Todo el mundo cantaba esas canciones sobre el pibe que miraba. Y estuvo en el chárter de Perón y en el palco de Ezeiza. Una figura no abarcable.
Después cuando fui solo al cine por primera vez, fui a ver Juan Morerira dos tardes seguidas en cines de Flores y de Boedo. El mismo autor que antes me había sumergido en un cine del silencio y la espera fue el que estalló en una épica legendaria, con cielos psicodélicos en los campos de Lobos que sacudieron con belleza la natutalidad de lo que ya se espera del cine. Se estrenó el 25 de mayo de 1973 y eso le agrega un plus a la leyenda. Un día Favio cayó en desgracia y los tontos argentinos se perdieron quien sabe qué maravilla.
Juan Moreira es la película que me convenció de que el cine era algo importante para mí y cuando la vi no estaba pensando en Perón, en Cámpora ni en López Rega. Dije que los cielos de los amaneceres de Lobos me alucinaron pero percibí algunas cuestiones formales por las que con esta película aprendí qué es el cine. Favio dota a Juan Moreira de una intensidad que no se funda en la violencia de los hechos, en la psicología de los personajes ni en sus supuestas connotaciones políticas, sino en las distorsiones ópticas que producen el uso de ciertos lentes, el pasaje del gran angular al teleobjetivo, la brusquedad de algunos cortes, la alternancia de momentos líricos y épicos, el desacople de la voz y las imágenes, las elipsis inesperadas. Experimental y popular, Favio se pregunta cómo se filma una leyenda.
Juan Moreira no era previsible por su trilogía inicial en blanco y negro, favorita de la cinefilia porteña de esa época. Quizá la aparición de cada película suya haya sido desconcertante. Favio gambeteaba expectativas.
III
Los primeros cinco minutos de Soñar, soñar bastan para saber que estamos ante una sensibilidad sobrenatural. Empieza con el detalle de unas frutas envueltas en plástico a contraluz, en medio de un paisaje bucólico. Desde arriba entra una mano, enseguida vemos que es la del Rulo (Gianfranco Pagliaro), descansando al borde de la ruta. Filmado con un brutal teleobjetivo, el Rulo está sentado en ángulo de 90° a la izquierda del cuadro, con el fondo desenfocado. A cine metros se divisa una silueta borrosa: es Carlos (Monzón) que avanza por la ruta en bicicleta. El plano dura todo el tiempo que le toma a Carlos llegar hasta el Rulo y recién ahí entra en foco. Sin música, solo canto de pájaritos, hasta que Carlos le dice al Rulo: "¿Tiene fuego, señor?". "Sí", dice el Rulo con sonrisa pícara. Solo entonces Favio dedica sendos primeros planos a los personajes a los que no abandonará en los próximos ochenta minutos. Las miradas que cruzan muestran que nació entre ellos algo más que una simpatía. Un comienzo anómalo por donde se lo vea: Favio venía del estruendo melodramático de Nazareno Cruz y el lobo, basado en un radioteatro de Juan Carlos Chiappe sobre la leyenda del lobizón, que apabullaba por su desmesura y su tono alegórico. En la que sigue, filmada en 1975 y estrenada en las primeras semanas de la dictadura, cambia el registro de modo que llamaríamos radical, si no fuera peronista. Tono menor, personajes alejados de toda épica, que ni bien se encuentran quedan prendados uno del otro. Desconcierta que Favio ponga en esos roles a Pagliaro y Monzón, dos íconos absolutos de los 70. Aunque no supiéramos nada de ellos, la cámara los embellece para hacernos parte del flirt. No había manera de asimilar este ovni en aquel contexto. Se trata de un repliegue hacia la pequeñez que esquiva las expectativas de quien conociera los antecedentes de Favio. Casi medio siglo después, Soñar, soñar sigue siendo rara.
IV
El Rulo lo bautiza "Charlie": "sos igualito a Charles Bronson". En el cortejo que empieza a hacerle el Rulo a Charlie se cifra su carácter de artista impostor. La inocencia de Charlie se entrega totalmente. Un travelling con gran angular sigue a Carlitos en su bicicleta rumbo a la Municipalidad donde trabaja, que le da todos los años dos trajes, uno en verano y otro en invierno. El contrapicado deja filtrar los destellos del sol entre los árboles. Charlie repite para sí "¡Charles Bronson!", se mira en el espejo retrovisor y se agranda: "¡Okei, baby!", igual que Piolín en Crónica de un niño solo. En seguida viene otra escena de asombro en el club "La Ilusión", un ambiente oscuro, exclusivamente masculino, un poco infernal, en el que Rulo hace su número de fonomímica sobre el disco de Charles Aznavour cantando "Apaga la luz". Un travelling semicircular rodea los movimientos espásticos de Rulo y cruza las siluetas oscuras de unos borrachos vencidos por la noche. El contrapunto de la canción de Aznavour con la voz de Pagliaro deletreando los versos muestra hasta qué punto el autor piensa como músico. De ahí en adelante, cada escena dará lugar a nuevos milagros, hasta el final de derrota transfigurada en victoria: "¡Antes muerto que vencido!". Charlie y el Rulo terminan en cana, haciendo para los presos que ahora los ovacionan el número artístico que durante toda la película intentaron lograr sin éxito. Charlie besa al Rulo en la mejilla.
Si es la mejor de Favio, como ahora me parece, es la mejor película argentina de cualquier época.
Epílogo
Duró dos semanas en cartel. Los críticos alcahuetes de los milicos dijeron que no tenía pies ni cabeza. El público no se interesó por ver a un Monzón feminizado ni entendió que el artista de la desmesura hiciera una comedia chiquita. Los cines se vaciaron. Monzón ni fue al estreno pensando que era un mamarracho. Pagliaro decía que era regular no más, que no todo lo que hacía Favio tenía que ser genial y el argumento era flojo. A la semana, Favio se exilió y durante diecisiete años no volvió a filmar. Recién en los 90 la critica cambió su mirada y empezó a admitir que quizá fuera la mejor película de Favio.
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