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domingo, 25 de agosto de 2019

Sharon Tate no se salva (Apuntes sobre la última de Tarantino)

Érase una vez en Hollywood


En este texto no se respeta el pedido de Quentin Tarantino de no difundir momentos decisivos de la narración de su nueva película, Érase una vez en Holllywood. Los que no la hayan visto todavía pueden postergar su lectura.

Desde Death proof fue imponiéndose el consenso crítico de que Tarantino realiza a través de sus películas un ajuste de cuentas con lo real, por el que las víctimas ven compensadas en la pantalla las ofensas que sufren en la vida. Ahí un grupo de chicas bravas devolvían en la ficción toda la violencia que la sociedad machista había descargado sobre ellas. Bajo el curioso axioma de que "el cine es más grande que la vida", un sinsentido solo sostenible por el irracionalismo cinéfilo, se postuló que en la oscuridad cerrada de la sala cinematográfica podría repararse lo que en el mundo está desarreglado. Y se dedujo de ahí que se trataba de una película feminista. El malentendido se agravó cuando Tarantino emprendió su "giro histórico". En Bastardos sin gloria se permitía reescribir un final alternativo y supuestamente más justo para el régimen nazi, con Hitler y toda la jerarquía nazi ardiendo en París, en medio de las llamas propagadas por el superinflamable nitrato de plata en una sala de cine. Se dijo entonces que Tarantino "ajusticiaba" en el cine los agravios sufridos por las víctimas de aquel régimen genocida. Con la misma lógica que se le atribuyó a Death proof un presunto feminismo, Bastardos... sería una película antinazi. 


La idea es de una puerilidad desoladora: como si una broma cinematográfica donde los malos reciben el merecido que en el mundo real no sufren tuviera el efecto de restituir un orden perdido, una compensación ilusoria que le otorga a la ficción la capacidad de conciliar los conflictos irresueltos. La gracia estaría en vengarnos en un plano imaginario por todo lo que soportamos en la realidad. Esta consolación vengadora permitiría que en los hechos los malos del mundo sigan ganando, pero que nosotros nos sintamos compensados con el bajo costo -ya no tan bajo en Argentina- de una entrada de cine. Si este fuera todo el plan de Tarantino, se trataría de uno de los cineastas más estúpidos de la historia.

Me temo que con el estreno de Erase una vez en Hollywood esta tesis afirme su dominio irrestricto. Leo la mayoría de las reseñas que merece la película y me da la impresión de que esta lectura ya alcanzó jerarquía canónica. Tarantino toma un episodio muy recordado, la masacre que el Clan Manson perpetró en 1969 en la casa de la actriz Sharon Tate, por entonces esposa de Roman Polansky. Es un dato que se supone que todo espectador que vaya a ver la película conoce. Tarantino integra este episodio real en una trama ficticia que le permite reescribir el final trágico mediante un desvío ligero y divertido, de un violencia hiperbólica que es firma de autor. Uno espera determinada masacre y la película le ofrece otra. Uno sale feliz porque la linda Sharon se salvó de la muerte.


Lo cierto es que el final de Érase una vez en Hollywood es lo más lejano de un happy ending que pueda concebirse. El artificio ficcional que permite desviar y aniquilar a los hippies satánicos solo funciona bajo la condición de que uno conozca el auténtico final de la historia. Entonces el plano picado por el que vemos que el personaje de Di Caprio entra al final a la mansión donde lo espera Sharon Tate está muy lejos de tranquilizarnos. El deux ex machina es ostensible y el fuera de campo no nos cobija en una fantasía feliz, sino que nos expulsa otra vez hacia el mundo terrible. La complejidad que opera el recurso de la reescritura ficcional de la historia queda muy lejos de toda lectura conciliadora.

¿Puede pensar la ficción? Tarantino es un creador de formas. Siempre buscó nuevas formas que piensan la naturaleza de la ficción y el poder que ella ejerce sobre lo real. Acá, por ejemplo, prescinde de la progresión desde diálogos ingeniosos hacia estallidos de violencia, ese recurso que dominó como nadie. Para que su obra se redujera a lo que la mayoría de los críticos cree encontrar en él, tendría que haber ido operando una restauración neoclásica con florcitas y música melosa a la manera de un avejentado Clint Eastwood. Pero a medida que Tarantino se va acercando a la conclusión de su filmografía -esta es su novena película y hace tiempo anunció que la décima será la última- su diseño narrativo fue implosionando, cada vez más lejos del culto del clasicismo que las lecturas conservadoras le atribuyen. El desequilibrio, el desvío, el desplazamiento y la sustitución evidente -esperás esto pero no te lo lo doy, decido no dártelo, no vas a salir del cine tranquilo ni conciliado con la vida- son los procedimientos que en sus últimas películas, muy especialmente en Los ocho más odiados y en esta, lo llevan a minar toda noción de justicia clásica.


Hay varias secuencias memorables en esta película de estructura irregular, por momentos errática, pero especialmente hay una de una potencia sobrecogedora. El personaje de Di Caprio se somete a un rol degradante en su decadencia artística. En una serie dirigida por un chapucero tiene que encarnar a un villano caracterizado de un modo que le resulta humillante. El personaje de la ficción dentro de la ficción toma de rehén a una nena encarnada por una pequeña actriz de 8 años que en una escena anterior, en un alto de la filmación, mantuvo con él un diálogo en el que ella reveló una inteligencia y una sensibilidad superiores. A diferencia de otras escenas en las que vimos a Di Caprio encuadrado en formatos y texturas que indican la materialidad de los objetos fílmicos en los que está confinado, acá el punto de vista que adopta la cámara de Tarantino es directo. Los efectos de iluminación, los desplazamientos de la cámara, las distancias focales generan una coreografía de una belleza subyugante y gozosa. Tarantino no imita acá la retórica de las viejas series de televisión ni del cine de género al que supuestamente tributa. Lo que hace es crear una puesta propia en la que despliega todo su dominio de recursos cinematográficos suntuosos. Nada de clase "B" ni de "géneros bajos". Ni serie ni spaghetti: Tarantino puro. Durante la secuencia, el actor que encarna Di Caprio olvida varias veces sus líneas de diálogo, interrumpe el plano de la ficción y reclama a la apuntadora que le recuerde las palabras que tiene que decir. Cada tránsito súbito entre la ficción y la ficción dentro de la ficción produce un sobresalto que deja al descubierto las varias capas narrativas. En su camarín lo vemos desesperado por no poder hacer el papel que se le encarga. La escena es narrada mediante una sucesión de jump cuts, a la manera de Godard. Cuando retoma la filmación, Di Caprio logra una performance conmovedora y la nena actriz le declara que es la mejor actuación que jamás vio. Esta larga secuencia es el corazón mismo de una película que ensaya los mil modos posibles de indicar referencias intertextuales. 

1969, el incidente Manson, es el punto de incisión de la(s) historia(s) del cine según Tarantino. 


Lo que acá se logra es la proeza de exhibir el artificio y a la vez conseguir que siga obrando el hechizo de la ficción. La verdad de la ficción: todo lo contrario a esos índicadores a los que recurren los cineastas que no creen en lo que hacen y ponen ese cartel, "basada en hechos reales".

Sharon Tate no se salva: fue asesinada por el Clan Manson, nos dice al final Erase una vez en Hollywood. Lo que acabás de ver es un cuento y no te mostré la escena que esperabas sino que te distraje con otra divertidamente brutal, te identificaste con un femicida y un pusilánime adorables. Pero, ojo, que el mundo que te espera sigue siendo atroz.

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