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jueves, 20 de octubre de 2022

Dulce


¿Vieron Dolce de Alekandr Sokurov?

Esto que ven es su raro formato de pantalla, pero lo que cabe en ese cuadrado es un abismo que quita el sueño.

Está en YouTube, con traducción automática. 

Solo dos personas: la viuda y la hija del escritor Toshio Shimao. La madre, Miho, monologa en japonés y la voz over de Sokurov espera que ella haga una pausa para traducirla, lo que genera una tensión de la escucha y el silencio que al primer siglo del cine no se le había ocurrido explorar.

Una única locación: una casa en una isla envuelta en bruma en medio de un mar helado e inhóspito. De la casa la cámara llega a espiar unos pocos rincones desde perspectivas oblicuas. La sensación de profundidad perceptiva se logra mediante una laboriosa orfebrería sonora que genera una lejanía íntima, poblada por el rumor de las olas embravecidas, las bandadas de pájaros marinos, el golpe de las gotas de lluvia contra los marcos de las ventanas, los pasos de las mujeres en el piso de madera, melodías que suenan desde otro lugar, ecos de fantasmas que piden volver, como si todo transcurriera en un entresijo del tiempo que reta la noción habitual de que el cine es el arte del presente. La cumbre emotiva llega cuando madre e hija se abrazan. Dolce. La pequeña casa y el rumor del universo entero. Solo recuerdo otra película que logra semejante conmoción con tan escasos elementos: Un condenado a muerte se escapa.

Miho cuenta la historia de su marido, enrolado en el ejército de Japón en la segunda guerra, su derrota vital. Es decir: habla del siglo xx. Quizá sea la manera que encuentra Sokurov para que el cine se despida de su siglo.

Filmada en 2000 en un formato ya obsoleto, Betacam SP, la copia en YouTube en 360p no se ve tan brillante como las series de Netflix, pero Sokurov por esos años logró que la precariedad del registro potenciara la fragilidad del habitar.

Entre las decenas de miles de películas que uno ve en la vida, Dolce es de esas que no se olvidan nunca.

No ganó el Oscar ese año.

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