Músicos, científicos e inquisidores en La otra.-radio del domingo, para escuchar clickeando acá
Un relato clásico de la filosofía refiere la caída a un pozo de uno de aquellos presocráticos que caminaba embelesado mirando el cielo y por eso no prestaba atención al territorio. Según se cuenta, una criada que presenció la caída se burló de la distracción del filósofo. El relato, que tiene más de una interpretación posible, muestra que la actitud filosófica ha sido objeto de burlas desde su mismo inicio, bajo la sospecha de distraerse de los asuntos terrestres. Es todavía hoy muy común escuchar hablar de la distancia de los intelectuales con la realidad. Sospecho del lugar común, aún cuando la caída de Tales hubiera ocurrido. No solo por la floja certeza que toda generalización propicia, sino sobre todo porque da a entender que caerse en un pozo es una cosa risible. Pensado de otra manera, el episodio nos podría llevar a valorar la hondura de los pozos, que los que rasan el piso ni siquiera imaginan. En todo caso, propondría pensar en los vínculos posibles entre estos tres lugares: el suelo, el pozo y el cielo. Es probable que mirar hacia arriba nos haga caer en pozos, lo que nos permitiría internarnos más hondamente en la tierra.
Casi toda la historia de la filosofía, las matemáticas, la religión y las ciencias podría repensarse en esta relación entre la hondura de los pozos y la altura de los cielos. Y desde hace más de 2000 años alguno advirtió que de esas lejanías también está hecha la política.
Para Aristóteles, el centro de la tierra era el lugar más denso y turbulento del universo, la zona de los movimientos irregulares y violentos, mientras que en las esferas celestiales los astros se movían con armonía perfecta. Los cosmólogos escolásticos del medioevo releyeron a Aristóteles al revés, tan mal como leyeron los evangelios. Tal vez por eso se les ocurrió hacerlos compatibles. Interpretaron que estar en el centro del universo era una prueba de la majestad de la criatura humana, colocada por Dios en el punto alrededor del cual gira todo. Intentaban ser fieles a dos tradiciones incompatibles y lógicamente traicionaron a ambas.
Por eso, cuando algunos pensadores e investigadores del renacimiento como Copérnico y Galileo empezaron a correr la bola de que la tierra estaba en el cielo y se movía, los católicos romanos, creo yo que erradamente, sintieron esta hipótesis como una afrenta a la fe cristiana.
La historia es lo suficientemente chocante como para no sacar de todo esto conclusiones apresuradas. La conjetura de la tierra móvil nos trajo adonde estamos. ¿Y a dónde estamos? Girar por los cielos, como postularon Copérnico y Galileo, no nos salvó de ningún infierno. El ras de la tierra es hoy un lugar inhóspito, principalmente a causa de los terrestres.
El programa de radio del domingo pasado, en el que participaron Fernando Beresñak -autor de El imperio científico. Investigaciones político-espaciales y dedicado a la filosofía política- y Cristian Bonomo, el melómano infalible, cuya oreja escucha más que la de cualquiera que yo conozca, cruzó todos estos ejes para delinear una figura extraña y atractiva.
Debo confesar que el programa no fue preparado hasta en los más mínimos detalles, sino que entramos al estudio con un alto grado de indeterminación. Sabíamos vagamente que pretendíamos cruzar la política de la ciencia con la presunta frialdad de las matemáticas, la supuesta armonía de los cielos con las refriegas en la tierra y una música que me atrevo a calificar como divina. Una armonía disonante, un plato preparado con ingredientes disímiles, de modo que escribir sobre él es menos interesante que saborearlo.
¿De qué hablamos en la radio el domingo, exactamente? Después de haber participado en el programa, me puse en el lugar de un oyente y me sorprendí con una fábula extraña: el cielo no resultó tan armonioso como se creía pero igual fue fuente de inspiración para una música de una arquitectura tan hermosa que dan ganas de creer en Dios. Con esos números con los que Pitágoras, Vincenzo Galilei y Philippe Rameau subdividían el tiempo y calculaban la distancia de las notas con cuidado sublime, la ciencia burguesa -entre ellos, el propio hijo de Vincenzo- instaló un dispositivo que pretende arrasar con todo. En una de esas, el luminoso canon que Johannes Ockeghem compuso y Bonomo nos trajo sea la contracara de la fiereza con la que hoy la tecnología arrasa con todo, desafinando el tiempo y el compás.
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