Algunos rasgos del cine de Pedro Costa aparecen en sus últimas películas de un modo que las aleja y las separa de las anteriores. De un modo que obliga también a mudar de crítica. La oscuridad de la puesta en escena; la rarificación de los espacios; el recorte de los episodios más lacerantes de entre los azarosos y variados hechos de las vidas de los negros, de los inmigrantes, de los pobres; la transformación como por una alquimia defectuosa de ese dolor en puro padecimiento y parálisis, o en vida fantasmal; la disminución progresiva de la palabra se volvieron, desde Juventude em marcha en adelante, rasgos demasiado presentes en las películas de Costa -aunque dude al decirlo, casi en marcas. Si escuchamos las voces de los protagonistas, es solo para oír sus lamentos, quejas febriles que nos llegan apagadas o apagándose.
Nada de todo esto parece justo con las personas cuyas vidas se entraman hasta confundirse con las de los personajes de estas películas. Y quizá lo que ellas -las películas- pidan sea eso: que deshilemos esas tramas en lugar de condonarlas. Anotemos, comoquiera que sea, cuanto menos, que no es justo con la locuacidad; ni con el particular gusto por la conversación; ni con el talento de esas personas para las descripciones, de una minuciosidad que el mundo casi ha perdido u olvidado. No es justo tampoco con sus voces de cadencias y proliferaciones que deslumbran cuando se las descubre, algo que, creo recordar, se veía y se escuchaba muy claro en Casa de lava, por ejemplo. Es quizá paradójico que con tanta frecuencia se diga que Costa hace, precisamente, justicia. ¿Qué justicia es una que nos borra las fiestas, los bautismos, los matrimonios, las celebraciones colectivas? ¿Qué justicia, la que nos entrega cada vez más muertes, o muerte, y nunca nacimientos? ¿Estas supresiones vienen, entonces, a hacer justicia o violencia?
Desde un punto de vista del todo opuesto al que acabo de sugerir, Miguel Savransky ha escrito para La Vida Útil un artículo especialmente riguroso en el que, se podría decir, responde de antemano a mis malestares.
Vitalina Varela trae nuevas inquietudes que se agregan a estas. A pesar de toda la libertad que se asume en la obra de Costa -por la ausencia de guion, o por el modo de trabajo con los actores, entre otras cosas- sus películas dejan, sin embargo, una sensación de fuerte rigidez. Para esta ética cinematográfica, cada escena y aun cada plano son y deben ser igualmente intensos y comunicar con la misma eficacia una misma idea o emoción. Casi podría decirse que cada plano aspira a sostenerse por sí mismo, incluso separado de la película. De esta exigencia de intensidad pareja y constante, aun más que de aquellos rasgos sombríos que comentamos más arriba, es que viene esa rigidez, ese ahogo, que se siente en la película. Quizá, esa busca de intensidad y de eficacia, esa elisión de mesetas y de dudas mutilen la potencia del virtuosismo de Costa más de lo que colaboren con su despliegue o su transformación en otra cosa. Incluso, si el resultado no puede dejarnos menos que boquiabiertos. Las diferencias internas a las que es capaz de dar lugar una obra, los quiebres, las texturas desparejas, hasta el presentimiento de sus vacilaciones suelen ser inseparables de la belleza, la verdad, o la vida de películas.
En Buenos Aires, durante la presentación en Malba de Vitalina Varela, mientras hablaba de su trabajo en la película, Costa se refirió al deseo casi como sinónimo de intensidad. Esa dudosa equivalencia que introdujo al hacer de intensidad y deseo términos conmutables parecería volver más aceptable la exigencia de que cada plano, en el momento de su rodaje, o en el de montar, soportara una intensidad semejante. Sin embargo, aun si se acepta la equivalencia, es difícil de todos modos aceptar también ese mandato o reconocer esa descripción.
Desde Juventude em marcha [2006], el encierro del cine de Costa en un mundo espectral dominado por la pura forma, del que queda fuera toda la potencia -una potencia que sentía en los protagonistas, pero también en los lugares, que eran lugares, no espacios indeterminados- de películas como Casa de lava [1994], Ossos [1997], o No quarto da Vanda [2000] no deja de acentuarse. La distancia es la que va entre aquel travelling de Ossos, en el que, mientras el personaje del padre camina por la calle llevando en los brazos algo que parece un paquete, pero que intuimos o sabemos, ya no recuerdo, que puede ser su bebé (una de las escenas más terribles que pueda imaginarse), una niña del barrio muestra de sesgo su sonrisa pícara y descarada a cámara -entre ese travelling- y los rostros siempre graves o sufrientes de Vitalina Varela. Toda esa imposición, esa clausura, esas exigencias, resultan en una rigidez asfixiante y, peor, resultan en una lamentable confusión. No, acerca de lo que está pasando, claro: una confusión más grave sobre los personajes, sobre las emociones, sobre las vidas.
Para terminar, algo más, aun. No estoy segura de que esa rigidez falte solo a la justicia con los hombres y mujeres pobres, negros, migrantes caboverdianos. Me pregunto también por la historia del cine portugués, tan abierto a todas las inciertas formas de la belleza, de donde le llega su gloria.
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