por Carla Maglio *
Mientras veía Parasite, hace unos meses, me vino vagamente a la memoria una página de La imagen-movimiento. Y, la verdad, la coincidencia aparente entre lo que pasa en la película y lo que describe Deleuze como una de las modulaciones de la imagen-pulsión es llamativa. Salvo que Bong Joon Ho hiciera alguna declaración, no puede saberse y tampoco importa demasiado, si Buñuel, Viridiana y aun esta página influyeron en la imaginación de Parasite. La asociación con Viridiana, por otra parte, apareció, además, en varias críticas o comentarios sobre la película de Bong. Sin embargo, más que las similitudes entre Viridiana y Parasite, que me parecen solo superficiales, querría conversar sobre sus diferencias. Tengo la esperanza de que eso va a ayudar a explicarme por qué mientras una me parece una película extraordinaria, la otra apenas sostuvo mi atención. Otros desacuerdos con Parasite, otras objeciones, me resultan claras, pero el disgusto y sus causas son siempre más difusos.
Empiezo con una cita del propio Bong. Una cita, apenas un hilo del que tirar para comprender por qué no me gustó tanto Parasite. “La película -dice Bong- trata la cuestión de la desigualdad del ingreso, pero también es un thriller policial y una comedia negra, una película de género (en la que, por lo tanto, es posible encontrar) mucha diversión cinematográfica”. Y es de ese “pero” de lo que quiero conversar. Molesto y sin embargo elocuente “pero” porque, en efecto, en Parasite, se siente la tensión entre el deber de la denuncia y el placer del cine. Bong cree que “la tarea de un director es tratar de reflejar el tiempo en que vive” y a tal punto cree que el éxito de ese reflejo es importante, que cambió la estructura de Parasite para que el público pudiera entenderla mejor (sic). Lo que resulta de esta (inútil) dicotomía entre el deber de reflejar y una cierta idea de cine es una obra que no confía del todo en la potencia y en la capacidad de darse sus reglas en el mundo que ha creado.
En Viridiana, entre el ocio y la perversión pasiva del padre y la productividad sexualmente activa del hijo, se podría decir de ella, de Viridiana, que encarna, muy paradójicamente, el tercio abstracto y espiritual de su mundo. Pero en realidad lo que más hace es introducir en él otra cosa, distinta y sin embargo tampoco equiparable a ninguna de las anteriores. Los pobres de Viridiana, llevados por ella a la casa -que no son, por otra parte, exactamente pobres, sino marginales, habitantes de un mundo de desechos- no refieren de modo mecánico a ningún sujeto real, empírico, del mundo exterior a la película, por muchas similitudes que haya. Son criaturas de su propio mundo, lanzadas a la escena no para ejemplificar la brutalidad de la lucha de clases, ni la miseria a la que la inmoralidad del sistema los condena, sino para abrir la vía de una completa dislocación de ese sistema, solo posible, quizá, en ese mundo de la película. No tienen otro propósito más que el de llevar las cosas hasta su total agotamiento en términos narrativos, formales y aun políticos, si se quiere. La cuasicomunidad de marginales de Viridiana se entrega al puro gasto. No hay de su parte ninguna voluntad de apropiación de lo que tienen los ricos, ninguna voluntad de sustituirlos en sus posiciones. En rigor, no hay voluntad siquiera. Consumen, destruyen y se van, sin ninguna preocupación futura por el orden de las cosas que vinieron a trastrocar y sin comunicarnos tampoco ninguna inquietud por su futuro, porque el mundo en que han vivido es el mundo creado por Buñuel, que no se confunde con el mundo real y cuyas mutuas relaciones, bastante menos evidentes, en todo caso, queda a nuestro cargo hacer o encontrar.
Parasite, en cambio, carga con el peso de ese “pero”, de esa conexión adversativa a la que se obliga entre el mundo de la película y el de la vida real. Sus personajes tampoco, e incluso menos que en Viridiana, son representaciones realistas de personas que podamos encontrar en las calles de Seúl, pero tienen la obligación de fungir de ellos, de reflejarlos. Si en Viridiana había puro derroche y agotamiento, en Parasite, estos personajes son dotados de un programa que no persigue nada distinto que, a lo sumo, una sustitución de los elencos, sin que nada cambie – los pobres aspiran a ocupar el lugar de los ricos, o a acoplarse adecuadamente al medio de ellos. Esto es profusamente ilustrado y subrayado, al punto en que el joven Kim Ki-woo le pregunta angustiado a la hija -con la que ha establecido una especie de relación amorosa- de los dueños de la casa en la que él y su familia se han ido infiltrando como sirvientes si ella cree que él puede encajar en ese mundo de privilegios.
Sobre la cuestión de la representación de los pobres en Parasite y de la indulgencia a su carácter agresivo y aun malicioso, en virtud de que este sería el resultado inescapable de un estado de las cosas; pero también acerca de que, si esos rasgos son justificados, en cambio, lo que no se cuestiona nunca es el estereotipo del mundo de la pobreza, se han alzado ya algunas voces. Notoriamente, la de César González, en las redes. También, para un desarrollo algo más extenso de la cuestión, la de Jorge Loser, en el sitio Espinof.
Buñuel no necesita ser indulgente con los pobres, no está interesado en eso, ni en justificar su comportamiento voraz, porque no necesita tampoco explicar ni justificar, como si de términos correspondientes en una alegoría se tratara, el mundo de la película con el mundo real. Sabe que hay en el mundo de la película y en las lecturas que se hagan de ella algo que excede incluso a su hipotética voluntad autoral. Y al mismo tiempo confía en su apuesta y se desentiende conspicuamente de lo que no puede controlar (o hace como si se desentendiera, al menos).
En una película donde la puesta en escena, su proyecto formal, quiere ser tan dominante como en Parasite, la falta de confianza en el poder sugestivo de las imágenes que esa puesta entrega, o podría entregar, debilita cruelmente su potencia. Y, con todos los medios a su disposición y unas actuaciones notables, la entrega a una resolución pobre, tristemente moralizante y escasamente imaginativa.
Entre las razones de su éxito en Hollywood -para no especular con las que, sin duda, obedecen a las relaciones puramente mercantiles con una de las naciones más domesticadas del planeta, además de sus innegables virtudes técnicas y artísticas que a ninguna mujer ni hombre de la industria podrían pasarles inadvertidas- se cuenta que Parasite está colocada en el límite aceptable de la comprensión y de la imaginación crítica del mundo, para un establishment que, en esta coyuntura histórica y política, busca desesperada, casi conmovedoramente, ser crítico.
* Este comentario ha sido publicado originalmente en novistenada.