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Kierkegaard es el pensador de la falla. Esto no sería extraño dado que, después de todo, la filosofía, desde sus propios inicios, siempre ha brotado de la experiencia de una falla: se piensa allí donde se reconoce una precariedad constitutiva, una distancia respecto de sí, un temblor en el suelo, una grieta en la pared. Se piensa allí donde no se sabe. Toda la historia de la filosofía brota, entonces, de la falla. Es cierto que los filósofos a menudo han intentado tapar sus grietas, una vez que las han detectado. Y allí parece radicar la singularidad kierkegaardiana: este pensador ha preferido dejar sus grietas expuestas; para ello ha ideado una forma de escritura, una textura, que haga patente las grietas.
Esta historia, que nunca termina de dejarse atrás, va configurándose de un modo diferente en cada época. Y la época de Kierkegaard (¿nuestra época, todavía?) es la de la falla de la modernidad. Su pensamiento no cesa de señalar la inconsistencia sobre la que se apoya la distinción, típica de la época moderna, entre lo general y lo individual; dicho en términos políticos: entre lo público y lo privado. La subjetividad moderna se halla fracturada entre uno y otro polo, y la experiencia del hombre moderno parece disociarse en dos ámbitos no integrables.
Hay filósofos que reivindican los derechos del individuo y otros que toman partido por lo general. Erróneamente se ha atribuido a Kierkegaard la posición de un individualismo extremo: ello evidencia la incomprensión de su planteo. Kierkegaard impugna la oposición misma entre lo general y lo individual. No es en modo alguno un individualista, puesto que su esfuerzo filosófico se encamina a nombrar, con la máxima precisión posible, la experiencia de la singularidad. El singular (Enkelte) no es un individuo. En la palabra “individuo” se alude a la unidad in-divisible de un yo que coincide consigo mismo, un sujeto consistente, capaz de ir en pos de su interés egoísta. Pero con la figura del singular Kierkegaard señala la inconsistencia del yo, su doble desesperación: el querer ser sí mismo y el no querer ser sí mismo. La finitud de ser humano singular no es la de un ente que acepta reposar dentro de sus propios límites, sino la del que experimenta esos límites como una inquietud insanable. Cuando Kierkegaard dice “el yo es una síntesis de finitud e infinitud” no habla de una conciliación de opuestos en una unidad abarcadora, sino de una tensión irresoluble.
Y no se trata de que alguna vez en la historia del pensamiento occidental el yo hubiera aparecido una unidad consistente y que al cabo de un desarrollo esa consistencia empezó a agrietarse: hemos citado aquí el comienzo de la Meditación Segunda de Descartes, la inminencia del descubrimiento del yo: “he quedado suspendido en un estado de posibilidad. Incluso asoma el temor de ya no poder olvidar estas dudas”. He aquí la grieta. La certeza cartesiana se funda en el temor de no poder olvidar las dudas, de no poder cerrar la grieta. Sin ese temor (ese temblor), el yo no habría emergido. “Estoy cierto de mi inquietud, ergo soy”: esa es la fórmula del yo con el que Descartes da comienzo a la filosofía moderna.
Es conocida la continuación de esa historia: desde ese temor toma impulso la necesidad de tapar la grieta. Eso lo intenta Descartes y lo sigue intentando Hegel, un siglo y medio después. La filosofía aparece, en la época de Kierkegaard, como la empresa de construcción de una pared lisa e impenetrable: así es como el autor de Temor y Temblor ve al sistema hegeliano. Y Kierkegaard protesta contra ese alisamiento, quiere dejar expuestas las fracturas. La invención formal de los seudónimos da la palabra a las voces que se filtran por entre las grietas, las deja hablar. Si esta hipótesis no está descaminada, no hay un Kierkegaard al que se reduzcan todas sus voces, así como no existe una conciencia ante la cual se manifieste el sentido de una Historia Universal. Hay voces.
Oscar Cuervo, Kierkegaard: Escuchar una voz, Epílogo [libro completo acá]
En el cuerpo de un niño resuena la voz de una tía que dice banalidades. Puig se inicia en la literatura a partir de una voz que le resuena, que escucha, que rescata. En esas banalidades se pintaba de cuerpo entero la conciencia de toda una clase social, de toda una generación. Esa modalidad de escritura, esa capacidad de escuchar una voz, es la que convirtió a Puig en escritor.
El mismo Puig lo señala en una entrevista: “Para escribir necesito silencio porque al escribir estoy escuchando una voz, un ritmo. Y cuando corrijo me pasa lo mismo: al leer, voy escuchando lo que leo, tengo la oreja alerta. Cualquier cosita la estoy escuchando”. En toda su obra se puede videnciar una fascinación por la voz de otros: en esa actitud de escucha está la toda la potencia del acto creativo de la palabra.
En las jornadas sobre su obra que se hicieron tres meses antes de su repentino fallecimiento, Puig afirma algo aún más relevante para lo que queremos apuntar hoy: “cuando estoy escribiendo tengo que creer en la voz que me está contando la historia, tiene que ser alguien que me habla y yo le crea. Cómo saber que la voz que se escucha es la verdadera? Pues, cuando la escucho la reconozco, sé que es esa”. Creer en la voz por oír la palabra: la palabra que transforma es la palabra que al oírla nos infunde fe, la palabra a la que creemos por sólo escucharla.
Patricia Bargero y Graciano Corica, "La carne se hace verbo":
El lugar de la palabra en la filosofía de Soren Kierkegaard y la literatura de Manuel Puig",
completo acá.
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