Hace poco participé en una conversación sobre el famoso ensayo de Freud El malestar en la cultura. Buscábamos sus referencias a la imposibilidad, irrazonabilidad e injusticia de lo que él llama "el mandato cristiano": "Ama al prójimo como a tí mismo". Es un texto tardío de Freud y en él se propone al mismo tiempo responder a los planteos de un amigo acerca del valor de la religión y pensar cuál es la función de la religión, la ciencia y el arte en la economía libidinal del ser humano. No esperen que resuma su tesis porque el texto es accesible en la red, su lectura no requiere destrezas especiales, digamos que incluso puede leerse sin haber estudiado a Freud durante años, el hilo de texto es perfectamente abarcable. Lo que no quiere decir que no esconda una opacidad disimulada por el tono casi coloquial con el que Freud lo escribió.
No puedo resistirme a percibir en estos grandes textos de la cultura europea ciertos bordes, algunas marcas de la enunciación que permiten pispear dónde estaba parado el autor al escribir lo que escribió, desde dónde se puso a ver lo que avista. Creo que esa es la tarea más digna de un lector: no aprender lo que el tipo quiere decirnos, sino comprender desde qué posición habla, cómo se autoriza a sí mismo, qué garantías deja inscriptas en el propio texto que me permitan aproximarme a ver lo que él dice ver o al menos entender por qué lo dice. Tantos años de lecturas universitarias nos inducen a acopiar los dichos de autores importantes, tipos que aportaron ideas fundantes de nuestra cultura, y terminan por convencernos de que leer a un autor es entender a qué se refiere y confiar en que sabe por qué lo dice de esa forma. Nada de esto es nunca evidente: puedo pasar 30 años leyendo a cualquiera de los grandes referentes de nuestra civilización (Aristóteles, Descartes, Galileo, Newton, Marx, Nietzsche o Freud, por nombrar solo unos pocos) sin nunca haberme propuesto comprenderlos, que no es entender el significado de lo que dicen sino mirar en la dirección que señalan. Para usar una metáfora muy conocida, se estudia a estos autores como los que ante un hombre que señala la luna con el dedo se quedan mirando el dedo, como si en el dedo estuviera la luna. Leer no es mirar el dedo, sino girar la vista hacia la luna.
No resulta muy interesante ponerse a repetir, incluso a discutir si Freud tiene razón cuando atribuye a la especie humana una hostilidad natural que hace impracticable amar al prójimo, sino reparar, por ejemplo, en su necesidad de pensar a la humanidad como especie: ya esta aserción dista de ser evidente. Leer a Freud, leer a cualquier otro, es buscar en sus textos las huellas que deja en su acto de enunciación: lo que mueve un poco secretamente la dinámica de un texto, lo que el texto excluye de la mirada, lo que repite tanto como para que ya no se lo cuestionemos y lo demos por hecho. Por supuesto que este procedimiento se puede, se debe, aplicar a esto mismo que ahora el lector está leyendo. La sospecha que anima esta precaución es algo que conquistamos gracias a las indicaciones del propio Freud: si tenemos que abrir la oreja ante una voz que nos dice algo, para escuchar lo que nos dice sin querer y sin saber que nos lo está diciendo, es entre otras cosas porque Freud nos enseñó que una voz no siempre sabe todo lo que dice ni dice todo lo que sabe.
Entonces, más que asentir o disentir acerca de si la especie humana es hostil, yo me detengo a escuchar la tonalidad con que Freud escribe sobre esto. Y encuentro algunas huellas en estos párrafos:
"La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin.
"En un momento determinado, todos llegamos a abandonar, como ilusiones, cuantas esperanzas juveniles habíamos puesto en el prójimo; todos sufrimos la experiencia de comprobar cómo la maldad de éste nos amarga y dificulta la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Esos factores seguramente son imprescindibles; pero la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella para justificar ésta".
A ver Sigmund, pará la mano un cachito, y con todo respeto te lo digo, cuando decís "que podemos percibir en nosotros mismos" ¿a quiénes pretende abarcar ese nosotros? ¿A mí? ¿A tu círculo de conversaciones? ¿Todos podemos percibir en nosotros mismos tales tendencias agresivas? ¿Todos llegamos a abandonar como ilusiones las esperanzas juveniles que pusimos en el prójimo? ¿Y vos cómo sabés que abandonamos las esperanzas juveniles? ¿Y qué sabés vos cuántos años tenemos y cuántas esperanzas pusimos en el prójimo? ¿Todos sufrimos la experiencia de comprobar la maldad que nos amarga y dificulta la vida? La primera evidencia que el texto me trae es que está escrito por un hombre amargado y decepcionado. Cuando lo dije en la conversación de la semana pasada, me objetaron que estaba reduciendo el sentido del texto de Freud a un episodio biográfico, que leía el texto a partir de una presunción biográfica. Y no. No apelo nada más que a lo que el mismo texto hace acontecer: un intento de trasmisión de amargura. Freud me pide que al leerlo asienta que todos estamos amargados y él al escribirlo ¿qué podría saber al respecto? En cambio, yo podría detectar en el color de su tinta que el que está amargado y decepcionado, el que abandonó las ilusiones juveniles es él. Cualquier texto que en un momento dice "Todos sabemos que..." apela a este recurso retórico para proyectar en el lector un estado de ánimo, digamos mejor, una predisposición, un encontrarse amargado. Y si uno se deja seducir por esta forma de hablar no entiende bien el significado del texto sino que se amarga. Decir aquí que Freud está amargado no es hacer una desautorización salvaje de sus afirmaciones, sino percibir el tono que impera en su comunicación. ¿Por qué Freud habrá de querer
compartir conmigo su amargura?
Este tipo de lectura a contrapelo, que yo llamaría simplemente dialogar con el texto, implica no dejarse llevar por las narices por lo escrito, sino percibir los movimientos de la escritura, su despliegue respecto de mí. Porque toda escritura no termina de ser hasta el momento en que es leída. Leyéndolo me leo. Lejos de atribuirle un secreto biográfico que motiva la escritura de Freud, miro en la dirección hacia la que su dedo señala. Eso es comprender qué tipo de cosa es una señal. Cuando lo planteo de esta manera, en círculos freudianos, pero también en círculos foucaultianos, deleuzianos, nietzscehanos o cristianos, me suelo encontrar con gestos de reprobación. No tengo que apresurarme a pensar que de este modo se verifica la hostilidad de la especie humana, incluso la de los freudianos o los foucaultianos. ¿De dónde saca Freud que yo, su lector, abandoné mis ilusiones juveniles? ¿Y qué sabe él cuáles eran mis ilusiones juveniles? Una respuesta de un freudiano típico me dice que Freud está autorizado a hablar así por sus años de experiencia en la clínica. Pero ¿qué sé yo de los años de experiencia en la clínica de Freud? ¿Y qué sabe el que me dice eso de la experiencia de Freud en la clínica? Lo único que tengo ante mis ojos y con lo que puedo hacer algo es el texto mismo de Freud. Lo cual significa: la verdad del texto se percibe en su propia escritura o no tiene en absoluto ninguna verdad. Pero todo texto tiene algún tipo de verdad, no porque lo que me está relatando haya sucedido efectivamente como me lo dice, sino porque el acto mismo de su escritura, que solo se pone en marcha cuando lo leo, es lo que verdaderamente acontece con un texto.
Se puede tocar el relieve de un texto si se le presta suficiente atención, sin necesidad de postergar una decisión de lector hasta haber terminado de leer el último renglón que escribió.
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Sé que molesta leer las cosas de cierta manera, tanto más molesta en los círculos que se dedican a leer a un determinado autor de manera sistemática. Y sin embargo no siento que haya dicho nada que no se sepa de hace mucho. No hay garantías ni garantes. ¿A qué libro vamos a acudir a respaldarnos para tomar una decisión?
El problema del fundamento debe ser el más antiguo de la filosofía. Fundamento es suelo. En alemán Grund. En inglés ground. Una palabra muy sonada en la filosofía del siglo xx es Abgrund, que se suele traducir como "abismo" y literalmente es "sin suelo". ¿Y si empezamos por admitir que el suelo sobre el que pisamos es, al menos, cenagoso? ¿que a veces, quizás los mejores momentos de la vida, nos falta el suelo? Pensemos un poquito: ¿a qué autor vamos a ir a buscar las respuestas a nuestras preguntas?
Ninguna palabra, por más eficaz que haya resultado, puede constituirse en fundamento para toda ocasión. En cierto momento alguien dice una palabra y se hace la luz. Pero eso no es una propiedad de la palabra, sino del instante en que se la dice, del tono con que se la dice, del contexto en que se dice, de cómo la escuchan los que la escuchan.
Fuera de eso, creo que hay que asumir que hay verdad porque hay mentira, por la cantidad de veces que tenemos que recurrir a la mentira. Cuando mentimos estamos dando la mejor prueba de que hay verdad: es lo que estamos evitando decir. Así se la reconoce.
Ahora, si esperamos encontrar la verdad en un libro estamos fritos.
Los escolásticos creían que la verdad estaba en la Biblia y en Aristóteles, pero esto no es posible porque la Biblia y Aristóteles no dicen lo mismo. Pueden ser dos textos falsos, pero no pueden ser dos textos verdaderos. Lo que trato de decir, no sé si llegué a decirlo, no sé si se me escucha decirlo, es que esa demanda del lugar donde se halla la verdad es imposible de satisfacer. En el instante decisivo en el que uno tiene que hablar está solo y los santos milagrosos no vienen todos en mi ayuda. Esto no va ni contra Freud, ni contra Nietzsche, ni contra Foucault, ni contra Santo Tomás.
Santo Tomás de Aquino, siglo xiii, escribió la Suma Teológica, en la que a través de miles de páginas trató de acomodar todos los fragmentos de la Verdad, sin que ninguno le quedara colgando. 17 tomos donde se resolvían todas las cuestiones, argumento y contrargumento, antecendentes y conclusiones, teniendo en cuenta la revelación divina, sumada a la racionalidad pleclara de Aristóteles y los comentadores musulmanes. 12 años le llevó solo escribirla. En la fiesta de San Nicolás de 1273, después de dar su misa diaria, rompió con el hábito cotidiano de irse a dictar la continuación de la Suma, que no estaba todavía terminada, a sus amanuenses. En lugar de hacer eso, ese día Tomás se quedó callado. Y nunca retomó el dictado de la Suma. Moriría al año siguiente -y como era tan gordo, no podían hacer pasar su cuerpo muerto por la estrechez de la escalera.
Antes de morir Tomás le escribió una carta a un amigo: "El fin de mis labores ha llegado. Todo lo que he escrito me parece algo así como paja después de las cosas que me fueron reveladas. No puedo escribir más. He visto cosas que hacen a mis escritos como la paja". No contó lo que vio. Pero era el autor de la Suma Teológica, pasó los mejores años de su vida escribiéndola. Después de muerto, a la Iglesia Católica le pareció tan bueno y verdadero lo que dejó escrito que declaró que ese libro contenía la Doctrina Oficial de la Iglesia y a él, post-mortem, la Iglesia lo declaró Doctor Angélico, Doctor Común y Doctor de la Humanidad. Pero Tomás lo había dejado sin terminar después de aquello que vio, que nadie sabe qué es.
Es interesante pensar en esta coda: el tipo ve algo que le hace pensar que toda su magna Suma queda reducida a paja y se niega a concluir. Ya el solo hecho de que la Suma Teológica sea un libro inconcluso termina por revelar lo decisivo sobre la naturaleza del libro en relación a lo declarado en su título. Pero la Institución consagra el mismo texto que él desdeño en su gesto final. Obviamente, le creo más al gesto de Tomás que a la consagración oficial de su doctrina. Creo que la verdad hay que buscarla más por el lado de aquello que vio que por lo que la Iglesia hizo con lo que él dejó escrito. Hasta hoy en las universidades católicas se sigue estudiando la Suma como Doctrina Oficial. Él se desprendió de esos libros pesados antes de morir.
Si eso le pasó a Tomás, que de verdad le puso toda la garra a la edificación de la Verdad completa y sin fisuras, si ni él terminó respaldando lo que escribió, ¿por qué habríamos de pensar que los notables esfuerzos de Newton, Hegel, Comte, Nietzsche o Freud por fundar un texto duradero y una visión completa de las cosas serían más consistentes? La Ley de Gravedad, el Espíritu Absoluto, el Estadio Científico Positivo, la Voluntad de Poder, la Economía Libidinal de la Naturaleza Humana... ¿qué tendrían de más sólidos que la Suma Teológica? Si ya nos resulta anacrónico atribuir autoridad a la palabra tomista, a la que su propio autor desautorizó, ¿por qué vamos a buscar otro texto que ocupe su lugar? Quizá ese lugar tenga que quedar vacío.
Eso no nos fuerza a que cuando alguien nos pida la palabra nosotros se la neguemos.