por Rodrigo Rocca
Allá por el 2001, cuando terminó la década del 90', parecía difícil pensar en volver a hacer historia. El pretendido fin de las ideologías había hundido consigo cualquier proyecto político y económico que hubiera sobrevivido a los años del Terror. Este vacío, la nada negra que heredaba el nuevo milenio, se reflejaba en la fuerza con que el que se vayan todos se imponía como única respuesta posible. Los 40 muertos por la represión sobre el cacerolazo, el helicóptero despegando de la casa rosada, la sucesión de cuatro presidentes en doce días; por aquel entonces, nadie se hubiera atrevido a intentar el más mínimo esbozo de qué sucedería en los años siguientes.
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Heidegger distingue dos maneras de vivir la historia. Una es impropia o inauténtica, y consiste en olvidar el pasado como si nunca hubiera tenido lugar. La otra, la historicidad propia o auténtica, supone -al contrario- la recuperación de la memoria, pero además su proyección hacia el futuro como vector del presente; dicho de otro modo, se trata de interpretar las condiciones materiales actuales a la luz de lo que fue, pero también de lo que se quiere que sea, de una propuesta a construir, de la afirmación de un sentido por venir.
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Apenas se pisa Tecnópolis uno tiene la sensación de estar en una exposición diferente a todas las conocidas. Las decenas de galpones de tamaño descomunal que pueblan el predio muestran tractores, maquinaria agrícola, autos, colectivos, barcos, robots, satélites; hay un stand del Conicet, otro de la Agencia de Ciencia y Técnica; están los famosos Pulqui I y II junto a reproducciones en tamaño real de aviones de Aerolíneas Argentinas; hay espacios dedicados a las centrales energéticas y a los laboratorios bioquímicos que funcionan en el país.
Pero superado el primer momento de extrañeza y al empezar a leer los carteles que informan las fechas de descubrimientos e inventos nacionales, lo diverso del recorrido empieza a cobrar sentido. Tecnópolis no es una simple exposición, sino la manifestación de un proyecto, la promesa de un modelo en construcción y a construir, la evidencia de un desarrollo en marcha. Es la muestra de la recuperación y repetición del mayor esfuerzo que hubo en la historia argentina por fomentar la industria nacional; es el indicio del primer verdadero renacer del sueño peronista, después de las desvergonzadas apropiaciones del nombre del movimiento para convalidar políticas que nada tuvieron que ver con las de 46-55'. Tecnópolis es nacional en su propósito y contenido, pero además, por azar o destino situada en el conurbano bonaerense -en Villa Marteli- y no en la Capital Federal, es indudablemente popular. Y sin embargo, quizás lo más interesante sea ver cómo allí el peronismo se mezcla con motivos y preocupaciones propias del siglo XXI, ausentes en su versión original, como los derechos humanos o la interpelación a la juventud desde lo político y desde lo cutlural.
Tecnópolis revela de la manera más concreta posible que después del colapso del 2001, la historia recomenzó. Y que ese nuevo principio es, en realidad, una relectura del pasado que incorpora lo nuevo para proyectar al futuro un sendero propio. En Tecnópolis se vuelve a vivir el peronismo, pero también se vive algo más, algo novedoso y aún en pleno devenir, algo en lo que es necesario participar para poder luego asumir a conciencia la responsabilidad irrenunciable de haber formado parte de la misma historia. Lo que queda claro al salir de Tecnópolis es que el futuro no puede desligarse del pasado ni construirse sin memoria, pero también que el futuro no podrá ser un calco ni una repetición vacía de lo que fue.
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