a Haroldo Conti
Presentía que no iba a ser fácil contarlo, pese a ser tan simple.
Es duro recordarlo, aunque todo pasó ya y me siento bien por primera vez en mi vida, porque lo bueno de esto es que he podido sobrevivir y realmente les aseguro- ustedes se van a dar cuenta- que no ha quedado ninguna huella en mí.
Pero ahora -sé que es por el momento, que después todo pasará- no puedo evitar sentirme como en aquellos días. De golpe noto que nuevamente estoy volviendo a soportar esa obstrucción en la garganta que apenas si me permitía tragar algo líquido con cierto esfuerzo, esa tensión agobiante que sólo cedía cuando respiraba hondo. Tampoco puedo evitar aquel brusco vuelco dentro de mí, como cuando advertía -a la mañana- que todo se había mantenido igual, que había que seguir repitiendo los días, hasta que algo insólito -sin duda mágico- entrara por la ventana y lograra quebrar ese sortilegio en el que me encontraba sumida desde hacía algunos años, ese hechizo semejante al de Rip Van Winkle, que tanto me había obsesionado años atrás.
Apenas tenía nueve años cuando se cortaron los sucesos y vino el letargo.
En esa época -cuando todo comenzó- solía despertarme cerca de las diez. y adivinaba por los ruidos que me eran familiares las actividades de mis padres en el resto de la casa.
Para entonces, yo ya había encontrado la manera de inventarme universos sumergiéndome en los objetos. Mirando, por ejemplo, el resplandor de mi pequeño anillo, tirada boca abajo con la mano en la almohada. Era cuestión de saber mirar, nada más. Había infinitos modos, aunque sólo les explicaré algunos. Uno era entrecerrar los ojos hasta que apareciera la bolita titilante: todo lo que cabía en ella hubiera sorprendido a la gente acostumbrada a los perfiles definidos, netos. Podían encontrarse soles superpuestos, aldeas bañadas de un resplandor violáceo, con piedras porosas y materia fosforecente, flotando en un silencio helado.
Otro sistema consistía en juntar las pestañas de tal manera que esa bolita se adelgazara convirtiéndose en un silencio helado. O juntar las pestañas de manera tal que la bolita se adelgazara, convirtiéndose en un haz de rayos centelleantes.
Tambien podía cambiar el anillo de posición, o moverme yo en la cama -porque me movía aún, y hasta me levantaba a veces-, y en esos casos el panorama se alteraba. Estas visiones me fascinaban y entretenían. Lo que quebraba esos instantes era la llegada de la primavera, cuando el aire se colaba hasta por las rendijas y, algo lejana, llegaba la música de la publicidad del centro, formado por unas pocas cuadras que se recorrían una y otra vez todos los días -los domingos más. Había una confitería con la gente en las mesas de afuera, tomando helados a las siete de la tarde. El camión regador pasaba lentamente por las calles del pueblo y su lluvia irisada zigzagueaba bajo los últimos rayos del sol, mientras iban quedando -simétricos y blancos- los cuadrados de tierra seca bajo los escasos autos estacionados. Un vaho agreste y refrescante brotaba de la tierra y hasta mi cama llegaba el olor del verano que se aproximaba.
Todo eso era anterior a la orden del médico: la calle que entonces quedaba pulcra, con las chicas en la vereda recién bañadas, y ese baldío de enfrente donde los varones jugaban a la pelota. Sanos, bronceados, chicos de verdad. Me avergonzaba entonces de aquellos sueños y fantasías.
Martha Silva
8 comentarios:
"Para entonces, yo ya había encontrado la manera de inventarme universos sumergiéndome en los objetos."
Excelente relato. Los chicos saben mirar.
Gracias Lili! Martha
wow un relato muy enigmático...
alguna de las chicas de la foto sos vos, martha?
Hola: No Juli, la foto la puso Oscar, pero tiene mucho que ver con el verdadero final del cuento. Creo que Oscar es medio vidente y no cuenta nada acerca de sus poderes, porque yo no le conté. Ji,ji! Beso , Martha
hay segunda parte?
SI, PERO DEJÉMOSLÓ AHÍ.
bESOS Y GRACIAS. mARTHA
Tu relato me dejó con muchas ganas de más, en el mejor sentido de la expresión..
Gracias D.v. Tosco
CHAU.
MARTHA
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