En el último programa de La otra.-radio hablamos de la Primera Bienal de Performance que se hace en Argentina en estos días. Para escuchar este fragmento del programa, clickear acá:
por Maximiliano Diomedi
1- Volveré y seré performer
El pasado 1° de mayo fue un día distinto para nosotros. Lo pasamos en la Casa Rosada gracias a la obra de Martín Sastre, Eva: Volveré y seré performer, una propuesta que consistió en abrir las puertas de Balcarce 50 para que 300 personas pudieran ser partícipes de una acción artística que transcurriría en el balcón donde Evita dio su último discurso, otro 1° de mayo, en 1952.
Ingresamos a la Rosada a las 15:30 junto a un grupo de diez personas. Pasamos nuestras pertenencias por el detector de metales y aguardamos sentados en el Patio de las Palmeras. Sabíamos poco de lo que nos esperaba, pero a esa altura entendimos que nuestros cuerpos estaban involucrados y que teníamos un minuto disponible para salir al balcón y decir o hacer lo que quisiésemos. Dato no menor: estaban registrando todo y una cámara montada en una grúa hacía primeros planos de cada persona que salía al balcón a encontrarse con la Plaza.
El cuerpo (no sólo la cabeza) acusa recibo cuando se encuentra frente a una situación extraordinaria, y en ese momento ya estábamos temblando sin saber muy bien por qué. Después de unos minutos subimos hacia el primer piso, pasamos por el Salón Eva Perón, y de refilón llegué a reconocer el Retrato de Juan Domingo Perón y Eva Duarte, el cuadro de Numa Ayrinhac. Hicimos unos pasos y nos encontramos frente a un gran espejo; al lado una puerta blanca, enorme, hermosa y cerrada. Solo se abría para dejarte pasar (de a uno por vez) y vivir la experiencia.
Detrás de esa puerta estaba el salón de reuniones y el balcón. Ya habíamos visto a otros saliendo y saludando como lo hacía Perón, dando un discurso en francés, tapándose la cara con las dos manos, o simulando ser Perón y Evita, de cara a la multitud. Paralizados como estábamos, desde tener decidido no salir hasta asomar el hocico tardamos 30 segundos.
Ingresamos a la sala. A nuestra izquierda había una gran mesa de reuniones y varias personas con cámaras, a la derecha el balcón. Desde allí se alcanzaba a ver el reloj del Cabildo y algunas banderas rojas de los partidos de izquierda que empezaban a llegar a la Plaza para celebrar el Día del Trabajador. Como se trataba de una performance, estaba todo dispuesto para pasar por la sensación de sentirse Evita por un minuto, cosa imposible si las hay. Había una tarima, tres micrófonos antiguos de pie, una bandera argentina colgada, y a cada lado un parlante por el que salía ese último discurso de Eva, una Eva ya frágil pero encendida, que espetaba:
"Nosotros no nos vamos a dejar aplastar jamás por la bosta oligárquica y traidora de los vendepatrias que han explotado a la clase trabajadora; porque nosotros no nos vamos a dejar explotar jamás por los que, vendidos por cuatro monedas, sirven a sus amos de las metrópolis extranjeras y entregan al pueblo de su patria con la misma tranquilidad con que han vendido el país y sus conciencias".
Era el momento de usar nuestro minuto. Paralizados como estábamos, merodeamos el balcón y dijimos: "No, gracias. Con esto alcanza". Dimos media vuelta y amagamos a irnos. Justo antes de salir se nos acerca un fotógrafo y nos dice: "¿Cómo se van a ir? No se lo pierdan. Salgan y yo les saco la foto". Quedamos dubitativos. "¡Vayan!", repitió afectuoso. Y fuimos los dos, con miedo, casi temblando, en una situación en la que nunca pensamos estar. Nuestros cuerpos fueron atravesados por un rayo y, en el fondo, como el cuerpo tiene memoria (histórica), lo que nos atravesaba era un fogonazo de historia, era la voz de Evita que seguía saliendo por los parlantes con una fuerza inaudita y diciendo: "Mis queridos descamisados, otra vez aquí..."
Y sí, nosotros que no somos descamisados pero llevamos a los humildes en el corazón, estábamos allí pero del otro lado. Nuestra experiencia con la Plaza es habitual, y nuestro punto de vista, en ese instante, no era el del que llena la Plaza como tantas veces durante tantos años, sino el del que le habla a esa Plaza desde ese lugar donde ese 1° de mayo estaban pisando nuestros pies.
Miramos hacia afuera, solo miramos. Nos abrazamos, pero ya no sabíamos qué estábamos haciendo. Llegué a distinguir en la calle a un pibe con una pierna amputada que había dejado su silla de ruedas y que estaba tirado en el suelo haciendo gimnasia y mirándonos salir al balcón. Una pierna para arriba, el culo contra el piso y su mirada (jocosa) hacia nosotros. Eso me trajo a la tierra.
Cuando salimos, caminamos una hora por esa Buenos Aires algo fantasmagórica y vacía (así se vuelve cuando es feriado y no hay nadie en la calle), pensando que lo interesante de todo esto es que esa experiencia estuvo mediada por la performance. Estaba todo dispuesto para que pasara algo, pero lo que pasa es tan interno que se escapa de lo que a priori uno puede pensar que va a suceder. No siempre un mismo estímulo desata la consecuencia pensada. Intervino el arte, lo performático. Formás parte de una acción poética / artística / corporal que es extraordinaria. Pocas veces vivimos algo tan poderoso. Y difícil de explicar.
2- "Y nunca íbamos a volver atrás...".
El viernes 8 de mayo, también en el marco de la Bienal de Performance, fuimos a ver a Laurie Anderson al Teatro Ópera.
Su espectáculo se llama El futuro de la lengua y es un recorrido por distintos relatos biográficos que Laurie va hilando, uno detrás de otro, sostenida en la creación de climas a partir de su manipulación del teclado y, en menor proporción, del violín.
La puesta en escena es hermosa, casi no hay canciones, y toda la atención de uno como espectador está puesta sobre su cuerpo y -sobre todo- sobre su voz. Los relatos son en inglés y sin traducción. Si no sabés inglés, entregate. Apenas llegué a entender un 30 por ciento. Promediando la obra, me debatí entre tratar de concentrarme al máximo (cosa imposible), o dejarme llevar por el sonido. Consciente de que estaba perdiendo la batalla, me relajé e inexplicablemente empecé a entender algunos de los relatos; cuando se hacía incomprensible, sentí cómo el sonido penetraba y cómo su voz procesada me sacudía.
De esa experiencia salimos distintos y reflexionando sobre la lengua y sobre el vaciamiento de las palabras, sobre lo que sucede cuando una palabra se vuelve puro sonido. Volvimos contentos.
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Algo muy similar a esto que escribí en el párrafo anterior dije el sábado en Patologías Culturales (FM La Tribu, 17:00 hs.). Enorme fue la sorpresa cuando ese mismo sábado, de madrugada, mirando fotos del espectáculo de Laurie, notamos que en la pantalla que había detrás de ella aparecían subtítulos en castellano. ¿Subtítulos? Sí. La misma experiencia que yo describí en el aire, dando a los oyentes una falsa aproximación al espectáculo, en realidad había sido tronchada. Cada relato de Laurie Anderson, cada palabra, tenía su traducción simultánea, sólo que desde nuestra ubicación (modesto superpullman, la más barata) no se veía, porque el techo de la sala cortaba la franja superior de la pantalla. Es decir: vimos otro espectáculo. Nos rompimos la cabeza pensando por qué Laurie había decidido someternos a entender lo que pudiéramos, qué intención la llevaba a sumergirnos en una obra tan distinta a su propia obra, puesto que si uno prescinde del significado de las palabras la vuelve otra obra. Incluso fuimos más allá y la celebramos como una decisión arriesgada, cuando en realidad nadie estaba pensando en nosotros, los que estábamos arriba del todo.
¿Tanto desprecio tienen por el público los productores de la performance y de la Bienal, que a nadie (nadie) se le pasó por la cabeza subir hasta el último peldaño del teatro y ver si se leían los subtítulos? Quizás lo sabían y no dijeron nada. Como sea, el mensaje subliminal es un baño de realidad. Uno: si no tenés plata para pagar una buena ubicación, mejor que no pagues la más barata, porque lo vas a apreciar es incompleto, bien distinto. Dos: el arte siempre se las ingenia para traspasar todo tipo de fronteras, también las idiomáticas.
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