por Lilián Cámera
(viene del capítulo anterior)
(viene del capítulo anterior)
Tiempo después de lo sucedido con el niño, los Zeta dejaron de recibir visitas. No se los veía ya comprando comestibles, ni siquiera el diario. Le llevaban todo a la casa y se lo dejaban en la entrada. Uno de ellos salía tapado desde la cabeza a los pies para retirar las cosas, permitiendo ver apenas una sombra a la altura del rostro, sin responder a los chistidos de los vecinos. Al principio insistimos con los dulces y tortas. Pese al miedo, teníamos la firme convicción de poder mantener a raya la transformación que comenzaba a operarse. Era una cuestión de buenos modales. Así golpeábamos inútilmente, pero con bríos, a su puerta. Nos llamó la atención la cantidad de papel que recibían, pilas y pilas de anotadores, cuadernos, resmas en tamaño carta. ¿Qué escribían los Zeta? Quizás paliaban su dolor con la poesía, pero era raro imaginar al señor Zeta, contador público, bajo el influjo de las musas. ¿Acaso relataban lo acontecido como una forma de sacar provecho de tamaña desgracia? ¿Nos sorprenderían a todos contando con lujo de detalle sobre aquello que ocupaba lentamente sus cuerpos? Un día, revolviendo la basura que sacaban a la madrugada, encontramos algunos de esos papeles arrugados en pequeños bollos. No entendimos una palabra, más bien parecían las trazas de un animal que intentara escribir con sus garras. ¡Qué difícil es tomar notas! exclamó alguno para disimular. Por las dudas, ahora tratamos de mantener nuestra cortesía desde la vereda, sin traspasar las rejas del jardín. No se sabe lo que el arte puede…
(continuará)
Imagen: © Pilar Zeta
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